Mejorable, pero existente
El bien común temporal es siempre contingente y, por lo
mismo, imperfecto: siempre cabe imaginar formas más perfectas de su realización.
Lo cual no es ningún óbice para efectuar un discernimiento prudencial sobre si
es o no posible alcanzar el bien común en un determinado momento histórico, ni
tampoco desdice en nada del bien común efectivamente realizado decir de él que
es perfeccionable. La
Castilla y el León de San Fernando o las Españas de Ysabel y
Fernando son ejemplos de realización del bien común y, sin embargo, más allá de
sus defectos en su aspecto de bien logrado, son esencialmente
perfectibles.
Es muy importante ver esto claro, pues
de lo contrario, en épocas tan sombrías como la nuestra, cuando desde hace
demasiado tiempo carecemos del rex que nos dirija y hasta de la más
elemental amistad política, es fácil que en las almas de los buenos anide una
letal ensoñación: la de pensar que el bien común es alguna de las realizaciones
del mismo en nuestro glorioso pasado. Se permite así una castrante nostalgia
política que no debe confundirse con el piadoso y estimulante cultivo del
conocimiento y la veneración de las glorias pretéritas de nuestros reyes y de
nuestro pueblo. Pero nosotros no aspiramos al bien común histórico (en cuanto histórico, no en cuanto bien, claro) que lograron
Ysabel y Fernando, ni el emperador Carlos, ni Sancho el Mayor de Navarra [1]. No, porque
mientras así soñamos, eludimos la verdadera urgencia del bien común, que es una
urgencia, por natural, siempre acuciante en el presente, dolientemente
acuciante en el hoy desamparado. En ese sentido, no debemos tener miedo de
decir que hemos de reputar una traición a nuestra misión –única, irrepetible–,
heredada, uno ictu junto con la civilización, de nuestros
viejos, esa conducta melancólica y feminoide (que no femenil), que cultiva
furtivos placeres solitarios de la imaginación dejando vacantes energías que
nos son imprescindibles para responder, como podamos –la campana suena a
rebato– a los desiguales desafíos que nos circundan. No será la mujer de Lot la
que nos enseñe a amar nuestra historia, de la que por lo demás tanto tenemos
que aprender (en hombría, en sacrificio, en racionalidad, en heroísmo).
J.A.U.
[1] La necesaria relatividad del bien común histórico no se opone a
una identidad profunda, que subsiste en el tiempo. Es, sencillamente, su
necesaria actualización, actuación. Esto, por oposición a una absolutización de
la patria, el nacionalismo, los patrioterismos, que pueden tener su cierta
lógica en el orden de la espontaneidad y de la pasión, pero carecen de sentido
en el orden de la reflexión y de la fundamentación teórica, de la guía de la
acción. El verdadero patriotismo (palabra originada en campo revolucionario),
es la virtud de la piedad patria y en ese terreno no hay que ceder a la
tentación del «cuanto más mejor», porque en esa línea se tiende a hipostasiar,
a insuflar un espíritu de predominio y de rivalidad, de afirmación vacua por
oposición, de exageración irritante. La virtud de la piedad patriótica es moral
y por lo mismo se ve amenazada por exceso y por defecto.
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2 comentarios:
Sería bueno en primer lugar utilizar la expresión bien común político en lugar de bien común temporal, para distinguirlo de otros bienes comunes temporales, como los de la familia, la escuela, la universidad, la corporación profesional, etc. El concepto de patria no es un invento revolucionario, se encuentra en pensadores de la antigüedad y del medioevo, como Santo Tomás. Siempre existe un bien común político posible y concreto, que puede ser de distinta calidad según los pueblos y sobre todo según los gobernantes, causa eficiente principal en la edificación o corrupción de los gobernados. Bernardino Montejano
Parafraseando al R.P. Álvaro Calderón “Como [quienes gobiernan] están equivocados, no se ordenan perfectamente al bien común; pero como no manifiestan una intención contraria al mismo e imperfectamente lo procuran, no pierden su autoridad.” Es la naturaleza paradójica e incoherente del liberalismo.
Atte.,
Teseo
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