lunes, 24 de septiembre de 2018

La pesadilla de la educación



La pesadilla de la educación. 
Por Carlos. D. Lasa. 
Esta madrugada me desperté sobresaltado. Traté de tranquilizarme para poder determinar qué me había causado semejante estado de intranquilidad. Intenté, entonces, recordar mi sueño.
Había soñado que los niños y jóvenes de Argentina eran subidos, compulsivamente, a un gran colectivo cuya única virtud era la de ensancharse para albergar a los que iba reclutando a lo largo y ancho del país. Sobre uno de los costados del ómnibus estaba inscripta esta palabra: INCLUSIÓN.
La inclusión, al modo de una epidemia ya convertida en pandemia, afectaba a todos los tripulantes. Sus cabezas no podían escapar a la lógica binaria: inclusión-exclusión. Recordé entonces el diálogo que tuviera con una candidata a ocupar una Dirección de primaria. En su oportunidad le dije: “ ¿Qué juicio le merece la ley de educación?” De inmediato me respondió: “ Me parece inadecuada porque no incluye a los mapuches”. Y yo le pregunté: “ Pero si la ley de educación se propusiese, por ejemplo, sacar idiotas en serie, ¿no le parece que sería muy bueno para el pueblo mapuche no ser incluido dentro de esa ley?” Desde su pobre lógica binaria sólo atinó a mirarme con una cara de “Ud. no entiende nada”.
La aspirante a Directora de primaria ni siquiera imaginaba que la omnipresencia de la sociología, tanto en su cabeza como en la del ómnibus con que soñé, era una consecuencia de lo afirmado por Marx en su tesis VI sobre Feuerbach cuando había reducido al hombre a la dimensión socio-histórica. A partir de entonces, el ser del hombre pasa a configurarse dentro de un mundo de relaciones socio-históricas y, en consecuencia, no estar incluido en ellas equivale a no-ser.
Volviendo a mi sueño, me pregunté qué era aquello que me había provocado tanto desasosiego. Y repasando cada secuencia del mismo, tomé conciencia que era terrible advertir que ese vehículo marchaba a la deriva. Recuerdo que algunas mentes más despiertas preguntaban al chofer: “¿Para qué estamos marchando?” Y el chofer les respondía, sin que se le moviera un músculo de la cara: “Para marchar”.
De inmediato se escuchó la voz de una Experta en Educación que les dijo a estos preguntones: “ Interrogarse acerca de dónde venimos y hacia dónde vamos es algo superado, chicos, algo filosófico”. Y prosiguió: “ Nosotros, desde que sabemos que la única realidad es este grupo socio-histórico, y que esta última la realidad depende de lo que nosotros queramos, pasamos nuestras vidas “construyendo” conocimientos y re-significándolos para que el colectivo-educación siga marchando. Nuestra práctica en el aula se sostiene a partir de un pensamiento crítico”.
Pero uno de los preguntones no pudo con su genio y le retrucó: “Pero dígame, ¿cómo será posible un pensamiento crítico si ya nos han determinado qué preguntas podemos formular y qué otras preguntas no? Ya me censuró Ud. cuando preguntamos por qué estaba marchando el colectivo?, ¿ y no censuró Ud. misma, acaso, al filosofar como algo superado?”. [Recuerdo que, hace un tiempo, le fue rechazado un plan de investigación a una investigadora en educación porque ser “muy filosófico”].
Lo más grave de mi sueño es que representaba una adecuación perfecta con la realidad. De allí que mi malestar no sólo se fuera sino que se agudizara. Comencé a repasar en qué pasan sus horas los Expertos en Educación: en fritar y refritar temas de corte puramente sociológico. Bajo una apariencia de cambio, todo queda exactamente igual. Cambian los paradigmas, es decir, lo que los miembros del colectivo van construyendo a medida que el colectivo sigue avanzando pero, claro está, esos paradigmas jamás pueden poner en cuestión al paradigma de los paradigmas: que la realidad y el hombre se reducen a una construcción histórico-social que la escuela debe reproducir. A este paradigma nadie lo discute; hay preguntas que están prohibidas. Hay que proscribir a la filosofía del espacio educativo porque ella, como decía un célebre general argentino, “aviva giles”.
Hace pocos días, una autoridad educativa reflexionaba en estos términos acerca de la realización de un próximo Congreso que reúne nos dicen a grandes expertos: “… la denominación del Congreso se realizó en función del ‘nuevo paradigma’ de las escuelas que ya no son seleccionadoras y clasificadoras, sino que pretenden ser inclusivas y esto supone el conocimiento del otro”. Habría que preguntarle a esta autoridad, ¿qué brinda y qué debiera ofrecer la escuela actual a los jóvenes que pretende incluir? Esta cuestión, ¿estará alguna vez en la agenda de las autoridades educativas y de los realizadores de los Congresos?
En determinado momento de mis divagaciones no pude dejar de recordar aquellas sabias palabras de Mattéi cuando se refería a la pedagogía procedimental. Refería Mattéi: “De este postulado de equivalencia entre la educación y la vida, la vida y los procesos, se deduce que la educación será concebida como un proceso vital indefinido de procedimientos de enseñanza que no remiten más que a ellos mismos y no a una fuente externa… En el caso de la institución escolar, se reemplaza la finalidad pedagógica, es decir, la constitución del hombre en su humanidad, o, como decía Kant, en ‘su fin último’, por la función de enseñanza. A su vez, la función de enseñanza se reduce a los métodos didácticos que se ponen en práctica, que, para concluir, se degenerarán en procedimientos mecánicos…”[1].
Yo me pregunto, entonces: en el mientras tanto, ¿qué sucede con los niños y jóvenes que van en el colectivo?
La respuesta no es demasiado compleja si se tiene en cuenta que cada niño y cada joven son considerados sólo como ciudadanos y no como personas. Su ser, reducido al contexto socio-histórico, no puede aspirar a alcanzar la plenitud de lo humano, no puede darse el lujo de pretender una educación de excelencia. Debe contentarse con viajar en el colectivo sin saber hacia dónde va; renunciar al acto de pensar; contentarse con adquirir un nivel mínimo de conocimientos que irá construyendo mientras el colectivo siga marchando. Esos conocimientos mínimos deben hacer posible que los tripulantes del colectivo adquieran un nivel óptimo de adaptación al ómnibus para que éste continúe marchando. La misma autoridad educativa referida pontificaba que la escuela trabaja “para que (se) alcance lo mínimo, básico e indispensable que necesitamos de cada ciudadano en cuanto a sus conocimientos”.
Dentro de la terrible exaltación a la que estaba sometido por mi pesadilla pude responder a aquel interrogante que Schiller, en la carta VIII de su obra Cartas sobre la educación estética del hombre, se había formulado: “¿De dónde viene, entonces, que seamos aún bárbaros?”
Fuente:


sábado, 15 de septiembre de 2018

Algo más sobre el contraprotestantismo


Un lector de nuestra bitácora nos envía el siguiente texto de J. L. López Aranguren (más información ver aquí). Autor cuya lectura no recomendamos. Pero que, en las líneas que siguen, acierta y ofrece complemento importante de los textos de Castellani y Bouyer que publicamos antes.
«…el ortodoxo, al luchar contra la herejía, acepta su propio terreno. Mas, por otra parte, se ve conducido, empujado a adoptar la posición contraria a la del hereje, a formular la antítesis de la herejía, a hacer afirmaciones de puro carácter polémico. La verdad deja de considerarse contemplativamente para ser estudiada defensiva, apologéticamente (en el primario sentido de esta última palabra). El ortodoxo se convierte de este modo en contra-reformador. Así, por ejemplo, la Iglesia postridentina se ha visto forzada por la unilateralidad fideísta e interiorizante de la Reforma, a poner el acento, como escribe von Balthasar, sobre las "obras" y la "institución". Reaparece con ello otra vez, por lo menos en cierta medida, la "teología del no" de que antes hablábamos, y se rompe el perfecto equilibrio de la vida cristiana.
El resultado de este doble proceso […] es que aun salvándose, por supuesto, la ortodoxia, porque las puertas del Infierno no pueden prevalecer contra la Iglesia, se estrechan las perspectivas teológicas y se empobrece la verdad cristiana en cuanto vivida. A causa de esta insoslayable vinculación de la ortodoxia contra-reformadora a la herejía correspondiente, se produce durante épocas enteras el oscurecimiento de verdades absolutas, el paso temporal a segundo plano de jirones de realidad, el descuido de lo que queda entre las dos partes.
En el caso que a nosotros nos ocupa ahora, el de la Contrarreforma, los ejemplos que podrían traerse son varios. El de la Biblia es quizá el más visible. Por reacción contra el unilateral biblicismo de los protestantes, el católico se ha visto privado en la práctica, hasta hace pocos años, de la directa y frecuente lectura de la Palabra de Dios. Análogamente, por reacción contra el principio protestante del sacerdocio general de los fieles, el laico católico ha carecido, durante siglos, de la participación activa en el culto divino y, en general, en los asuntos de la Iglesia, esa actuosa participatio de que habla Pío XI. La debilitación de la idea del Corpus Ecclesiae mysticum durante toda la época contra-reformadora del catolicismo, es otra muestra de lo mismo. Debilitación solamente, no, claro es, pérdida, pues que se trata de una realidad esencial al catolicismo.
[…] sería imperdonable que fuésemos injustos con la Contrarreforma. Es verdad que el contra-reformador, a causa de su misma actitud, está condenado a vivir el cristianismo parcialmente. Pero esta limitación no es culpa suya, sino que viene dada por la situación espiritual —defensa, controversia, lucha—, en que, sin quererlo, se ve forzado a vivir religiosamente. ¿Remedio a su alcance? Únicamente humildad y paciencia. Nada se puede hacer sino esperar que alguna vez se cierre el período; pero como la historia no se acaba, entonces se abrirá otro nuevo. He aquí el misterio de la historicidad de nuestra religión. No sólo el contra-reformador, todo cristiano está condenado a vivir su religión de manera incompleta, y tiempo vendrá en que a nosotros, católicos de hoy, se nos haga este mismo reproche. Pues el cristianismo es demasiado grande para que pueda ser realizado en su plenitud por ninguna época, por ningún hombre


miércoles, 5 de septiembre de 2018

La última tontería de Maradiaga


Hace unos días, el cardenal Oscar Rodríguez Maradiaga declaraba en una entrevista lo siguiente: «Pedir la dimisión del Papa a mi juicio es un pecado contra el Espíritu Santo, quien en definitiva es el guía de la Iglesia, como decimos en el Credo: "Señor y dador de vida"» (aquí). Los pecados contra el Espíritu Santo son aquellos que se cometen con refinada malicia y desprecio formal de los dones sobrenaturales que nos retraerían directamente del pecado (ver aquí, n. 268 y ss.). Por lo cual hay que preguntarse sobre la naturaleza de la renuncia del Papa a su ministerio para ver si la opinión de Maradiaga tiene algún sustento doctrinal.
¿Qué es la renuncia del Papa?
«La renuncia del Romano Pontífice, llamada también abdicación o dimisión, consiste en el abandono voluntario del oficio primacial por el Papa. Dado el carácter específico de la misión del Sucesor de Pedro, no le son aplicables todas las causas jurídicas de la pérdida del oficio eclesiástico (cf cc. 184-196)».
El Papa, ¿puede renunciar a su Oficio?
«El c. 332 § 2 en primer lugar –haciéndose eco de la discusión medieval- indica claramente que el Romano Pontífice puede dimitir. Del mismo modo que el Papa es elegido por los cardenales y consiente libremente en esta elección, también puede retirar su consentimiento sobre la permanencia en el oficio supremo».
¿Por qué motivos puede renunciar?
«la causa de la renuncia del Papa debe ser proporcionada a la importancia del oficio, y por eso –en el caso del Obispo de Roma– gravísima, aunque queda a la libre valoración y a la conciencia del Sumo Pontífice. Para la validez de la dimisión no se requiere ninguna causa concreta, pero en la doctrina se indican genéricamente: la necesidad o utilidad de la Iglesia universal y la salvación del alma del Papa mismo. En la historia se enumeraban también algunas circunstancias concretas: irregularidad canónica, pública conciencia de un delito cometido, el odium plebis que no se podía corregir o tolerar, el deseo de evitar el escándalo, la falta de discreción de juicio, enfermedad, vejez, inhabilidad para ejercer su misión, deseo de llevar la vida religiosa o eremítica». (ver aquí).
Visto lo anterior, cabe concluir que la afirmación de Maradiaga carece de fundamento doctrinal. No es más que una expresión de «papolatría».
Quienes piden la renuncia de Francisco, por circunstancias concretas de su pontificado que están previstas por la doctrina tradicional no pueden ser acusados de pecar contra el Espíritu Santo.


sábado, 1 de septiembre de 2018

La descomposición del contraprotestantismo


En una entrada ya publicada reproducimos un texto del P. Castellani en cual se dibujan los grandes trazos de un proceso histórico de la Iglesia post-tridentina: «…la actitud polémica también influyó malamente en el Catolicismo […] Una gran parte del Catolicismo moderno -sobre todo en España y aledaños- se ha edificado sobre el Concilio de Trento más que sobre el EVANGELIO; es decir, se ha configurado en contra del Protestantismo; lo cual comporta una especie de imitación subconsciente. No se mueve libremente el que esgrime contra otro: depende del otro en sus movimientos». En otra entrada citamos pasajes del dominico Regamey, en los cuales se advierte sobre los peligros del «integrismo». Reproducimos hoy unas páginas de L. Bouyer que agregan más líneas para ir completando el cuadro.
Hemos destacado ya cómo la Reforma del siglo XVI había suscitado en la Iglesia católica la reacción profundamente insuficiente, no satisfactoria, de lo que se ha llamado la Contrarreforma. Esta, en la medida en que merece su nombre, en vez de haber contribuido a restaurar una catolicidad integral se ha limitado a hacer del catolicismo un simple contraprotestantismo, al igual que la Reforma había degenerado en Contraiglesia.
La misma reacción debió reproducirse en las masas católicas y agravarse ahí una primera vez después de la Revolución francesa y una segunda después del movimiento modernista, a principios del siglo XX. En el primer caso se tendrá como resultado lo que se ha denominado el tradicionalismo; en el segundo caso, el integrismo. Pero así como el tradicionalismo de José de Maistre y de Luis de Bonald no representaba una recuperación de la verdadera y auténtica tradición católica, tampoco el integrismo moderno es la restauración de su integridad. El tradicionalismo, al oponer la tradición a la libertad y a la razón, ha hecho una rutina mecánica y no inteligente que se pasa de mano en mano simplemente sin tratar de asimilarla ni, con mucha más razón, de comprenderla. El tradicionaliasmo, pues, se ha revelado ya, a lo largo del siglo XIX, como el peor enemigo del verdadero redescubrimiento de la tradición católica única digna de este nombre, tal como Newman y Mohler trabajaron para restaurarla. El integrismo, a su vez, tiene como perfecto el relleno entre rutina y tradición, rehusando admitir todo desarrollo de ésta, confundido con una evolución simplemente destructora y disgregadora. Con el mismo golpe endureció todavía la oposición entre la autoridad y la libertad, queriendo elevar la autoridad por encima de la tradición, como se había caído en la tentación anteriormente de elevar la tradición por encima de la Escritura para aplanar, si ello fuera posible, todo lo que se temía que iba a salir de la una o de la otra. Pero el integrismo, como el tradicionalismo antes que él, no es evidentemente viable.
El tradicionalismo del siglo XIX provocó pues en su discípulo más grande, Lamennais, la reacción de un futurismo demagógico exasperado: la sustitución sistemática de la vox populi, vox Dei, por una concepción de oráculo de la autoridad patriarcal de los pontífices y de los reyes. El integrismo, con el cual la ortodoxia, oficial y popular a la vez, tendía en el catolicismo a confundirse, desde el modernismo y su represión, desde el instante en que la autoridad aflojara su presión, debía suscitar la reacción paralela, pero más brutal todavía, del progresismo contemporáneo. A una tradición indebidamente congelada, sostenida intangible por medio de una autoridad encogida sobre sí misma, la primera relajación, que representaba el reinado de Juan XXIII y el Concilio, haría suceder no la reviviscencia de la tradición auténtica, para la cual no estaban preparados ni la masa ni la mayor parte de sus jefes, sino la disolución de todo sentido tradicional. Una libertad que la autoridad se había cuidado exclusivamente de reprimir para guardar la ocasión o la posibilidad de proseguir su educación, dejada ahora a sí misma, no sabe sino fluctuar a la deriva.
Aquí es donde las inercias propiamente católicas -yo quiero decir del catolicismo moderno- añaden su peso al vértigo dialéctico de las reacciones que acabamos de analizar. Por haberse limitado a «conservar», a «proteger», a «defender», los órganos directores dentro del catolicismo moderno, no supieron guiar, inspirar, suscitar el desarrollo viviente de la tradición católica en todo el cuerpo de los fieles. Estos, pues, no escapan a una inmovilidad pasiva sino para ceder sin resistencia a las presiones de fuera. En estas condiciones, ellos no pueden atestiguar la vitalidad de un organismo que, sin embargo, les pertenece todavía, pero del cual, en demasiado gran número y desde hace ya mucho tiempo, no participan.
Es preciso llegar a una nueva toma de conciencia de esta vitalidad, que es la de la tradición desembarazada de todas estas falsificaciones, si se quiere salir de la crisis católica presente y ayudar así a protestantes y anglicanos a salir de la crisis de su propio ecumenismo para que volvamos a reunirnos todos juntamente con los ortodoxos en la Una Sanctade la cual la cristiandad dividida y el mundo desgarrado tienen más necesidad que nunca.
Fuente:
Bouyer, L. La Iglesia de Dios. Madrid, 1973, pp. 186 y ss.