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Fr. Alberto Colunga, OP. |
(III) Contenidos.
Entendemos
aquí por contenidos de las revelaciones
privadas el mensaje comunicado al beneficiario. Este mensaje se recibe de modo particular,
es decir por fuera de la revelación pública de la Iglesia, contenida en la
Tradición y la Escritura, propuestas por el magisterio. Los contenidos de una
revelación particular pueden ser diversos, pero una manera aproximada de
sistematizarlos es comparándolos con el objeto enseñado por el magisterio eclesial,
que puede ser primario (fe y
costumbres) y secundario (cuestiones
conexas con el objeto primario).
El
contenido de las revelaciones privadas lo constituye siempre una o varias
proposiciones de carácter religioso. Por razón de dicho carácter se
identificarán con las verdades reveladas y contenidas en el sagrado depósito,
se opondrán a ellas, tratarán tal vez de completarlas; en todo caso, tienen al
menos un nexo con el depósito de la revelación. Desde el momento que Dios
ha confiado al magisterio pontificio la custodia e interpretación
auténtica de la revelación pública en toda su integridad, no puede dejarse
de reconocerle el derecho de dar un juicio sobre el contenido de las
revelaciones privadas.
Por los
límites que nos hemos impuesto en estas entradas nos parece importante ahora
enumerar algunas reglas -tomadas del un trabajo del dominico Alberto Colunga- usuales para valorar el contenido de las revelaciones
particulares:
- Primera
regla: si el contenido se conforma a la verdad revelada, o no. En el primer caso
podrá ser la aparición de origen divino, pero en el segundo ciertamente no lo
tiene. Lo que se opone a la fe, a la moral, o al sentir común de la Iglesia, se
ha de rechazar.
- Si el
contenido se opone “no sólo a cuanto la Iglesia enseña como formalmente
definido, sea en materia de fe o de moral, sino a la enseñanza ordinaria de
la misma, a su disciplina, costumbres, en fin, a cuanto signifique el espíritu
de la misma Iglesia”, también se ha de rechazar. Benedicto XIV refiere el
episodio de Pedro de Luca, que, a principios del siglo XVI, se atrevió a
predicar en la catedral de Mantua, que, según había sido revelado a un alma santa,
la concepción del Señor se había realizado, no en el útero de su madre, sino en
el corazón. La sentencia del predicador fue condenada y también reprobada la
profecía de la santa, que la había inspirado.
- Todavía
más. Aparte de las doctrinas que la Iglesia enseña y que los cristianos
estamos obligados a aceptar, existen, en las escuelas teológicas, muchos puntos de doctrina, que la Iglesia
permite discutir libremente y defender
sobre los mismos opiniones diversas. Si en las visiones o revelaciones de
que tratamos, se definen o se condenan
sentencias que en las escuelas se discuten libremente con la anuencia de
la Iglesia, tampoco se han de tener como de origen divino tales
revelaciones. El vidente se atribuye una ingerencia en la vida de la
Iglesia que no le corresponde. Las revelaciones privadas, que miran directamente
a la persona que las recibe, no pueden afectar a las doctrinas de la
Iglesia o a la conducta de la misma sobre la tolerancia de tales
doctrinas. El criterio de Benedicto XIV es que semejantes definiciones se
han de atribuir a la mentalidad del vidente, que introduce sus propias ideas en
las revelaciones, supuesto que no sea pura fantasía o engaño del demonio.
- Lo
mismo se ha de afirmar si en semejantes apariciones o revelaciones se introducen materias científicas, históricas, etc., extrañas a las doctrinas religiosas.
Tales materias no se han de tener como objeto de revelación. En los mismos
profetas, maestros de nuestra fe, vemos no raras veces que emplean
materias científicas o históricas, no como objeto de su revelación o
enseñanza, sino como elementos de expresión para hacerse entender por aquellos
a quienes directamente hablan. Durante mucho tiempo se ha creído por
muchos que tales elementos científicos eran objeto de la enseñanza de los
profetas, pero la exégesis bíblica dirigida por la Iglesia, acabó por
definir lo que en los textos escriturarios representan tales materias
científicas. Mucho más hemos de decir esto de las revelaciones privadas
que carecen del carácter de infalibilidad.
- Finalmente
se han de excluir de la revelación divina todas aquellas materias que no conducen a
la edificación, las cosas de pura
curiosidad, así como las revelaciones
difusas, razonadoras y más aún las que se
entrometen a discutir. Como Dios es el que en ellas habla, no
gusta de razonar y disputar; sus palabras son breves, como órdenes de la
autoridad soberana.
El P.
Godínez resume bien cuanto hasta aquí llevamos dicho: «Quiero terminar
encargando mucho a los maestros espirituales, que tengan grande cuenta con
las revelaciones dogmáticas, doctrinales y proféticas, en donde se revela
algo acerca de la doctrina y costumbres, pecados, vicios y virtudes, para
ver si lo que se revela desdice algo de los usos recibidos, de la doctrina
común de la Iglesia, de las tradiciones antiguas, de la Sagrada Escritura
y de la doctrina de los Santos Padres, pues, en tal caso, estas
revelaciones dogmáticas son malas o muy peligrosa; y con ser todo el camino de revelaciones
y éxtasis en la vida espiritual muy peligroso, el camino de las revelaciones
dogmáticas es peligrosísimo. Lo mismo digo de las revelaciones proféticas,
mayormente en mujeres, que son muy peligrosas y poco provechosas».
Evaluado
el objeto de las revelaciones o apariciones, si éste es abiertamente malo, el problema
está resuelto negativamente; pero, si es bueno, todavía no podemos dar por sobrenaturales
tales revelaciones.
Es preciso, pues, estudiar el sujeto de estos fenómenos, porque
las condiciones del mismo ayudan a conocer la naturaleza de lo que nos cuenta.
En efecto, dado que la revelación privada es un mensaje recibido por una
persona, que luego lo comunica a otros, se deben tener en consideración las
incidencias que imprime la subjetividad del beneficiario en la comunicación de
lo revelado. En sus comunicaciones el
Espíritu Santo se acomoda a la condición humana, cultural y temperamental de
los beneficiarios y se sirve de esas condiciones suyas para los fines que
se propone al escogerlos. Y así:
- Conviene
notar si la persona vidente es hombre o mujer, pues la diferencia de sexos determina muchas veces diversos temperamentos y
disposiciones psicológico-morales.
- Sea
el vidente hombre o mujer, se debe observar la edad del mismo, porque no es la misma la psicología del niño,
que la del hombre maduro.
- Los
antiguos insistían mucho en observar el temperamento
de las personas y tachaban sobre todo a los «melancólicos». Hoy la ciencia médica ha descubierto bajo esta
«melancolía» muchos otros fenómenos o enfermedades, que un teólogo debe tener
en cuenta, cuando se trata de apreciar el testimonio de ciertas personas.
- Los
teólogos convienen en que las visiones y revelaciones no son signos infalibles
de santidad. Sin embargo, el Señor
no suele conceder sus gracias a almas que no estén de algún modo preparadas
para recibirlas. El P. Godínez dice a este propósito «Espíritu de poca virtud y
de mucha revelación bien parece iluso, conforme a buena razón». Pero no todas
las leyes de la discreción de espíritus tienen un valor absoluto y pueden darse
excepciones. La que sí creo que tiene que no admite excepciones es ésta: no
merecen crédito ninguno los testimonios de las personas milagreras y amigas de
divulgar las gracias que creen haber recibido del cielo. En igual categoría
hemos de colocar aquellas personas que sueñan con tales comunicaciones, que las
desean, que las piden, o que hacen fingidos actos de humildad con el fin de
merecerlas.
- Muy
relacionada con esta norma es otra en que insisten mucho los maestros de la
vida espiritual, a saber, que el agraciado con esas visiones debe temer ser víctima de alguna ilusión
propia o engaño diabólico.
- Por los frutos se conoce el árbol, dice
Jesús, y por los efectos que causan en el alma las visiones se distingue la
condición del espíritu que las produce. Dios obra como redentor de las
almas y en todo mira a realizar la obra redentora; el diablo obra siempre
como tentador, que mira a la ruina de las almas. Los videntes de Lourdes y
de Fátima nos ofrecen la confirmación de esta norma. Desde los primeros pasos
de las comunicaciones divinas, la acción del Espíritu Santo es en ellos manifiesta.
Los maestros de la vida espiritual advierten a los directores de las almas
agraciadas con estos dones la regla utilísima, que aquí se les ofrece. Visiones
o revelaciones que no miren a la
perfección del que las recibe, deben ser rechazadas como falsas; pero,
si, al contrario, producen en las almas frutos de santidad, deben ser
acogidas como dones del Señor. Los teólogos afirman que tales gracias no
arguyen santidad en quien las recibe y aducen en confirmación el caso de
Balaam y el de Caifás. Pero éstas son excepciones, que confirman la regla,
y la regla es que la profecía ordenada al bien común, empieza causando ese
bien en el mismo que la recibe, como miembro que es de la comunidad, a
cuya utilidad se ordena la profecía.
Por
último, quedan por examinar algunas circunstancias, que rodean las
visiones o apariciones y que pueden contribuir a formar juicio sobre el
contenido de las mismas.
- Primeramente
la honestidad o decencia con que se
presentan. Toda visión que vaya acompañada de cosa que desdiga de la
santidad de Dios hay que tomarla por cosa no divina. Si, al contrario,
todo en ella es honesto y no desdice de la santidad de Dios, no podremos
condenarlo como malo, aunque tampoco lo daremos por divino.
- Otra
circunstancia que hay que considerar es la frecuencia
de tales fenómenos. En las vidas de algunos santos se nota que las
visiones o comunicaciones divinas son muy frecuentes, y así no podríamos
calificarlas de no divinas por sólo esta circunstancia. Será preciso para
ello considerar otras cosas, por ejemplo los efectos que causan en el
alma, la vida de ésta. Sin embargo, por el capítulo de la frecuencia tales
fenómenos se hacen sospechosos. Es muy posible que procedan de alguna
enfermedad, ya que no sean del espíritu maligno. Cuando los videntes
son muchos, podremos tener muchos testigos, pero también puede ser que
tengamos muchos sugestionados. En Limpias eran muchos los que decían ver
los movimientos del rostro del Santo Cristo; pero sin duda que no había
más que un fenómeno de sugestión, un contagio psicológico. Sin embargo, en
Fátima el fenómeno del sol fue visto por muchísimos más, y no es probable
que allí hubiera contagio de unos sobre otros. En cambio, en Lourdes,
parece que también hubo muchas personas, que decían ver a la Virgen, pero la
testigo verdadera de las apariciones, a juicio de la Historia, fue
Bernardita. Muchas circunstancias, entre ellas la santidad de su vida,
desde las primeras apariciones, la hicieron acreedora al titulo de testigo
de la Virgen.
- Cuando
se trata de apariciones, en las que se puede entrever algo útil desde el
punto de vista humano, v. gr., el origen de un santuario, hay que
guardarse mucho de pronunciar un juicio sobre el suceso. Cuando Dios
otorga esas gracias, sólo pretende el bien espiritual de los agraciados y
de la Iglesia. Por eso, si en tales fenómenos se deja ver algún interés terreno, hay que dar por seguro que lo
divino, si lo hubo, está pervertido por lo humano, y Dios, dejará de
obrar. Lo más probable es que no haya habido allí nada de divino.