domingo, 31 de marzo de 2013

Iraburu y el Prima Sedes



El p. Iraburu ha dicho en el n. 7 de su réplica a Antonio Caponnetto algunas cosas que merecen una breve reflexión. Para comenzar, señalemos que no se ha cumplido el vaticinio de Iraburu de que el Papa Francisco “mantendrá también en cuestiones menores una continuidad espiritual con las mejores tradiciones de la Iglesia”, y un claro ejemplo en contrario lo tenemos con lo sucedido en la Misa del Jueves Santo. La explicación del liturgista Adolfo Ivorra es clara y contundente, lo que nos exime de más comentarios.
Además, alude Iraburu al axioma Prima Sedes a nemine iudicatur que tiene una larga historia y un sentido diferente al que le atribuye el infocatólico. La prohibición de juzgar tiene base dogmática: el Papa no puede ser juzgado por nadie, porque no existe ningún juez en esta tierra que tenga potestad para hacerlo. Por lo que contra un acto definitivo del Papa no cabe apelación a ninguna instancia superior.
Hay una clara traducción canónica del principio: el Romano Pontífice Prima Sedes- no puede ser juzgado por ningún tribunal de la Iglesia (c. 1404), ya que todo poder judicial eclesiástico tiene como cabeza su potestad judicial. Por ello en caso de transgresión de esta norma, las actas y decisiones serían inexistentes, pro infectis habentur (c. 1406, 1). La falta de competencia de tales jueces es absoluta respecto del Papa.
Además, la Iglesia condena la apelación a un concilio universal, porque eso equivaldría a situar al concilio por encima del Papa. Razón por la cual el CIC (c. 1372) establece un delito que consiste en el recurso contra un acto del Romano Pontífice sea al Concilio Ecuménico o al Colegio de los Obispos. Y la doctrina es pacífica en admitir que el Papa goza de un privilegio de derecho divino que lo hace inmune al juicio de los gobernantes temporales.
Pero es evidente que no se puede hacer de esta inmunidad judicial una suerte de absoluto moral que impida cualquier juicio respecto de los actos de un papa. En primer lugar, porque la gracia supone la naturaleza y el acto de juzgar es connatural a la inteligencia humana. En segundo lugar, porque no hay modo de obedecer virtuosamente a un Papa sin un previo juicio sobre la moralidad del acto imperado, so pena de pecar contra la virtud de la obediencia y falsificarla mediante el servilismo. Un ejemplo: Alejandro VI, mediante una carta -publicada por el historiador Picotti- ordenó a su concubina retornar al lecho bajo amenaza de excomunión. ¿Debemos decir que tal mandato no debió ser juzgado por la mujer en virtud del principio Prima Sedes? ¡Absurdo! La mujer debió analizar la orden, juzgarla como inmoral –la fornicación y el sacrilegio son pecados graves-, considerar absolutamente nula la excomunión amenazada y resistir el mandato pontificio. Por último, cada vez que en Infocatólica se elogian o critican gestos del Papa Francisco se realiza un juicio previo a la opinión positiva o negativa.

La República de Venecia tuvo dificultades con la Santa Sede. Se reunieron los teólogos de dicha República y emitieron varias proposiciones. De éstas, la proposición n. 10 decía: La obediencia al Papa no es absoluta. Esta no se extiende a los actos donde sería pecado obedecerle. Estas proposiciones fueron sometidas al examen de san Roberto Bellarmino. He aquí la respuesta el Santo: “No hay nada que decir contra la proposición diez, pues está contenida expresamente en la Sagrada Escritura”. 
Decía Chesterton que para entrar en la Iglesia hay que quitarse el sombrero pero no la cabeza. Ser católico nunca puede significar una amputación de la inteligencia en su capacidad de juzgar, ni la anulación de la conciencia moral y su reemplazo por una "obediencia extrema". 


Ha resucitado



miércoles, 27 de marzo de 2013

Castellani explica la infalibilidad

La infalibilidad del Papa que Dios ha hecho, es una cosa milagrosa; pero no es tan milagrosa como la infalibilidad del Papa que algunos protestantes han hecho.
Ni Dios mismo, con ser todopoderoso, puede hacer la infalibilidad que hizo Mr. Charles Kingsley, por ejemplo, y que regaló gratuitamente al Sumo Pontífice. Por eso, para decir lo que es, ayuda a decir juntamente lo que no es la Infalibilidad Pontificia.
1. Infalibilidad no es el poder del mal bien y del bien mal
La doctrina de la Iglesia reconoce la existencia de la ley natural, existencia del bien y del mal, es decir, de un orden que nace de la misma naturaleza de las cosas. Orden que Dios mismo no puede deshacer, porque Dios no puede hacer cosas contradictorias.(1)
Dios mismo no puede hacer que una blasfemia deje de ser pecado, porque Dios no puede hacer que la criatura no sea criatura y el Creador no sea Creador. Dios puede dispensar de una ley divina positiva como la de comulgar alguna vez en la vida; La Iglesia puede dispensar de una ley eclesiástica positiva, como la de comulgar una vez al año: porque todo legislador puede dispensar de su ley, cuya obligatoriedad dimana de su propia voluntad.
Así, pues, La Iglesia podía quizá dispensar el impedimento del matrimonio de Enrique VIII con Catalina de Aragón, cuyo impedimento de afinidad en primer grado, auque de hecho no lo dispensó; pero que de eso se deduzca que el Papa “has the power of creating right and wrong”tiene el poder de crear el bien y el mal en tan desmesurada proporción que pueda por medio de las indulgencias (!) asegurar el perdón a cualquiera “etsi matrem Dei violavisset” parece que es una consecuencia tan monstruosa, que es imposible que haya sido escrita, parece que debe ser por algún dejado de la mano de Dios.
Y si fuera escrita por el Rev. Charles Kingsley en una crítica de la historia de Froide en el Mac Millan Magazine, en enero de 1864, parece que yo no debería repetir sus palabras siquiera por no ofender los píos oídos y por respeto al género humano.
Y sin embargo, las tengo que repetir, para que se vea hasta dónde puede llevar el prejuicio de un hombre de estudios, Doctor Divinity (doctor en teología), que dice creer en Jesucristo y tiene a todos los papistas por fanáticos: para que sirva de ejemplo de lo que decía arriba acerca de la razón humana.
2. Infalibilidad no es impecabilidad.
Dicen que en algunas lenguas estas dos ideas se expresan con una palabra común (unfehlbar en alemán, nepogriéchimosti, en ruso), la cual hizo gritar a los viejo-católicos alemanes y a los cismáticos rusos cuando la definición Vaticana, que los ultramontanos habían fabricado un Papa igual que Dios. Por lo cual, en el II Congreso de Velehrad, en 1905, el obispo ortodoxo A. Maltzew propuso cambiar por la palabra bezochibotchnodti (sin error), para quitar piedra de tropiezo a nuestros hermanos orientales.
Pero no es así en la lengua latina (falli = equivocarse) ni en la nuestra. Nosotros sabemos hace mucho tiempo que no todo es trigo limpio en la Iglesia Católica, y que no solo pueden pecar, sino que de hecho algunos papas pecaron. ¡Miren a que hora se despierta el buen diputado socialista! Lo sabía yo al hacer la primera comunión, que en el campo del Padre de familia el hombre enemigo sembró en medio del trigo limpio, cizaña.
El Papa es pecador como hombre privado, y por eso tiene confesor y se arrodilla ante él cada semana; pero es infalible cuando habla ex cátedra. Esa expresión técnica de los teólogos (hablar desde lo alto de la cátedra de Pedro) expresa las condiciones y límites de la promesa divina, que son tres:
  1. cuando habla como Doctor público y cabeza de la Universal Iglesia, no como hombre, no como teólogo, no como obispo de Roma, precisamente;
  2. cuando habla acerca de las cosas de la fe y de la moral, es decir, acerca del depósito de la revelación pública hecha por Cristo y clausurada por los Apóstoles;
  3. cuando define, es decir, pronuncia juicio solemne, auténtico y definitivo acerca de si una verdad está contenida en ese depósito inmutable, no cuando aconseja, exhorta, insinúa o administra.
Ojo con esta palabra depósito de la revelación (“Apostoli contulerunt in Ea, tanquam in repositorum dives, omnia quae sunt Veritatis” dice Ireneo), que no significa una caja de verdades colgadas pinchadas y clasificadas, como la teca de un naturalista.
En el capítulo último de Orthodoxy, Chesterton ha ilustrado las relaciones de la autoridad y el aventurero, con la comparación su padre llevándolo de la mano a él pequeño al descubrimiento del jardín de su casa. “Yo sabía que mi padre no era un montón de verdades, sino una cosa que dice la verdad.”
El montón de verdades supraterrenas que al hijo de Dios plugo traernos están todas contenidas en la Iglesia Católica de Pío XI, como lo estuvieron en la Iglesia Católica de San Pedro; no precisamente en la cabeza de Pío XI, ni en el símbolo de Pedro, ni en la Suma Teológica, ni en el Concilio de Trento; sino en la vida de la Iglesia viva, a la cual pertenecen Pío XI y el símbolo y la Suma Teológica y el Concilio.
La inspiración personal de los protestantes agarrados a la Biblia es el extremo contrario del estatismo autorital de los rusos agarrados a los ocho primeros Concilios; y las dos exageraciones matan la verdad revelada, la primera por desangramiento, la segunda por estrangulamiento. Porque la asistencia continúa del Espíritu de Verdad prometida a la Iglesia, ni es la continua profecía, ni es la profecía momentánea y petrificada en un libro o en veinte cánones.
Entre los dos extremos de la momificación del dogma y el continuo nacimiento del dogma, hay un medio verdadero que es la vida del dogma. Y de ésta vida del dogma es la infalibilidad el órgano regulador y propulsor, como el corazón que en el medio del pecho bate tranquilamente la medida.
3. Infalibilidad no es ciencia universal.
Algunos católicos poco instruidos se imaginan quizá la Infalibilidad como un estado de ciencia actual, y al Papa flotando en mares de certidumbre infusa, ideal y sintética acerca de todas las cosas divinas. Si no hay católicos tan sencillos, protestantes si que los hay; y de esta gruesa fantasía brota la objeción anglicana que arbora cándidamente Chillinworth, por ejemplo (2): “Vamos a ver; si el Papa es infalible, ¿por qué no publica un comentario infalible de todos los versículos de la Escritura?”. Como si dijera: “Si el Papa es infalible, que resuelva el problema aeronáutico de volar sin motor.”
De esta concepción nace también otra idea simplista, que ha cristalizado en el libro de Augusto Sabatier, Réligions d’Authorité et la Réligion de l’Esprit. Representan la historia de la religión de Cristo como una lucha continua entre la Autoridad y la Razón, con mayúscula; y atribuyéndose a si mismos la libertad de la razón, nos regalan gentilmente la esclavitud de la Autoridad. En la cual mazmorra papal el entendimiento del pobre papista tiene que estar preparado para recibir cada día nuevas listas de credenda, nuevos dogmas y verdades que, so pena del infierno, debe creer ciegamente, aunque contradigan todo lo que creyó ayer y creerá mañana. Claro que Sabatier no lo dice así, porque tenía más talento que eso; pero así lo dicen al pueblo los bautistas yanquis en la plaza Once de Buenos Aires y los anglicanos en el Hyde Park de Londres.
Pero no hay libertad para el entendimiento fuera de la verdad. Es no saber ontología, tener por un bien la libertad de pensar el error, que no es más que la esclavitud del espíritu a la carne y al orgullo. “La gente libre debajo de Dios”, llama San Agustín al pueblo cristiano. Es no saber psicología, ignorar la elástica energía del entendimiento del hombre, centuplicada bajo la comprensión benéfica de la Verdad Divina, como ya notara Aristóteles,(3) la elástica vitalidad de ese hijo del cielo, que como Anteo, hijo de la tierra, a cada golpe más gozoso salta y con freno es cuando más gallardea, piafa y salva barreras, mientras que sin freno se desboca y precipita. Es no saber historia, ignorar por una parte el edificio estupendo de la Teología Católica, más sublime que la metafísica aristotélica y la ética platónica, que no son más que sus basamentos, arquitecturado bajo el rol de la infalibilidad, por mentes como Atanasio, Agustín y Tomás de Aquino; ignorar, por otra parte, la descomposición casi instantánea de la teología protestante en manos del libre examen, la carrera al ateísmo pasando por el protestantismo liberal y el racionalismo, que hacía retroceder espantada en 1833 al alma religiosa de Newman y la ponía sobre el rastro de Dios. Descomposición de la cual escribió el mismo Loisy, a propósito de la encuesta “Jesus or Christ?” del Hibbert Journal: “Se siente uno tentadísimo de pensar que la teología contemporánea-excepción hecha de la católica romana... -es una verdadera torre babélica, donde la confusión de ideas es peor aún que la diversidad de lenguas.”
Es que dentro de la palestra de la Infalibilidad hay espacio amplísimo para el torneo formidable y benéfico de la Razón y la Autoridad Divina, para que se agarren Agustín y Jerónimo sobre los ritos judaicos, tomistas y suaristas sobre los Auxilios, mientras que fuera del recinto trazado por Dios mismo, la razón rebelde galopa al escepticismo que es su ruina, detenida un momento solamente por otra Autoridad bien innoble y esclavizante, la autoridad humana de un Estado civil, del Rey de Inglaterra, jefe de la Iglesia Anglicana; del ex zar Romanoff, ex jefe de la Iglesia Rusa.
De modo que el magisterio infalible de Pedro no es la plenitud de la ciencia adquirida ni de la ciencia infusa; y no a sido instituido por la Providencia para crear nuevas creencias y dogmas, sino para custodiar incorruptas las creencias reveladas por Jesucristo-Dios, ni una más, ni una menos.” (“para que no andemos vagando a todo viento de doctrina”), a través de todas las vicisitudes de los tiempos, hasta el fin. He aquí como la entiende un gran escritor ateo, y hoy amigo de la Iglesia, pero que ha leído historia: “El viejo de blancos hábitos que asienta en la cima del sistema católico puede parecerse a los príncipes de horca y cuchillo cuando corta y separa, expulsa y fulmina; pero la mayor parte de las veces, su autoridad participa de la función pacífica del maestro de coro, que marca el compás de un canto que sus coristas conciben como él y al mismo tiempo que él.” (4)
4. Infalibilidad no es poder despótico de gobernar la Iglesia y aun los Estados
El Sumo Pontífice es el jefe supremo de la Iglesia y su potestad es inmediata, ordinaria y episcopal. No podría, sin embargo, disolver el Episcopado, que es institución divina; porque Cristo quiso que fuese monárquico-aristocrático el gobierno de esta sociedad visible y cuerpo místico.


Pero este poder de mandar, que llaman de imperio, no es el poder de enseñar, que llaman de magisterio, al cual esta prometida la Infalibilidad. Lo cual no impedirá que el tigre Clemenceau vocifere en el Senado en 1864, cuando se iba a definir: “Quieren hacer [los ultramontanos] al Papa como en los tiempos en que los reyes eran sus tenientes”; porque ¿Qué obligación tienen Ellos (“What They don´t know?”, que dice Chésterton) de saber estas cosas?
Sobre el poder temporal de los príncipes, los Papas no tienen ninguna jurisdicción directa, como han enseñado casi unánimemente los Teólogos, Santos Padres, Apóstoles y el mismo Cristo. Es conocido el ejemplo del jefe del Centro Alemán Mallinckrodt negándose a seguir una insinuación meramente política de León XIII (votar leyes militares de Bismarck), por parecerle dañosa a la patria, conducta que fue aprobada por el mismo Pontífice. 
-¿Qué es, pues, la Infalibilidad?
La Infalibilidad Pontificia no es más que la promesa del Hijo de Dios de la fe de Pedro y sus sucesores no fallará; antes bien, servirá de sostén a sus hermanos, y de este modo la Iglesia de Pedro será hasta el Fin del Mundo columna y fundamento de la verdad revelada. Para negar que Dios pueda hacer eso, hay que negar que hay Dios.
¿Cómo lo hará Dios, por revelación, por inspiración, por simple vigilancia, por su eterna presciencia sola y habitual providencia?...
El hecho es que si lo ha prometido, lo hará.





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(1) “Deus contra primum ordinem non agit, quia contra seipsum nemo agit” Dice San Agustín
(2) Murria, De eclessia, t. II, p. 361
(3) X Etic., c. VII; De Part. anim. II
(4) Charles Maurras, Politique,Dilemme I, pág. 382.
Visto en:


domingo, 24 de marzo de 2013

La Iglesia indefectible


La indefectibilidad de la Iglesia es una verdad de fe. Pero para precisar el contenido de esta verdad resulta de capital importancia distinguir entre lo que enseña la Iglesia y las opiniones de algunos teólogos.
Esta nota de indefectibilidad es una realidad que está como contenida entre un límite inferior, por debajo del cual la Iglesia no puede caer, y un límite superior, que no podrá sobrepasarse hasta la Parusía. Si se exagera la indefectibilidad de la Iglesia, como suelen hacer conservadores y ultramontanos, elevando demasiado el límite inferior, la confrontación con la realidad -histórica o presente- puede suscitar notables perplejidades y hasta ser peligrosa para la fe. Si se baja en exceso el límite inferior,  el resultado es una defectibilidad eclesial de cuño protestante.
La concepción teológica que hipertrofia el carácter indefectible de la Iglesia tiene un subproducto: esa apologética boba, generadora de leyendas áureas, triunfalismos selectivos, obediencias extremas, jerarcolatrías anónimas y ceguera para percibir deficiencias de las autoridades eclesiásticas. Razón por la cual es conveniente contrarrestar esta concepción con una exposición equilibrada del dogma.
Ofrecemos una breve explicación del tema que esperamos ayude a perfilar mejor los límites de una verdad que no debe enloquecerse. Los papas Honorio I y Alejandro VI debieran ilustrarnos  sobre la permisión divina respecto del Romano Pontífice como parte de la Iglesia.
Tesis IX. La Iglesia es indefectible en el cumplimiento de su misión.
Honorio I.
Esta tesis es de fe, en el sentido que vamos a precisar ahora. Con el término «indefectibilidad» apuntan los teólogos a tres certezas relativas a la Iglesia: 1) la Iglesia no perecerá; 2) la Iglesia no desfallecerá; 3) la Iglesia subsistirá hasta el final tal como Cristo la ha querido y fundado, sin experimentar cambios sustanciales que pudieran equivaler prácticamente a su desaparición.(…)La indefectibilidad de la Iglesia se reduce, en el fondo, a la fidelidad de Dios para con ella, fidelidad que explica y funda por sí sola esa indefectibilidad: como acabamos de ver, Dios le ha dado su palabra y no se retractará.
Así, pues, para dar todo su sentido a esta indefectibilidad, no debemos separarla de otro aspecto del  misterio eclesial, a saber, el de la alianza, que traduce la voluntad de Dios de no llevar a cabo su designio de salvación sin la colaboración del hombre. La indefectibilidad, por consiguiente, no hace superfluo el trabajo del hombre, sino que, al contrario, lo supone y lo estimula.«Es preciso sostener... que Cristo quiere el concurso de sus miembros... Misterio insigne sobre el que jamás se reflexionará bastante: la salvación de muchos depende de las plegarias, de las mortificaciones... y de la colaboración que los pastores y los fieles... deben aportar a nuestro divino Salvador» (Mystici corporis, en CEDP, 1. I, p. 1038-1039).Sin embargo, hay que guardarse muy bien de confundir la indefectibilidad de la Iglesia con su triunfo o con su perfección. Cristo, en efecto, ha prometido a su Iglesia que sería victoriosa, no triunfante. Incluso le predijo positivamente lo contrario (Jn. 15, 20). Nunca le prometió que iba a ser perfecta. En su indefectibilidad (o, como acostumbraban decir los padres, en su «virginidad»), la Iglesia de este mundo estará marcada hasta el final por los límites, las imperfecciones y los pecados de sus miembros. Así, pues, se evitará siempre con sumo cuidado el doble escollo al que nos hemos referido ya en la presente obra: minimizar la realidad humana en nombre de lo divino, evacuar lo divino en nombre de lo humano. Concretamente, las dificultades humanas no nos autorizan a olvidar la promesa divina, ni esta promesa nos dispensa de ver y resolver los problemas humanos.

Alejandro VI.
(…) Referida a la totalidad del misterio eclesial, la indefectibilidad no significa en modo alguno: 1) la indefectibilidad de cada iglesia particular; 2) la indefectibilidad individual de los miembros de la Iglesia, ni siquiera de los más eminentes. Así, pues, garantiza solamente la vida y la fidelidad del conjunto de la Iglesia.
Tomado de:
 Faynel, P. La Iglesia. Herder, Barcelona, 1974: pp. 41-44.

martes, 19 de marzo de 2013

Un cuento


La conversión del Papa
Giovanni Papini
En el poema habla el hijo único de un ignoto hereje bohemio de la Edad Media, hereje a quien Browning llama Jan Krepuzio; por haber profesado públicamente algunas teorías blasfemas sobre los motivos de la Redención, la Inquisición lo hizo apresar, torturar y finalmente fue quemado vivo en una plaza de Praga.
Su hijo, el niño Aureliano, fue escondido en Alemania por algunos parientes lejanos, pero jamás pudo olvidar el fuego que había consumido a su padre. Una vez adulto y libre decidió vengarse de la Iglesia de Roma, empleando un nuevo sistema de venganza jamás ideado por otro.
Con nombre fingido se fue a un convento de Milán, y solicitó ser recibido como hermano lego.
Su obediencia y bondad le valieron el premio deseado se le recibió entre los novicios. Su celo por la vida monástica y por la Sagrada Teología pareció ser tan ardoroso y sincero, que al cabo de sólo tres años fue ordenado sacerdote. Obtuvo entonces ser enviado a predicar la verdad católica a países de infieles y cismáticos, y con su palabra y ejemplo logró convertir a ciudades enteras.
Fue encarcelado por los enemigos de la verdadera fe, pero pudo huir de entre sus manos, y hasta se dijo que lo logró con la ayuda de un ángel.
Su nombre llegó a oídos del Pontífice reinante, que lo llamó a Italia y le confirió un obispado.
También como obispo y en breve tiempo, llegó a ser famoso en los pueblos. La austeridad de sus costumbres en medio de un clero corrompido, la victoriosa elocuencia de su palabra, la perfecta ortodoxia de sus enseñanzas teológicas, todo hizo de él uno de los prelados más ejemplares e ilustres de su siglo.
Pero esto no le bastaba, precisaba obtener otros honores y dignidades para consumar la venganza premeditada. En sus vigilias jamás olvidaba la hoguera en la que habían hecho arder a su padre, según él injustamente. Debía vengarlo, en forma diabólica y clamorosa, precisamente en la capital de la Cristiandad, en Roma, en San Pedro. La palidez de su demacrado rostro era atribuida al ascetismo de su vida, pero en realidad no era más que el reflejo de su prolongado rencor, era el efecto de una fatigosa y perpetua simulación.
Murió el anciano Papa y se eligió a otro que había conocido y admirado a Aureliano, y en el primer consistorio lo creó cardenal. Aureliano ya se veía próximo a la meta, y su ardor apostólico en pro de la Iglesia se acrecentó más y más. Fue Legado Pontificio, Doctor en un Concilio y Cardenal de Curia; en todo ello demostró ser un infatigable defensor de los dogmas y de los derechos de la Iglesia Romana. Ya casi era anciano, pero el alucinante pensamiento de la venganza no lo dejaba ni de día ni de noche.
También fue alcanzado por la muerte el Papa protector suyo, y en el cónclave subsiguiente Aureliano fue elegido Vicario de Cristo, obteniendo la unanimidad de los sufragios. Aun entonces supo ocultar su inmenso gozo bajo la máscara de una tranquila humildad. Ya estaba próximo el gran día por él esperado y deseado secretamente durante dolorosos años de forzada comedia. Había sido elegido a comienzos de diciembre; entonces anunció al Sacro Colegio y a la Corte del Vaticano que la ceremonia de su coronación se realizaría la noche misma de Navidad.
Desde muchísimo tiempo antes había planeado y soñado la inaudita escena: después del Pontifical, después de haberse realizado todos los ritos de la coronación, dueño ya de los privilegios y de las prerrogativas del Supremo Magisterio como cabeza infalible de la Iglesia Docente, entonces se pondría de pie para hablar al clero y al pueblo, y en el silencio solemne de la máxima basílica pronunciaría finalmente las tremendas palabras que vengarían para siempre al padre inocente. Diría que Cristo no era Dios, que había sido un pobre bastardo, un pobre poeta iluso víctima de su ingenuidad, y finalmente, aquí haría resonar su voz como un desafío satánico, finalmente, con el sello de su autoridad proclamaría que Dios jamás había muerto porque jamás había existido.
¿Cuál habría sido el efecto causado por tan espantosas blasfemias, brotadas de los labios de un Pontífice Romano? Tal vez, después del primer momento de estupor ¿lo habrían reducido, gritando que era un loco? ¿Lo habrían hecho pedazos sobre la tumba de San Pedro? No se preocupaba mucho por ello; la voluptuosidad brindada por tan estupenda venganza jamás tendría un precio demasiado elevado.
Llegó la vigilia de Navidad y anocheció. Todas las campanas de Roma tañían a fiesta, ríos humanos de nobles y plebeyos marchaban a la Plaza de San Pedro, llenaban el gran templo que parecía ser una inmensa cavidad luminosa, para poder asistir a la fastuosa ceremonia que celebraba simultáneamente el Nacimiento de Dios y la coronación de su Vicario en la tierra.
Desde una sala de su palacio Aureliano miraba y escuchaba. Veía aquellas multitudes de fieles gozosos y confiados, oía sus cánticos de Navidad, sus laudos, sus himnos, y en todos ellos se transparentaba una sencilla pero infinita esperanza en el Divino Infante, en el Salvador del mundo, en el Consuelo de los pobres, de los perseguidos y llorosos.
Y en aquel instante, en aquella sala donde el nuevo Papa se había encerrado, solo, para concentrar sus pensamientos y sus fuerzas, sucedió algo que jamás fue conocido por otros, se realizó el inesperado y providencial milagro: el pensamiento de toda aquella pobre gente que corría hacia él, que creía en él porque había creído en sus palabras, ese pensamiento lo burló, lo conmovió, lo sacudió y arrastró consigo. Experimentó un escalofrío, se sintió agitado por un temblor, le pareció que una luz jamás vista invadía la gruta oscura de su alma. Repentinamente se sintió inundado y vencido por una dulzura aniquiladora jamás experimentada en su larga vida, por una ternura infinita hacia todas aquellas almas simples, infelices y sin embargo felices, que creían en Cristo y en su Vicario, y súbitamente, el nudo negro y gravoso de la anhelada venganza se deshizo, se cortó, se disolvió en un llanto continuo, desesperado, que le quemaba los ojos y el corazón, que consumía su interior más que una llama viva. El nuevo Papa se postró sobre el mármol del pavimento, y oró de rodillas, oró por vez primera con abandono total del alma, con toda la sinceridad de la pasión, como nunca había orado en toda su vida. El viento impetuoso de la Gracia lo había derribado y vencido en el último instante. Hasta el mismo dolor del remordimiento por su infame pasado de fingimiento, de engaño y duplicidad, le parecía un consuelo inmerecido, un consuelo divino. Aquel dolor quemante lo podría acompañar hasta la muerte, pero purificándolo, salvándolo de la segunda muerte.
Cuando los ayudantes y acólitos penetraron en la sala precedidos por el Cardenal Decano, hallaron al nuevo Papa arrodillado, hecho un mar de lágrimas, y se sintieron grandemente edificados. Concluido el solemne rito de la coronación, el Pontífice quiso hablar al pueblo. Habló de Cristo y de su nacimiento en Belén, habló de la Madre Virgen, de los ángeles y los pastores, y lo hizo con tal calor de afecto que todos los oyentes, hasta los viejos cardenales apergaminados en su púrpura, lloraron como hijos que finalmente encuentran al padre a quien creían perdido. Y muchas mujeres, al salir de la Basílica iluminada a la oscuridad de la ciudad, afirmaron que al cabo de siglos un verdadero santo había ascendido a la Cátedra de San Pedro.

lunes, 18 de marzo de 2013

Recomenzar


"Una cosa son los tropiezos y las caídas tenidas sobre el camino de la virtud y de la justicia, según la palabra de los padres: ´Sobre el camino de la virtud hay caídas, cambios, violencia, ecetera´. Y otra es en cambio la muerte del alma, la completa destrucción y la desolación total.

Es así como se conoce que se está en el primer caso: cuando uno, aunque caiga, no olvida el amor del Padre; y, aunque esté cargado de culpas de todo tipo, su solicitud por las obras bellas no es interrumpida; si no se detiene en su camino; si no es negligente en afrontar nuevas batallas contra las mismas cosas por las cuales ha sido derrotado; si no se cansa de volver a empezar, cada día, a construir desde los fundamentos de las ruinas de su edificio, teniendo sobre su boca la palabra del Profeta: “Hasta la hora en que yo deje este mundo, no te alegrarás de mí, ¡oh mi enemigo! Porque he caído, pero de nuevo me levanto; estoy sentado en las tinieblas, pero el Señor me ilumina”(Miq 7,8).

Así, no cesará de combatir hasta la muerte. No se dará por vencido mientras que haya respiro en sus narices. Y aunque su nave naufragase cada día y los resultados obtenidos de su comercio terminaran en el abismo, no cesará de pedir prestado y cargar otras naves y navegar con esperanza. Hasta que el Señor, viendo su solicitud, tenga piedad de su ruina, dirija hacia él su misericordia y le dé un fuerte estímulo para soportar y afrontar los dardos ardientes del mal" (San Isaac de Siria).



sábado, 16 de marzo de 2013

Gherardini: infalibilidad no es «papolatría»


Teníamos esta entrada en carpeta desde antes de la elección de Francisco. La pensamos como complementaria de Newman contra la «papolatría». El p. Iraburu parece escandalizarse por el uso de «papolatría» pues sería un término empleado por los protestantes del siglo XVI para denostar a los católicos fieles. Ciertamente es falso que los católicos adoremos al Papa como a Dios. No existe una «papolatría» en sentido propio y formal. Pero sí existe una «papolatría» que es un error por exceso respecto del Romano Pontífice y su función en la Iglesia, con diversas manifestaciones, sean teóricas o prácticas. En esta entrada, Gherardini alude a una «papolatría» entendida como «infalibilismo». La infalibilidad es un carisma de la Iglesia y del sucesor de Pedro, mientras que el infalibilismo es una desvirtuación y una extensión del abusiva carisma petrino más allá de los límites de la Revelación. Es también una actitud no exenta de servilismo, típica en cierto modo de la mentalidad cortesana que ha sido efecto y causa de exageraciones que en último término van contra los dogmas relativos al Primado, la Iglesia y su Jerarquía. Haciendo un poco de historia, debemos decir que la expresión «papolatría» se empleó durante el Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II (recordemos que a Iraburu le gusta poner énfasis en «sacrosanto»). La usó en el Aula Conciliar el Obispo Emil-Josef De Smedt (Brujas, Bélgica) quien fuera parte del Secretariado para la Unidad Cristiana y miembro de una Comisión que redactó esquemas que luego se convertirían en documento oficiales del último Concilio. Y en el mismo sentido, también la utilizó durante el Concilio Máximo IV Saigh, Patriarca de Antioquía y todo el Oriente y cardenal de la Iglesia Católica.El término «papolatría», bien entendido, ha adquirido carta de ciudadanía en la Iglesia. Y su uso es legítimo siempre que se precise adecuadamente su definición. A impulsos del entusiasmo papólatra ya estamos viendo otro signo de «papolatría»: el atribuir a hechos y dichos del otrora cardenal Jorge M. Bergoglio un valor equivalente al de actos pontificios. Es un error de funestas consecuencias. 

A este respecto, parece muy apropiado considerar cuidadosamente las palabras del dogma: «El Romano Pontífice, cuando habla “ex cathedra”, esto es, cuando en el ejercicio de su oficio de pastor y maestro de todos los cristianos, en virtud de su suprema autoridad apostólica, define una doctrina de fe o costumbres como que debe ser sostenida por toda la Iglesia, posee, por la asistencia divina que le fue prometida en el bienaventurado Pedro, aquella infalibilidad de la que el divino Redentor quiso que gozara su Iglesia en la definición de la doctrina de fe y costumbres. Por esto, dichas definiciones del Romano Pontífice son en sí mismas, y no por el consentimiento de la Iglesia, irreformables.»Palabras sopesadas con extremo rigor. No sólo no divinizan a un ser humano, sino que, en el acto mismo de reconocerle un carisma que ningún otro hombre posee, ponen límites claros y condiciones estrictas en el ejercicio del mismo. El Papa, en efecto, «no por el hecho de ser papa» (simpliciter papatus ex auctoritate), es absolutamente infalible.»Tal vez haya llegado el momento de decir con sinceridad y firmeza lo que reiteradamente se declaró en el pasado, reciente y lejano, acerca de la necesidad de liberar al papado de esa especie de «papolatría», que no contribuye a honrar al Papa y a la Iglesia. No todas las declaraciones papales son infalibles, no todas pertenecen al mismo nivel dogmático. La mayor parte de los discursos y documentos papales, aun cuando tocan el campo doctrinal, contienen enseñanzas comunes, orientaciones pastorales, exhortaciones y consejos, que en la forma y en el contenido, están muy lejos de la definición dogmática. Esta no existe sino cuando se presentan las condiciones establecidas por el Vaticano I.

— Es necesario que el Papa hable «ex cathedra»: la expresión toma su significado de la función ejemplar y moderadora que, desde el principio, hizo del Obispo de Roma el maestro de la Iglesia universal y de la misma Roma el «locus magisterii». En uso desde el siglo II como símbolo de la función magisterial del obispo, la cátedra devino, luego, en el símbolo de la función magisterial del Papa.Hablar «ex cathedra» significa, por tanto, hablar con la autoridad y la responsabilidad de la persona que goza de la jurisdicción suprema, ordinaria, inmediata y plena sobre toda la Iglesia, y cada uno de sus fieles, pastores incluidos, en materia de fe y costumbres, pero no sin reflejos e incluso efectos disciplinarios.

— «Omnium Christianorum pastoris et doctoris munere fungens»: la frase hace explícito el contenido de «ex cathedra». Fuentes bíblicas neo-testamentarias y documentos de la Tradición confluyen en la definición del Vaticano I para afirmar que la infalibilidad del magisterio papal sólo surge cuando el Papa enseña la Revelación divina y hace obligatorias sus enseñanzas para todos.

— «Pro suprema sua Apostolica auctoritate »: es la razón formal de su magisterio infalible y universal. Tal razón es debida a la sucesión apostólica del Papa a Pedro, que entonces fue el primero, pero no el único, obispo de Roma, y Papa, en cuanto obispo de Roma. A todo sucesor suyo en la «cátedra romana» compete  todo cuanto Cristo había dado a Pedro, «ratione office, non personae». Es por ello menos correcto decir «infalibilidad personal del Papa» en vez de «infalibilidad papal». Empero, si se quiere insistir, como hace alguno, en la «infalibilidad personal», se debe distinguir siempre, en el Papa, la «persona pública» de la «privada», recordando que la «persona pública» viene determinada por su oficio.

— «Doctrinam de fide vel moribus»: debe tratarse de una verdad que se ha de creer y cualificada de la existencia cristiana, directamente contenidas o no, en la Revelación divina. Un objeto diverso de la enseñanza papal no puede pretender estar cubierto por el carisma de la infalibilidad, el cual se extiende tanto como la Revelación misma.— «Per assistentiam, divinam»: no cualquier intervención del Papa, no una simple advertencia, no una enseñanza cualquiera, están asegurados por la asistencia del «Espíritu de la verdad» (Jn.14, 17; 15, 26), sino solamente aquel que, en armonía con las verdades reveladas, manifiesta que el cristiano debe, en cuanto tal, creer y poner en práctica.Sólo con el pleno y absoluto respeto de las mencionadas condiciones, el Papa recibe la garantía de la infalibilidad; puede, por tanto, recurrirse a ella cuando se intenta obligar al cristiano en el ámbito de la fe y de la moral. Y también cabe agregar, de toda intervención papal y de las palabras que la expresan, debe resultar, junto al respeto de las condiciones indicadas, la voluntad de definir una verdad como directa o indirectamente revelada, o bien de definir una cuestión «de fide vel moribus», con la que toda la Iglesia deberá luego uniformar su propia enseñanza. 


viernes, 15 de marzo de 2013

Lupus: cuadro torcido



El día que sigue a una noche interminable no es un día común. Uno se puede bañar y verse sucio, comer y sentirse débil, rezar y mostrarse indigno. La mente late, no logra calmarse. Los sentidos se desencuentran, el sol lastima, la nube intimida, la arena del implacable reloj se incrusta en los párpados. Las ideas y las imágenes, tremendas, ridículas o consoladoras, van y vienen pero de manera infantil, a su antojo, negándose a toda disciplina. La oración se mezcla con pensamientos turbios. Todo se desacomoda, se tuerce o se ve torcido.
Cada uno es lo que es, lo que sabe, lo que espera, lo que busca. Pero en momentos extraordinarios como éste, que va desde la abdicación de Benedicto XVI hasta la elección de Francisco I, de alguna manera nos vemos empujados a ser lo primero que nos sale. Pretendemos el ánimo, el equilibrio o el anticipo exacto, pero algo nos saca de la medida ordinaria de razón y tiempo y nos convierte en, simplemente, agoreros o cantamañanas.
Rebotamos entre uno y otro, pero no podemos ser ambas cosas a la vez. Lo que debemos es tratar de no ser ninguno de ambos. Para lo cual hay que dejar que pase el tiempo y llegue la calma. Tiene que agotarse la fuerza del impacto, concluir la trasnochada.
Volver al orden nos exige enderezar lo que haga falta, el ojo o el cuadro. Y a veces este tipo de maniobra está lejos de nuestro alcance, aunque cae bajo nuestra responsabilidad. Algo parece estar mal pero no queda claro si es el cuadro, la imagen del cuadro, la propia vista. Hay que descansar, recuperarse, volver a enfocar la mirada. Hay que esperar. Evitando en principio las ocurrencias fáciles y los inútiles agravios.
Lo primero que se advierte es que las cosas parecen estar sucediendo de manera rápida y simultánea. Apenas ocurren, se disparan hacia atrás o hacia adelante. Y el proceso es inatajable para el alma. ¿Cuántos eones hace que abdicó Benedicto? Y ahora, en segundos, el papa Francisco dice, por un lado, que hay que rezar por la fraternidad universal y, por otro, citando a Bloy, que si no se confiesa a Jesucristo, se confiesa la mundanidad del demonio. Ayer era nada más que el obispo de Roma pidiendo la bendición de la Urbe, y recién, delante de todos los cardenales, deploró la noción de la Iglesia como una piadosa ONG.
Muchos eligen la dirección de su temperamento animoso y una expectativa feliz, lo que de ningún modo los hace reprensibles, ya que pueden estar en lo cierto, siempre y cuando Cristo prevalezca. Pero otros no podemos evitar, en el más llevadero de los casos, un íntimo e inmanejable desdoblamiento: queremos lo mejor, indagamos lo peor; vemos lo peor, corremos a lo mejor. Esto sí es, aparentemente, reprensible. Así que me reprendo. Por no quedarme quieto, por no esperar, por no hacer lo que me corresponde.
Si viene uno y me muestra, por alguna razón urgente, un dibujo del Hombre Gris de Solari Parravicini, a mí me van a entrar ganas de regalarle el Ángel Gris de Dolina, a ver si de algún modo derroto a su hombrecito salvador de la Argentina con un ángel sensible que no puede salir de Flores. Pero así es toda trasnoche, reino de locos o de curdas. Encima no podés evitar que el tipo te meta en el bolsillo un poco de pólvora, y te deje pensando en el color que comparten el demorado héroe y el ángel arrabalero.
Pues sí: de todos los imprevistos, fue el más inesperado. Y surrealista, incluida la aparición del cardenal Tauran en el balcón, su molesta dicción y su curioso bamboleo, que ayer me hizo presentir que algo andaba mal, pero hoy, una nada después, ya me parece un guiño cómplice de Dios, aunque no sé en qué sentido.
Que la Argentina salte de contenta me tiene sin cuidado (que algunos tengan fiebre es premio consuelo). Si los argentinos mañana carajean por buenas razones, no me extrañará; si aplauden por malas razones, tampoco; si a poco andar todo les importa un pito otra vez, menos.
Austeridad no es humildad, estoicismo no es cristianismo. Aquélla se queda corta, éste se pasa de listo. Pero le viene bien al rostro de la Iglesia sacarse el maquillaje: limpiar la curia, limpiar las cuentas, limpiar las apariencias. Ojalá. Importa más, sin embargo, la depuración de otras lacras y el restablecimiento de la virtud y el Evangelio, para conversión o escándalo del mundo, de lo cual el nuevo papa dejó anotada cierta inclinación. Pero el rumbo elegido por un papado se constata mediante decisiones, nombramientos, encíclicas, catequesis, mensajes, afirmaciones y negaciones. Se verá con el tiempo. Que sus mejores tópicos le oficien de cerrojo.
Yo no tengo fe en este papa. No tengo fe en ningún papa. Los objetos de  fe están indicados en el credo. Un papa bueno fortalece la fe; uno malo, todavía más. Me sumo a la oración común por él, para que Dios lo proteja y lo sostenga y llegue a ser un papa verdaderamente humilde, dedicado a cosas concretas y proporcionadas a su capacidad, no a propósitos desmesurados.
Soy argentino y conozco a Bergoglio, de modo que afirmar que no conozco a Francisco me suena a absurdo antropológico. No se acaba de bautizar. Pero es cierto que pasó de ser cardenal a ser pontífice, vicario de Cristo, sucesor de Pedro. Que dejó atrás su vida, su geografía, su círculo. Que cuenta con la gracia de su estado. Que no es indemne a una mudanza de esta naturaleza, en el orden temporal y en el sobrenatural. Que Dios le ha reservado un plan. Que hay que rezar por él, pedirle a Dios que lo ayude y lo sostenga, para que nos apaciente y nos confirme en la fe.
En la misma fe que nos enseña que todas las profecías van a cumplirse, de un modo que conoceremos poco a poco, de ciclo en ciclo y, al final, de día en día. Es mi alma trasnochada la que me dice que este momento extraordinario es un fuerte envión hacia adelante, en lo que tenga de bueno y en lo que tenga de malo.
Ahora hay ceniza en mi boca y arena en mis ojos, así que mejor me preparo para recibir a Cristo. Al fin de cuentas seguimos en Cuaresma, el tiempo más oportuno para enderezar el cuadro, o la vista, o la casa, o la vida entera.
Tomado de: