REALEZA SOCIAL DE JESUCRISTO Y “SANA LAICIDAD”
¿Qué hacer?
Es preciso devolver al laicado cristiano (en cuanto tal) la clara conciencia y el justo ejercicio del poder temporal cristiano que la evolución democrática de los regímenes modernos le atribuye de derecho y de hecho. Decimos bien: poder temporal cristiano. Pues ya que tratándose de un poder temporal no cristiano es notorio que la revolución se encarga no solamente de apreciar ese poder temporal de los seglares, sino de hacer de él su máquina de guerra contra la Iglesia. ¡Operación que le ha permitido expulsar a Jesucristo del orden temporal!
Y que para devolver a un laicado (cristiano) su justo poder (cristiano o temporal) es necesario no creer que mientras no se tome el gobierno haya que dejar todo abandonado.
Antes de que Dios nos conceda la gracia de un Estado conforme al derecho natural y cristiano, hay mil funciones culturales, sociales, cívicas, políticas, de las que los seglares pueden ocuparse… Sin “mandato”, aunque sin cometer intromisión alguna.
Es además preciso, para llevar a feliz término esta acción y hacerla eficaz, la educación seria de una “élite”.
Una nueva toma de conciencia debe efectuarse.
Hay que lograr una formación.
Hay que levantar una organización tan diversificada como el mismo orden de las cosas.
Tarea inmensa. Pero de la que no podemos inhibirnos sin cometer traición.
No se trata de un motín. No se trata de una usurpación. No se trata de ¡una “toma de la Bastilla”! No se trata siquiera de aquello contra lo que Pío XII clamaba ayer: la pretendida emancipación de una laicado que se dice ha sido mantenido ilegítimamente sujeto por la Iglesia desde hace veinte siglos. Siendo así que este laicado, como hemos dicho al comienzo, ha estado emancipado desde los principios del cristianismo por la efectiva aplicación de esta distinción entre lo espiritual y lo temporal. Y si hay que denunciar una puesta en tutela del laicado en la Iglesia no es la de ayer, sino la de hoy.
Nada de desorden.
Lejos de rebelarnos contra una regla, es el retorno a la regla, al orden de siempre, lo que pedimos. Muy lejos de socavar en lo que sea la autoridad espiritual de la Iglesia, somos incapaces de concebir, de amar lo que esté fuera de esta referencia a esa fuente luminosa.
Nada amargo que pueda turbar nuestra confianza en esta autoridad suprema de la Iglesia, nuestra madre, siempre conducida y animada por el Espíritu Santo.
No debemos tener ninguna baja complacencia en las críticas cuya esterilidad nos muestra un elementalísimo discernimiento. Delectación morosa que paraliza en lugar de impulsar al trabajo.
Nada tenemos que pedir, nada que desear, más de lo que la Iglesia misma ha dicho siempre que nos hacía falta, a nosotros los seglares, desear o pedir.
¿Cómo podríamos perder la esperanza en el poder y la fecundidad de ese orden, siendo divina?
Es éste el sentido de la verdadera y la justa promoción del laicado cristiano. Este necesariamente requiere, ante todo, un laicado en su sitio y dueño de su poder temporal cristiano.
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