Reproducimos hoy un artículo
cuyo contenido no compartimos por completo pero que en muchos aspectos es una
descripción bastante realista del pensamiento y las actitudes del Papa
Bergoglio.
Francisco vive en un mundo que le es ajeno
Por James Neilson
Ser
Papa tiene sus ventajas. El Santo Padre vive rodeado de aplaudidores que
celebran la sabiduría supernatural de todo cuanto dice. El fervor que sienten
es contagioso. Gritan los titulares: ¡El Papa está a favor de la paz! ¡La cree
“urgente! ¡Condena el terrorismo con firmeza! Con entusiasmo conmovedor, en la
Argentina por lo menos los fieles toman tales palabras por evidencia de que
Francisco es un auténtico líder mundial que pronto convencerá a los belicosos
de otras latitudes que ha llegado la hora de batir las espadas en rejas de
arado y las lanzas en podaderas para que no haya más guerras. El sueño de
Isaías así resumido es muy atractivo pero, según la Biblia, que a veces es más
realista que los bienintencionados dirigentes religiosos actuales, tendremos
que esperar hasta “la parte final de los días” antes de que la paz reine en
toda la Tierra.
Por cierto, no hay
motivos para suponer que los guerreros santos que pululan en el mundo musulmán estén
por prestar atención a los pedidos piadosos de Jorge Bergoglio: están demasiado
ocupados matando a quienes no comparten todas sus preferencias teológicas,
comenzando con los cristianos que todavía quedan en la inmensa región que se
extiende desde la costa atlántica de África hasta el mar de China pero que, tal
y como están las cosas, pronto morirán en matanzas o se verán expulsados.
Además de seguir las
huellas de los centenares de dignatarios eclesiásticos de diversas iglesias,
políticos e intelectuales renombrados que en años recientes han viajado a la
Tierra Santa trayendo mensajes de paz y que, casi siempre, dan a entender que
la mejor forma de asegurarla consistiría en que Israel desmantelase sus
defensas, Bergoglio se vio involucrado en un nuevo escandalete en su país
natal. No fue su culpa.
En vísperas del 25 de
Mayo, llegó a la Casa Rosada una carta escueta, escrita apuradamente en su
nombre por algún subordinado en que aludió, como es su costumbre, a cosas
buenas como la concordia, el diálogo constructivo y la convivencia pacífica. No
fue nada del otro mundo pero, sin perder un minuto para preguntarse por qué se
le ocurriría a alguien falsificar una esquela tan rutinaria, los vaticanólogos
locales, impresionados por el tuteo, un error de tipeo y otros detalles
estilísticos, decidieron que era trucha, algo inventado por los kirchneristas,
un juicio que fue avalado por el “ceremoniero”, el argentino monseñor Guillermo
Karcher, que la calificó de un “collage” hecho con “mala leche” por un “artista”.
En cierto modo lo fue, pero sucedió que “el artista” responsable de la misiva
resultaba ser el mismísimo Papa.
Desde antes de
metamorfosearse en Francisco, hay dos Bergoglio. Uno es el jefe de una grey de
más de mil millones de personas que está procurando restaurar la autoridad
espiritual de la Iglesia Católica acercándose a la gente y diciéndole que él
también cree que el mundo se ha equivocado de rumbo. De acuerdo común, es mucho
más simpático, más “humano”, que su cerebral antecesor alemán, el papa emérito
Joseph Ratzinger o Benedicto XVI. Este Bergoglio quiere adaptar la institución
que encabeza a los tiempos que corren sin romper por completo con los dos mil
años de historia en que se basa casi todo su prestigio.
El otro Bergoglio es
el hombre que, según Néstor Kirchner, militaba como el “jefe de la oposición”.
Si bien no le es dado continuar desempeñando tal rol, entre sus compatriotas
abundan los tentados a ubicar todas sus palabras, guiños y gestos en el
contexto político argentino, subrayando lo que diferencia su manera de actuar
del combativo estilo K, con el propósito de incomodar a Cristina. Parecen creer
que, como Juan Domingo Perón cuando estaba en Madrid, Francisco mueve una
multitud de hilos, manda instrucciones cotidianas a sus operadores y por lo
tanto está detrás de todas las maniobras emprendidas por la sucursal argentina
de la Iglesia Católica. De no haber sido por tal ilusión, a nadie se le hubiera
ocurrido preocuparse por la autenticidad de una carta meramente formal.
Ayudar a tranquilizar
los ánimos aparte, no hay mucho que Francisco puede hacer para que por fin la
Argentina salga del pantano socioeconómico y político en que sigue hundiéndose.
Protestar, como buen peronista, contra un orden nacional e internacional
inequitativo no sirve para mucho en un país vapuleado por la inflación que
tambalea al borde de la bancarrota y que, de no ser por la soja hoy y –¿quién
sabe?– el gas shale mañana, tendría que elegir entre intentar una revolución
capitalista dura que sería denostada por “neoliberal” por un lado y, por el
otro, resignarse a un destino de miseria generalizada. Mal que les pese a los papistas, la influencia del Sumo Pontífice
argentino en el futuro del país será escasa.
También lo será en el resto del mundo. Mientras Francisco
celebra su propia amistad personal con algunos popes ortodoxos, rabinos judíos
e imanes musulmanes, creyentes menos benévolos de distintas confesiones
religiosas hablan el lenguaje de la guerra. En el Oriente Medio, el Papa trató
de congraciarse con todos, en especial con los musulmanes palestinos que se han
propuesto eliminar de cuajo al “ente sionista”, Israel, con sus habitantes
judíos adentro.
Como los izquierdistas “antisionistas” europeos, Francisco
se manif
estó terriblemente indignado por la barrera que fue erigida por los israelíes para frustrar a quienes entraban en su país para asesinar a hombres, mujeres y niños indefensos; al recordarle el primer ministro Benjamín Netanyahu y otros voceros israelíes que, a partir de la construcción de dicha barrera, hubo llamativamente menos atentados terroristas, el Papa procuró reducir el impacto de su militancia pro palestina anterior rindiendo homenaje al profeta del sionismo, Theodor Herzl, y visitando Yad Yashem en que se conserva la memoria de los millones de judíos asesinados por los nazis.
estó terriblemente indignado por la barrera que fue erigida por los israelíes para frustrar a quienes entraban en su país para asesinar a hombres, mujeres y niños indefensos; al recordarle el primer ministro Benjamín Netanyahu y otros voceros israelíes que, a partir de la construcción de dicha barrera, hubo llamativamente menos atentados terroristas, el Papa procuró reducir el impacto de su militancia pro palestina anterior rindiendo homenaje al profeta del sionismo, Theodor Herzl, y visitando Yad Yashem en que se conserva la memoria de los millones de judíos asesinados por los nazis.
En su tesis doctoral, el líder palestino, Mahmoud Abbas
–“hombre de paz”, según Francisco–, nos explicó que el Holocausto fue una obra
conjunta de los nazis y sionistas. Abbas se ha sentido dolorido últimamente
porque la guerra civil en Siria, donde ya han muerto más de 150.000 personas en
la lucha entre el dictador Bashar al-Assad y sus enemigos igualmente brutales,
ha distraído la atención de los medios occidentales de su propia causa. Por lo
tanto, le encantó la invitación a rezar por la paz en el Vaticano con Francisco
y el nonagenario presidente israelí Simón Peres, un hombre cuyo peso político
es nulo.
No solo el Papa sino
también Barack Obama y muchos otros quisieran creer que el conflicto entre
Israel y los árabes palestinos está en la raíz de virtualmente todos los
problemas que están convulsionando al “Gran Oriente Medio”, de suerte que si
lograran reconciliarse, los islamistas depondrían sus armas. Por desgracia, el
asunto dista de ser tan sencillo como les gustaría suponer. Para Al-Qaeda y el
enjambre de agrupaciones afines que día tras día surgen en Yemen, Irak,
Afganistán, Pakistán, Malasia, el norte de África, Filipinas, el Cáucaso y
China occidental, Israel es solo una manifestación antiislámica más, “el pequeño
Satán” al decir de los iraníes, ya que el enemigo principal es Estados Unidos,
“el gran Satán”, y los países de Europa.
De caer Israel, estarían en la mira Andalucía, Sicilia y
Grecia, que antes habían formado parte del mundo islámico. Los guerreros más vehementes
aluden con frecuencia creciente a un objetivo que, como entenderá Francisco,
tiene un valor simbólico evidente: Roma.
Oponerse a la violencia y predicar a favor de la paz es
fácil, pero es muy poco probable que la breve visita papal al Oriente Medio
haya salvado una sola vida en Siria, Irak, el norte de África u otros lugares
en que los islamistas, envalentonados por el repliegue norteamericano y la
debilidad europea, están avanzando, masacrando a miles de personas de todos los
credos y de ninguno. ¿Se arrepentirán los esbirros del régimen sudanés que
encarcelaron una mujer embarazada y amenazan con decapitarla porque, según
ellos, abandonó el islam por el cristianismo, la fe en la que nació? ¿Ayudarán
las súplicas papales a las casi 300 niñas nigerianas, la mayoría cristiana,
secuestradas por los fanáticos de Boko Haram para vender como esclavas, a los
cristianos de Pakistán condenados a muerte por “blasfemia” contra el islam o
los coptos de Egipto? Claro que no.
Parecería que, como tantos otros, Francisco teme más herir
la sensibilidad tierna de sus interlocutores musulmanes que exigirles hacer
algo positivo, aunque solo fuera organizar manifestaciones callejeras
gigantescas equiparables con las que repudiaron la publicación de algunas
caricaturas insulsas danesas, para protestar contra los horrores perpetrados
por tantos correligionarios. Se entiende: hay que privilegiar “el diálogo”
entre representantes de las distintas ramas del monoteísmo abrahámico.
Pero, mientras el
Papa, Obama y otros siguen dialogando en torno a abstracciones con el presunto
propósito de alcanzar un consenso, hombres de ideas muy diferentes toman nota
de su pasividad para llegar a la conclusión de que los infieles occidentales ya
están batiéndose en retirada, huyendo en pánico de las tierras musulmanas que
habían invadido con la colaboración de apóstatas locales, y que, con tal de que
sigan atacándolos, la victoria final será suya.
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