Nuestra civilización va a morir de estupidez. La masacre de Bruselas
es un buen momento para recordar que el enemigo de Occidente no está en las
arenas de Oriente Medio, sino entre nosotros.
Una nueva matanza ha asolado
Europa, esta vez en la capital de ese contubernio mundialista y buenista que es
la UE, Bruselas, otra de las sucesivas masacres que no tienen absolutamente
nada que ver con el islam, y cuya primera reacción entre nuestras masas
bienpensantes no es la lógica de indignación y defensa, sino de temor a un
brote de ‘islamofobia’. Que nadie, en ningún caso, use esto para frustrar la
hermosa fantasía del #WelcomeRefugees. Aunque el Eurostat dejara claro que
menos de un tercio de los que llegan lo hacen huyendo del IS, aunque el Estados
Islámico presuma de que ha aprovechado el caos fronterizo para infiltrar
operativos y la propia Interpol los calcule en unos 5.000.
Pero no teman, no es la novedosa
‘islamofobia’ -que podría definirse ya como rechazo a someterse al Islam- la
enfermedad de la que va a morir nuestra civilización. Nuestra civilización va a
morir de estupidez.
Un pueblo cuya primera reacción al
ser atacado es disculpar al grupo del que salen sus atacantes está pidiendo a
gritos la extinción, y después de leer en redes sociales y publicaciones
decenas de soflamas en la línea de “no todos los musulmanes…” y/o “pues las
Cruzadas…”, no me cabe apenas duda de que estamos en fase terminal.
Lo vivimos ya tras la atroz
matanza del Bataclan en París. Fue muy aplaudida, al menos por la derecha, la
fulminante determinación de François Hollande de lanzar inmediatamente un ataque
contra posiciones del IS en Iraq. Y esa es la prueba de nuestra suprema
cobardía y suma estupidez. Porque no es en las arenas de Mesopotamia donde está
el peligro para nuestra civilización, sino en nuestra perpetua cesión, en
nuestro masoquismo cultural. Y ahí no se tomó, no se toma, ninguna medida. Al
revés, ante la avalancha de supuestos refugiados de Oriente Medio, el líder más
poderoso de Europa, Angela Merkel, reaccionó con una invitación universal y
abierta a la que se sumaron masas de progresistas postureantes al grito de
‘¡Bienvenidos, Refugiados!’, creando una crisis de seguridad -entre otras
cosas- que habría que estar ciego para no ver.
Por lo demás, las aventuras de
intervención bélica de Estados Unidos y sus aliados en el mundo islámico, desde
Iraq y Afganistán hasta Libia y Siria, han proporcionado, sino la causa, al
menos la ocasión perfecta para el drama que se desarrolla ahora en nuestras
fronteras.
Todavía el estamento neocon
americano y sus aliados españoles sostienen que acabar con Assad es el objetivo
prioritario, por encima de la victoria sobre el IS. Produciendo, imaginamos, un
resultado igual de halagüeño que el derrocamiento de Saddam en Iraq. Porque
Occidente no puede soportar la visión de un tirano, esa es la consigna, democratizar
el planeta.
Bueno, parte del planeta. A nadie
se le pasa por la imaginación hacerle un feo a China por el nimio detalle de
que sea una tiranía que ha aplastado cualquier disidencia.
O, más al caso que nos ocupa,
Arabia Saudí, una teocracia arcaica y cruel a cuyo lado el denostado régimen
iraní es un paraíso libertario. Pero los saudíes son intocables, aunque la
vertiente islámica que está detrás de toda la yijad moderna, de todos los
atentados masivos desde el 11 de septiembre, tenga allí su cuna y sea la única
oficial y permitida en el Reino, no aunque esté financiando mezquitas y
madrasas por todo Occidente que transmiten el mismo mensaje radical contra los
infieles. Arabia es la fuente, junto con otras tiranías del Golfo como Qatar y
Emiratos Árabes, cuyas camisetas llevan los jugadores de nuestros dos equipos
de fútbol principales. Los negocios, supongo, son los negocios, y al igual que
el emperador Vespasiano recordó a su hijo Tito que el dinero no huele, por lo
visto tampoco retiene las manchas de sangre.
Me solidarizo, por supuesto, con
todas las víctimas y sus familiares, pero espero que no se me juzgue insensible
si digo que estos atentados brutales, como hacía décadas que no sufría Europa,
son solo el aspecto más aparatoso de nuestra paulatina extinción. A la larga,
son incluso innecesarios, incluso contraproducentes, para vencernos. Más aún:
ni siquiera es el islam -yijadista o no, si les apetece hilar fino y establecer
una distinción que ellos no hacen- el problema de Occidente.
El Islam es todavía muy frágil;
Occidente es todavía muy poderoso. Bastaría una modesta dosis de sentido común,
del instinto de conservación que es normal esperar en cualquier pueblo de la
tierra, para que el peligro quedara inmediatamente conjurado. No, el verdadero
enemigo, el enemigo implacable, peligroso, poderoso, no es el que escala los
muros de la fortaleza, sino el traidor que les abre la puerta. Son nuestras
élites, nuestros gobernantes, nuestros grupos de comunicación, nuestros
mandarines culturales, nuestro sistema educativo, nuestros financieros. El
estamento mundialista, en fin, que ha decidido que el mejor modo de gobernarnos
es al viejo estilo, dividiéndonos, erradicando nuestras identidades nacionales
tanto como nuestra antigua identidad europea, de modo que convertidos en átomos
sin lealtades personales dependamos de nuestros amos para resolver nuestras
rencillas.
A finales del siglo pasado, un
progresista profesor de Sociología de Harvard, Robert Putnam, se propuso hacer
un estudio en profundidad que probara los beneficios de la diversidad cultural
y tomó como campo de pruebas el Los Angeles multicultural. Pero los resultados
fueron tan contrarios a los esperados que su obra, ‘Bowling Alone’, recibió
escasa publicidad.
Putnam comprobó que la diversidad
cultural y étnica reduce drásticamente la cohesión social, la participación en
actividades comunitarias y la confianza mutua y promueve la soledad y el
desinterés por la cosa pública. Una comunidad así solo tiene el poder político
como árbitro entre las distintas tribus en disputa, el sueño húmedo del
poderoso. Y ese es el plan que, sin necesidad de conspiración alguna, se está
imponiendo en Occidente y, muy especialmente, en Europa bajo los auspicios de
Bruselas.
Occidente vive en una burbuja de
prosperidad, paz y libertad sin precedentes que le hace pensar que sus valores
son valores universales, que no somos una tribu más, sino la Humanidad, y que
nuestra llegada a la escena mundial ha hecho desaparecer mágicamente los
incentivos y mecanismos seculares que han movido a todos los pueblos a lo largo
de la historia. Y más bien no.
El mundo es mucho más grande, cada
vez más demográficamente en relación al menguante Occidente, y sabe de qué va
la vaina. Sabe que ignorar al enemigo no le hace desaparecer, al contrario.
Sabe que la debilidad no es una señal para proteger al otro, sino para
atacarle.
En un sentido retorcido y
siniestro, Occidente está enfermo de una moralina deformada y masoquista que
pregunta siempre quién tiene razón y se responde siempre que cualquier otro,
que somos lo peor y los más malos. Pero la historia no se mueve así. En la
historia real, no en las historietas políticamente correctas, si un pueblo
puede hacerse sin demasiado esfuerzo con el territorio, las riquezas y las
mujeres de otro, lo hará.
Tarde o temprano Occidente tendrá
que despertar a este hecho o resignarse a perecer, y no precisamente para
disolverse en una utopía progresista. Porque no está lejano el día en que la
pregunta ya no será cuál es tu opinión, sino cuál es tu pueblo.
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3 comentarios:
La propaganda proiraní sobre Arabia Saudí del perroflauta Carlos Esteban mejor que la dirija a su amigo Trump.
En Bruselas? RIGOR!
Vio la fecha del post?
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