domingo, 29 de octubre de 2017

Individualismo y Devotio moderna


Tal vez alguno suponga que la crítica a la Devotio moderna es una frivolidad «neomodernista» de L. Bouyer, un invento «sedevacantista» de C. Disandro, un exabrupto de A. Caponnetto, una deriva «liberal» de F. Arocena, etc. En realidad es una cuestión tratada por numerosos historiadores de la liturgia y la espiritualidad tanto anteriores como posteriores al Vaticano II. En este punto se observa una pacífica «continuidad».
En una entrada precedente transcribimos unas páginas de F. Arocena (aquí), como muestra de la crítica post-conciliar a la Devotio moderna. Ofrecemos hoy nuestra traducción de las páginas de un manual publicado en 1941 -seis años antes de la Encíclica Mediator Dei- que esperamos sirva como ejemplo de crítica pre-conciliar.  
Cabe anticipar la conclusión del autor: uno de los rasgos de la Devotio moderna es su individualismo, del cual se sigue el poco aprecio por la Liturgia. Lo que el autor difícilmente pudo prever en la década de 1940 es cómo la difusión de esta mentalidad debilitaría los anticuerpos eclesiales para resistir a la reforma litúrgica de Pablo VI. 
La reforma litúrgica, emprendida por el Concilio de Trento y llevada a cabo por los Papas subsiguientes, logró corregir los libros rituales y establecer la unidad de la Liturgia en todo Occidente, pero no pudo restaurar la Liturgia como fuerza vital por excelencia del catolicismo. Sin dudas, la Liturgia conserva en el siglo XVI la misma virtud santificadora con la que regeneró otrora la sociedad pagana y después a las masas bárbaras desencadenadas sobre Europa. Pero desde el siglo XIII la sociedad porfiaba en sustraerse de la influencia benéfica de la Liturgia, para aislarse en una piedad individualista, desembarazándose de todos los ritos sensibles así como de otros tantos obstáculos para entrar directa e inmediatamente en contacto con Dios.
Esta tendencia es singularmente favorecida por el protestantismo, enemigo radical de la Liturgia.
«Los artículos, en apariencia numerosos, del programa de los autores de la Reforma se reducen a un concepto central: unir inmediatamente al hombre con Dios, por la supresión de todos los intermediarios que pretenden interponerse entre estos dos términos. Fue necesario, en realidad, esperar hasta el final del siglo XVIII para ver a los sucesores de Lutero sacar de esta idea sus últimas consecuencias. Sin embargo, el principio había sido puesto desde el origen. Donde el católico encuentra medios de ir a Dios, el protestante ve obstáculos que traban el ascenso de su alma. El dogma, la tradición, los marcos de una sociedad visible, el magisterio, el sacerdocio, los sacramentos, los ritos, en suma, todas las “instituciones” que caracterizan a la Iglesia “romana” son condenadas a desaparecer como un peso muerto, que la religión arrastra detrás de sí, como una ganga que debe extraerse del oro de la verdadera fe, como un capullo muerto e inerte, reliquia congelada del largo invierno medioeval, donde el espíritu, llegado a su pleno estío, se apresura a desplegar las alas a fin de emprender vuelo hacia el ideal» (1).
Esta guerra promovida contra las «instituciones romanas», más claramente, contra la Liturgia católica, con su Jerarquía, Sacrificio, Sacramentos, Sacramentales, Oficio, se deduce lógicamente del principio fundamental del protestantismo. Si la justificación es efecto exclusivo de un acto «de fe sin obras»; si para agradar a Dios basta con aparecer revestido del manto de méritos de su Hijo, Jesús; si para leer los pensamientos divinos basta abrir la Escritura e interpretarla a su talante; si, en una palabra, la salvación es un negocio estrictamente privado, que se trata a solas con Dios, ¿para qué el estorbo de la Jerarquía y la complicación de ritos inútiles y hasta nocivos?
León X y el Concilio de Trento pueden condenar uno a uno los errores luteranos; las iglesias particulares pueden sacrificar sus propias liturgias para unirse más estrechamente a la Iglesia-Madre y defender las «instituciones romanas» de los ataques de la herejía, celebrándolas con un espíritu social llevado hasta el punto de la uniformidad de palabras y gestos; el protestantismo, más precisamente, el individualismo protestante, no por eso dejaría de infiltrarse en el campo de la piedad cristiana. La devoción particular se intensifica cada vez más, ora inspirándose en la liturgia, ora, lo que es más frecuente y desastroso, yendo en contra de la espiritualidad litúrgica. Es de esta época, en efecto, que datan los Manuales de piedad y Libros de meditación, que se cubrirían de mayor gloria y producirían más frutos de santidad si se asociaran los esfuerzos individuales de los fieles para la celebración en común de esa obra realmente social –negación de las falsas aserciones protestantes-, que es la Liturgia. 
La historia de la conversión de los benedictinos de Caldey (comunidad nacida en el protestantismo, desarrollada en el protestantismo y traída hace pocos años (1912), de la mano de la Liturgia, al seno de la Iglesia romana), demuestra que, si la sociedad del siglo XVI, fiel al catolicismo, hubiese sacudido la devoción individualista y entrado en las catedrales, para celebrar en ellas con la Jerarquía la solemne Liturgia de otros tiempos, por cierto, habría aplastado, desde luego, la cabeza de la serpiente…
Pues es precisamente porque la sociedad se siente incapaz de tal reacción, que la serpiente infiltra en los fieles el veneno del individualismo, hoy protestante, mañana jansenista, luego racionalista.
Tomado y traducido de:
Coelho OSB, Antonio. Curso de liturgia romana. Tomo I, pp. 231-232 (disponible, aquí).

viernes, 20 de octubre de 2017

Cataluña es más grande

Cataluña es más grande
Por Francisco José Soler Gil
Habían hecho muchos cálculos los ingenieros del «procès». Contaban con factores evidentes, como la apatía política del español medio, la acreditada imposibilidad de los partidos nacionales para actuar en equipo, la consiguiente debilidad crónica del gobierno central, los mil complejos de inferioridad, de culpa, y de deuda impagable que determinan la acción (o más bien la inacción) de las instituciones del Estado frente a las autonomías, etc., etc.
Nadie intervendría. Nadie haría nada en serio por frenar la secesión. A nadie le iría nada en el tema, ni nadie estaría dispuesto a una resistencia, que parecería ridícula en un contexto así. Al final, no quedaría sino rendirse ante los hechos consumados: el referéndum, las leyes de desconexión, la proclamación de la República Catalana... Todo paso a paso, muy bien medido, y refrendado por la mayoría actual en la generalitat. Imparable.
El proceso estaba calculado en detalle, con seriedad y solvencia. Y sin embargo...
Y sin embargo el escenario más probable, en estos momentos, es que el «procès» desemboque en una suspensión temporal de la autonomía catalana, y en un proceso de otro tipo ―penal, por un delito de rebelión― contra los principales líderes implicados en los acontencimientos catalanes de los últimos meses.
¿Qué ha fallado, pues, en los cálculos de los ingenieros de la independencia? Varias cuentas. Pero me gustaría llamar aquí la atención especialmente sobre una de ellas: Cataluña es incomparablemente más grande de lo que los independentistas creen.
Y es que, en un alarde pasmoso de estrechez de miras, los ideólogos del independentismo consideran que una fuerza política de dos millones de votos expresa la voluntad general de Cataluña. ¡Dos millones!
Pero no. Cataluña es incomparablemente más grande que eso. Cataluña abarca también, para empezar, a los bastantes más de dos millones de votantes que no han querido participar en la farsa del referendum del 1-O. Pero no sólo a ellos. Cataluña es también la tierra de los muchos catalanes que se han marchado de allí. No pocos de ellos hartos de la atmósfera asfixiante que el nacionalismo ha creado desde hace décadas en esta región ―tantas veces con la aquiescencia, doloroso es decirlo, de las instituciones estatales que hubieran debido impedirlo hace mucho tiempo―. Otros simplemente por negocios, o por trabajo, o por motivos familiares. No viven ahora en Cataluña, pero es tan suya como pueda serlo de Puigdemont, o de Junqueras.
Más aún, Cataluña es la tierra madre de todos los que llevamos con orgullo un apellido catalán. Aunque nuestras familias dejaran ese suelo hace ya varias generaciones. Y lo que los nacionalistas pretenden, en el fondo, es declararnos extranjeros en el país de nuestros antepasados.
Más aún, tienen título sobre esta tierra cuantos vinieron a trabajar a ella, siquiera temporalmente, desde las demás regiones de España, y contribuyeron con su esfuerzo a hacerla grande. Y todos los habitantes de las regiones que fomentaron su prosperidad, mediante la aplicación de múltiples legislaciones del Estado español, ventajosas hacia las industrias catalanas ―legislaciones que a veces perjudicaban a las empresas de otras partes del país―.
Pero es que, además, existe una Cataluña espiritual, que abarca, por ejemplo, a los lectores y admiradores de gigantes como Josep Pla, que han aprendido, de su mano, a amar y hacer suya la dulce tierra ampurdanesa. Que abarca a los oyentes de Albéniz, de Granados, de Pedrell ―¡qué enorme porción de la música más española ha sido compuesta por catalanes!―. A los admiradores de Dalí. A los numerosísimos donantes españoles que están contribuyendo, orgullosos y fascinados, a la edificación de la Sagrada Familia... ¡Qué grande es Cataluña, realmente!
¿Y qué esperaban entonces los independentistas? ¿Qué todos nosotros, ligados por múltiples vínculos de sangre, de descendencia, de trabajo, y de espíritu con la tierra catalana, asistiéramos con indiferencia al proceso de despojarnos de ella? ¿De declararnos extranjeros en ella, por la voluntad de unos pocos, que han decidido que ellos, y sólo ellos, son Cataluña?
Algunos se sorprenden aún de las múltiples banderas de España que están floreciendo estos días en los balcones de todo el país. Y se sorprenden de que los partidos nacionales, a pesar de los negros odios que los separan, se estén poniendo de acuerdo para hacer frente juntos al desafío secesionista. Y de que un pueblo que parecía dormido, e incapaz de luchar por nada, se esté despertando con la energía y la decisión con que lo está haciendo ahora.
No se sorprenderían tanto si supieran cuánto nos importa Cataluña a millones de españoles. Y qué sentimientos provoca el injusto despojo que se está intentando perpetrar. Catalanes somos todos los que nos sentimos familiar, ancestral, laboral y espiritualmente vinculados con Cataluña. A nosotros no nos han incluido los separatistas en su censo de votantes. Pero ese es su problema. Y en cualquier caso no deberían extrañarse de que, llegadas las circunstancias, estemos dispuestos a defender nuestro patrimonio.

Fuente:


lunes, 16 de octubre de 2017

Los sofismas del papa Paco

Francisco José Soler Gil es un filósofo al que encontraremos con frecuencia recorriendo la comarca fronteriza entre las ciencias naturales y la filosofía. El escarpado y neblinoso paraje donde confluyen la ciencia, la filosofía y la teología resulta especialmente de su agrado, como muestra la obra que publicara junto con Martín López Corredoira en Ediciones Áltera (¿Dios o la materia?). La redacción de El Manifiesto se adentra ahora en ese terreno agreste, para recabar su opinión acerca del pontificado del papa Francisco I.
P.― Usted fue de los primeros en alzar la voz de alarma, a los pocos meses del inicio del pontificado de Francisco I, y lo hizo precisamente desde las páginas de El Manifiesto («Quo vadis Franciscus?»). Lo acusaba entonces de relativismo, y de dilapidar el legado de sabiduría de sus predecesores. ¿Mantendría hoy esas palabras?
R.― No sólo las mantendría, sino que tendría que subrayarlas. Pues en 2013 aún era posible concederle el beneficio de la duda: podía ocurrir que aquellas primeras declaraciones intelectualmente disolventes del pontífice fueran efecto de deslices involuntarios de un personaje frívolo y poco experto en temas de pensamiento. Que el personaje es frívolo, ha quedado entretanto sobradamente demostrado. Como también sus carencias filosófico-teológicas (entre otras). Pero no creo que ya a estas alturas haya nadie que siga pensando que lo suyo son deslices involuntarios. Ni tampoco malentendidos por parte de los medios. Es evidente que no lo son: nos encontramos ante un sofista de tomo y lomo.
P. ― ¿Por qué un sofista?
R. ― Me explicaré. El amor apasionado a la verdad es un presupuesto básico de la filosofía. Un amor apasionado hasta el punto de que, desde Sócrates en adelante, en Occidente muchos han estado dispuestos a morir por ideas que consideraban verdaderas. Y ese sacrificio ha sido un impulsor decisivo de nuestra cultura: uno de los principales motores del despliegue de nuestra civilización occidental.
Pues bien, lo más opuesto al amor apasionado a la verdad es la actitud sofística. El sofista emplea las palabras y los argumentos para dirigir al auditorio en la dirección que desea, pero sin jugar limpio: no lo hace con conceptos claros que respeten el significado común de los términos; ni con argumentos consistentes que respeten las reglas de la lógica. Esforzarse por los conceptos claros y los argumentos bien construidos es propio del amor filosófico a la verdad. Pero el sofista no se interesa por estas cosas, porque no cree en la verdad. Lo suyo es usar cualquier arma retórica que el lenguaje pueda proporcionarle –legítima o no– para mover al interlocutor hacia determinados pensamientos o acciones en los que está interesado.
P. ― ¿El papa Francisco no cree en la verdad?
R. ― No.
P. ― Ésta es una afirmación rotunda. ¿Podría justificarla de algún modo?
R. ― Para justificarla bien hay que descender a considerar los múltiples casos concretos en los que el papa ha actuado como un sofista. Hay algunos sitios de Internet (como el benemérito blog Wanderer, en nuestro ámbito hispanohablante) donde están quedando documentados esos casos, uno por uno, con un detalle analítico y una paciencia que muestran no sólo la miseria intelectual de este pontificado, sino también la pasión filosófica de los que participan en el esfuerzo desenmascarador. También hay filósofos de primera fila, como Robert Spaemann y Josef Seifert, que han puesto el dedo en varias de las llagas más sangrantes.
Pero, si usted quiere, le puedo mencionar a modo de ejemplo uno de los trucos favoritos del papa Francisco: realizar declaraciones buscadamente ambiguas y redactar en documentos oficiales frases no menos ambiguas que puedan ser empleadas como punto de apoyo por aquellos que quieren cambiar la doctrina de la Iglesia en temas esenciales, al tiempo que puedan ser empleadas para consolar a los que quieren creer que nada está cambiando. Que nada importante está siendo demolido en el edificio. Ambigüedad, equivocidad, turbiedad. Una niebla generada a propósito para sustituir el pensamiento tradicional de la Iglesia, no a la manera franca y honrada en que lo harían los filósofos –reconociendo abiertamente que han dejado de creer en ciertas tesis, y que a partir de ahora van a defender otras posiciones–, sino con la voluntad de engaño que caracteriza al sofista.
No, el papa Francisco no cree en la verdad. Por eso juega tan alegremente el juego del engaño, la infradeterminación del discurso, y la incoherencia calculada y disimulada.
P. ― ¿Pero no fue el propio Cristo el que dijo «Yo soy la Verdad»?
R. ― Saque usted mismo las conclusiones oportunas...
P. ― ¿En qué cree entonces el papa Francisco?
R. ― Bien. Lo que no se puede negar es que se trata de un hombre de su tiempo. Concretamente, en lo teórico se mueve en ese marco ideológico escurridizo –sin forma, ni contorno, ni sustancia asible–, del cristianismo posmoderno al estilo de Vattimo. Y en lo ético-práctico su discurso es el del buenismo zapateril más pedestre. (¿Recuerda, por mencionar una sola anécdota, sus «diez consejos para la felicidad»? También en aquella ocasión estuve comentando algo al respecto en El Manifiesto... Aunque tal vez sea mejor no descender a detalles; toda esta historia es tan penosa...) En definitiva, Bergoglio es un hombre de su tiempo, ¡qué duda cabe! Un hombre cien por cien mundano, situado a la cabeza de la institución que menos mundana debería ser...
P. ― ¿Y no es mejor así? ¿No es tiempo ya de que la Iglesia vaya abandonando su guerra de siglos contra el mundo?
R. ― Es que la historia de la humanidad no conoce una tensión más creativa que la que ha tenido lugar durante siglos en Occidente entre las instituciones y los pensadores seculares, por un lado, y las instituciones y los pensadores de la Iglesia, por el otro. Considere, por ejemplo, la universidad medieval, polarizada entre la facultad de teología y la de artes. De la tensión entre ambas habría de terminar naciendo tanto la ciencia moderna como las teorías modernas del Estado, del derecho, del poder político, de los intercambios económicos… Sí, en el fondo, la tensión creativa entre la facultad de filosofía y la de teología constituye el alma de la universidad occidental. Y la raíz de lo mejor del pensamiento occidental en su totalidad…
La guerra de la Iglesia contra el mundo es, en realidad, el gran secreto de nuestra civilización: el factor que ha impedido que el pensamiento occidental quedara en alguna fase cristalizado y ritualizado, como ha ocurrido, en cambio, en otras grandes civilizaciones. Por eso, la rendición del clero a la ideología del mundo posmoderno («pos-fáctico», «pos-dogmático», «trans-ético»..., una ideología muy «pos-» y muy «trans-» en todo...), a la que estamos asistiendo en estos momentos, y de la que el papa Francisco es promotor y símbolo, ha de ser entendida como un indicador de hasta qué extremo ha llegado la debilidad y la decadencia intelectual de Occidente.
P. ― El clero, ¿se ha cansado entonces de sostener su parte en esa lucha creativa?
R. ― Eso parece. Tal vez no en su conjunto, pero al menos una parte muy significativa del mismo. Y así multiplican los gestos para hacerse perdonar la vida por parte del mundo, apuntándose a cualquier causa y reivindicación que crean que les dará crédito en los ambientes dominados por las modas ideológicas del momento. Obviamente, terminarán cosechando lo que se merecen: un infinito desprecio, por parte de todos. Pues en el fondo, con su deserción, con su entreguismo, están traicionando a todos: a los amigos y a los enemigos. Y es que, si la sal se vuelve sosa…
P. ― ¿Se siente personalmente traicionado por el papa y por el clero en general?
R. ― Sí, sin duda.
P. ― A lo largo de su carrera ha publicado usted varios libros sobre las relaciones entre ciencia, filosofía y teología, defendiendo una posición teísta. Estoy pensando en obras como ¿Dios o la materia?Mitología materialista de la cienciaDios y las cosmologías modernasLo divino y lo humano en el universo de Stephen Hawking… ¿Volvería a escribir esas obras?
R. ― Por supuesto. Y además, con un motivo doble:
En primer lugar, porque hay que distinguir muy bien entre la interferencia accidental que supone el circo que está montando el clero ignorante y pusilánime que nos ha tocado padecer, y la cuestión filosófica que late en el fondo de esos trabajos. La cuestión de fondo, la que alienta esas investigaciones en la frontera entre ciencia, filosofía y teología, es la pregunta acerca de cuál sea la realidad fundamental, la forma de realidad sobre la que debemos apoyarnos en nuestra comprensión global del ser: si es la materia inerte, o más bien la inteligencia. O si ni lo uno ni lo otro. Se trata de ver hasta dónde podemos llegar buscando una respuesta a esto…
P. ― ¿Y no le parece que se trata una pregunta pasada de moda en un contexto cultural posmoderno? Supongo que ni al papa Francisco ni a sus compañeros de armas les interesará especialmente este tipo de estudios…
R. ― En efecto, desde un punto de vista posmoderno, y posfáctico, la cuestión de cuál sea la realidad primera es una cuestión carente de interés. El sofista no se interesa por asuntos así. Pero precisamente ése es el segundo motivo para plantearla. Y el que me gustaría subrayar ahora. Porque insistir, justo en estos momentos, en los temas importantes de la filosofía, insistir en la indagación de semejantes temas, y hacerlo en diálogo con la tradición filosófica occidental y con confianza en el poder de la razón, constituye un acto de rebeldía. De resistencia contra la barbarie y la decadencia intelectual en la que nos hallamos inmersos.
La mayor parte de nosotros no tenemos influencia alguna en el curso de los acontecimientos del mundo. No podemos influir ni en Roma, ni en Berlín, ni en Nueva York. Pero podemos al menos esforzarnos por mantener en nuestro entorno inmediato ambientes de pensamiento fuerte, de búsqueda apasionada de la verdad, en medio de tanta destrucción, tanto abandono y tanta charlatanería posmoderna...
P. ― ¿Un poco a la manera de nuevos ambientes monacales?
R. ― Quizás. Algo así… Y quién sabe si estos ambientes no podrán llegar a convertirse algún día en semillas de renacimiento. Quién sabe si entre los restos del naufragio en el que se ha convertido nuestra cultura (¡y nuestra Iglesia!) no veremos desarrollarse de nuevo un pensamiento occidental vigoroso, digno del que produjeron nuestros antepasados. En todo caso, es una tarea que merece la pena. A pesar de todo… y, por supuesto, a pesar de Bergoglio y de sus zarpazos de bárbaro a la Veritatis splendor y la Fides et ratio.
No puedo probarlo, pero estoy convencido de que los bárbaros terminarán extinguiéndose mucho antes que el esplendor de la verdad…
Visto en:

viernes, 13 de octubre de 2017

Pro nobis peccatum fecit (y 2)

II. Contexto y textos paralelos.
Contexto.— Del contexto que precede inmediatamente al texto que estudiamos, podríamos recoger varias expresiones que confirmasen el sentido que le damos. Para no alargarnos, bastará para nuestro objeto recordar este significativo entimema, formulado por el Apóstol : Unus pro ómnibus mortuus est: ergo omnes mortui sunt (2 Cor. 5, 14). La muerte de Cristo fué la muerte de todos. ¿Por qué? Porque Cristo murió por todos. […]
III. La tradición cristiana.
La tradición exegética del texto que estudiamos, aunque decididamente favorable a la interpretación que le hemos dado, no es del todo uniforme, a lo menos en apariencia. En consecuencia, consideraremos el problema desde otro punto de vista.
No hay duda que el considerar a Cristo, divina inocencia, como cargado con la responsabilidad de nuestros pecados, como solidario de nuestras prevaricaciones, como una masa de pecado, es algo que encoge y horroriza el corazón cristiano. Y este horror es precisamente la causa que explica las vacilaciones de la tradición exegética acerca de nuestro texto. Y podría ser una dificultad que neutralizase u oscureciese las razones que imponen el sentido de solidaridad. Para desvanecer, pues, o prevenir semejante dificultad, será conveniente presentar el sentir de los más autorizados representantes de la tradición cristiana sobre este punto. Y si ellos coinciden en concebir la redención humana a base de la solidaridad de pecado entre el Redentor y los redimidos, no será ya posible dudar que, al explicar en este sentido las palabras del Apóstol, habremos acertado en su genuino pensamiento.
[…]
IV. Síntesis doctrinal.
Resultado de todos estos análisis laboriosos y cotejos minuciosos de textos paralelos o afines será la síntesis doctrinal de la Soteriología de San Pablo en ellos encerrada. Esta doctrina soteriológica puede reducirse a tres puntos, todos ellos relativos al principio de solidaridad.
1. ° Principio y fundamento de todo es el hecho mismo de la solidaridad y su doble sentido: solidaridad de naturaleza y solidaridad de pecado. La de naturaleza la expresa San Pablo al indicar que el Hijo de Dios fué enviado en carne esencialmente idéntica a nuestra carne, y, más claramente, al afirmar que fué hecho de mujer. […] Con estas y semejantes expresiones quiere decir que el Hijo de Dios se hizo tan uno con nosotros, nos incorporó consigo tan estrechamente, que El y nosotros formamos una sola persona moral, que El es nosotros, y nosotros El; y que, en virtud de esta compenetración e identificación moral y jurídica, se apropió e hizo como si fuesen suyos nuestros pecados, llegando con inefable dignación a contraer el reato de culpa y el consiguiente reato de pena que sobre nosotros pesaba. 
2.° Esta doble solidaridad disponía y como habilitaba al Hijo de Dios hecho hombre para poder ser nuestro Redentor por vía de justicia, dado que sin ella no podía justamente recaer sobre El da pena que nosotros teníamos merecida. Gracias a esta solidaridad pudo verificarse lo que sin ella sería un contrasentido: que el pecado, al ser condenado en la carne de Cristo, quedaba, por el mismo caso, condenado y exterminado radicalmente de toda carne, es decir, de lodo el Linaje humano. […]
3.° Por fin, esta solidaridad la contrajo el Redentor con la Humanidad en la encarnación y con la encarnación. Mientras los dos puntos anteriores acaso ofrecerán para algunos escasa novedad, este tercero, en cambio, quizás les parezca demasiado nuevo, Y, sin embargo, pertenece, a nuestro juicio, a la sustancia misma de la Soteriología paulina. Y creemos haberle demostrado. Y lo que acabamos de decir acerca del segundo punto es una demostración convincente. Si la solidaridad, así la del pecado como la de la naturaleza, es una disposición o habilitación del Hijo de Dios hecho hombre para poder ser Redentor, es evidente que ha de ser previa a la misma redención y que no puede ser efecto suyo. Desearíamos se notase bien la diferencia esencial entre el estadio terminal o de pleno desenvolvimiento vital del Cuerpo Místico de Cristo y su estadio inicial, que es como su fundamento o base. Que si la plena organización y la vida espiritual del Cuerpo Místico de Cristo es efecto de la redención, y consiguientemente, posterior a ella, no cabe decir lo mismo de la solidaridad de naturaleza y de pecado, que es su condición previa. Al afirmar tan categóricamente San Pablo que si uno murió por todos, luego todos murieron, evidentemente no quiso decir que estábamos en El porque morimos en El, sino, inversamente, que morimos en El porque ya previamente estábamos en El. Esto es lo obvio, natural y lógico. Y si ya antes de la redención estábamos en Cristo, ya nadie negará que nuestra incorporación en Cristo radica en la misma encarnación y se inicia con ella. Sobre todo que así lo afirma San Pablo, como hemos notado, al decir que el Hijo de Dios fué enviado en semejanza de carne de pecado, y más claramente aún cuando dice que Dios le envió hecho de mujer, y con una evidencia que no deja lugar a la menor duda, cuando nos presenta al Redentor al entrar en el mundo con la encarnación ofreciéndose ya a la muerte en cruz por la redención del mundo; oblación que presupone al Hijo de Dios dispuesto y habilitado con la solidaridad de naturaleza y de pecado para poder ser sacrificado en sustitución de los sacrificios de la Antigua Alianza. Sólo en virtud de la solidaridad pudo la encarnación ser, como lo fue. el acto inicial y como el preludio de la redención humana.
Fuente:
Bover, J. Teología de San Pablo. BAC, Madrid (1946), pp. 386 y ss.

lunes, 9 de octubre de 2017

Labourdette: Humani generis

El p. Marie-Michel Labourdette (19081990) fue un destacado teólogo tomista. Un aspecto importante de su trayectoria intelectual lo constituye su impugnación de la denominada Nouvelle théologie. Para comprender mejor el contexto histórico de sus críticas a dicho movimiento, pueden ayudar estas líneas: 
“Según la periodización de Th. Tshibangu, que ha reconstruido detalladamente los debates sobre el estatuto epistemológico de la teología en la primera mitad de nuestro siglo, la controversia sobre la «nouvelle théologie» se desarrolla en dos fases: la primera, entre 1938 y 1946, está marcada, como hemos visto, por las publicaciones de los libros de los teólogos dominicos Chenu (1937) y Charlier (1938), que fueron sometidos a crítica sobre todo por teólogos romanos, tanto dominicos (Gagnebet y Cordovani) como jesuítas (Boyer y Zapelena); la segunda, entre 1946 y 1948, donde se habla más expresamente de «nouvelle theologie», tiene como protagonistas a teólogos dominicos (como Labourdette y Garrigou-Lagrange), en calidad de críticos, y teólogos jesuítas de la Escuela de Lyon-Fourviére, como Daniélou, de Lubac, Bouillard, Fessard y von Balthasar.
[…]
La querella teológica se inicia con un polémico artículo publicado en la Revue Thomiste con la firma de su director, el teólogo dominico M. Labourdette, titulado La teología y sus fuentes (1946), y que registra, entre las intervenciones más polémicas, el artículo del teólogo dominico R. Garrigou-Lagrange en la revista romana Angelicum, con el expresivo título de ¿Adonde va la nueva teología? (1946). Además del artículo de Daniélou en Études -que sus adversarios consideran el manifiesto de la «nouvelle théologie»-, los escritos y autores que están bajo el punto de mira son los siguientes: algunos volúmenes de la colección Théologie, dirigida por la facultad de teología de Fourviére; en concreto, Conversión y gracia en santo Tomás de Aquino (1944), de Henri Bouillard, Corpus Mysticum (1944), de Henri de Lubac, Autoridad y bien común (1945), de Gastón Fessard, y Sobrenatural (1946), de Henri de Lubac; además, algunas introducciones -de carácter no sólo histórico, sino también actualizador- a traducciones de textos patrísticos aparecidos en la colección Sources Chrétiennes, en particular la introducción de de Lubac a la traducción francesa de las Homilías sobre el Génesis de Orígenes; y a todo ello hay que añadir la introducción de Hans Urs von Balthasar a su estudio -publicado en otra colección- sobre la filosofía religiosa de Gregorio de Nisa, Presencia y pensamiento (1942). Pero también aparecen los nombres del filósofo Maurice Blondel y del paleontólogo jesuita Pierre Teilhard de Chardin, a quienes se considera inspiradores de la «nueva teología».
Entre los textos más frecuentemente citados de esta literatura teológica, además de los pasajes ya referidos del artículo de Daniélou en Études (1946), figuran sobre todo algunas páginas de Bouillard y de de Lubac. Bouillard, en la conclusión a Conversión y gracia en santo Tomás de Aquino (1944), abordando el problema de los condicionamientos históricos de la teología tomista, escribía: «Cuando el espíritu evoluciona, una verdad inmutable rige solamente gracias a una evolución simultánea y correlativa de todas las nociones; evolución que mantiene entre ellas una misma relación. Una teología que ya no fuese actual sería una falsa teología »; y también: «La teología está, pues, ligada al tiempo y a la historia, a la vez que expuesta a sus riesgos, y es susceptible de progreso»60. De Lubac, en Corpus Mysticum (1944), donde estudiaba la relación entre iglesia y eucaristía en el medievo, mostraba -en el capítulo X, titulado Del símbolo a la dialéctica, y en la Nota F, titulada Una ilusión de la historia de la teología- cómo en la historia de la teología se había producido un paso de la teología simbólica de los Padres a la teología dialéctica de los escolásticos, pero no por ello la teología patrística debía ser considerada como una especie de prehistoria de la teología escolástica.
El punto en discusión lo constituía sobre todo el estatuto epistemológico de la teología: los teólogos dominicos percibían en la operación de historización de la teología escolástica, vista por ellos como «el estatuto verdaderamente científico del pensamiento cristiano», una peligrosa tendencia al relativismo teológico, que habría conducido al relativismo dogmático; los teólogos jesuitas, en cambio, se negaban a pensar que la teología escolástica hubiera «drenado»62 la sustancia de la teología patrística, y sostenían que una teología viva debía volver a las fuentes y confrontarse con el pensamiento y la experiencia de su propio tiempo.
En el curso de la polémica se produjo el ataque frontal de Garrigou-Lagrange, que reconducía la «nouvelle théologie» al subjetivismo de la filosofía de la acción de Blondel y a la perspectiva evolucionista de Teilhard de Chardin (algunos de cuyos escritos circulaban multicopiados) y que, sin medias tintas, escribía en el alarmante artículo citado: «¿Y adonde está destinada a llegar esta nueva teología, con esos nuevos maestros en los que se inspira? ¿Adonde, si no es al escepticismo, a la fantasía y a la herejía?»; y más duramente aún: «¿Adonde va la nueva teología? ¿No está volviendo al modernismo?»
[…]
La situación teológica seguía siendo tensa, y en Roma crecía la preocupación de adonde podrían conducir los nuevos fermentos: con fecha de 12 de agosto de 1950, publicaba Pío XII su encíclica Humani generis, que sometía a crítica «las nuevas tendencias que se agitaban en las ciencias sagradas».” (Rosini, G. La teología del siglo XX, p. 181 y ss.).
Una vez publicada la Humani generis, el p. Labourdette daría a conocer un artículo comentando el texto pontificio. No conocemos traducción castellana del mismo. Sólo pudimos encontrar algunos fragmentos citados y traducidos en las ponencias de la XI Semana española de teología (aquí), dedicadas la encíclica de Pío XII. Teólogo de sólida ortodoxia, profundo conocedor de Santo Tomás, el p. Labourdette estuvo muy lejos de ajustar su perfil intelectual a la caricatura que algunos pudieran imaginarse.
Dejamos copia digital de su artículo «Les enseignements de l'encyclique Humani Generis» (Revue Thomiste, n° l [1950], p. 32-55 (aquí). El lector encontrará muy interesantes precisiones sobre el Magisterio de la Iglesia en su relación con la Teología y la Filosofía, sobre si la Iglesia canoniza de suyo una particular sistemática  filosófica y -más en concreto- si el «tomismo» tiene la exclusiva en la filosofía cristiana.


miércoles, 4 de octubre de 2017

Pro nobis peccatum fecit (1)

¿Cómo interpretar el texto de San Pablo cuando dice que Cristo se hizo pecado por nosotros? Jesucristo se hizo hombre y, por tanto, solidario de nuestra naturaleza, para así poder redimirnos. La idea central es la de la solidaridad con Cristo, cabeza de la humanidad regenerada, igual que lo es Adán de la humanidad caída.
Dejamos la respuesta teológica al biblista español José María Bover.  

CRISTO, «HECHO PECADO POR NOSOTROS»
Escribe San Pablo a los Corintios: Al que no conoció pecado. [Dios] por nosotros le hizo pecado, a fin de que nosotros viniésemos a ser justicia de Dios en El (2 Cor. 5, 21). Estas palabras, reveladoras de lo que hay de más hondo en el misterio de la redención humana, se merecen un examen detenido, minucioso y profundo. Para ello, sin salimos de los procedimientos ordinarios de la hermenéutica bíblica, apelaremos, con todo, a todos los recursos que ésta nos suministra Para abreviar provechosamente, daremos por supuestos los resultados, que podemos considerar como definitivamente adquiridos por los trabajos más recientes de la exégesis católica. A base de esto trataremos de avanzar, si podemos, en la inteligencia del texto.
Para proceder ordenada y progresivamente: 1.º, analizaremos el texto mismo; 2.º, aquilataremos, y acaso ampliaremos, el sentido obtenido, a la luz de otros textos del mismo Apóstol; 3.º, contrastaremos o comprobaremos este sentido con la interpretación de la Tradición cristiana; 4.°, recogiendo los resultados obtenidos, procuraremos formular o sintetizar el pensamiento teológico entrañado en el texto. Como la versión de la Vulgata latina reproduce con toda exactitud el original griego, la tomaremos como base de nuestro estudio.
I. Análisis del texto 
El texto consta de tres incisos, cuya correspondencia conviene poner de relieve: 
[A] Eum, qui non noverat peccatiun, [= Al que no conoció pecado]
[B] pro nobis peccatum fecit, [=  por nosotros le hizo pecado]
[C] ut nos efficieremur iustitia Dei in Ipso. [= para que nosotros viniésemos a ser justicia de Dios en él]
El segundo inciso, que es el que más ahora nos interesa, corresponde antitéticamente así al primero como al tercero; doble antítesis (B-A y B-C), que conviene precisar.
La primera antítesis (B-A) es más sencilla. A la suma inocencia e impecabilidad del Redentor, que no conocía pecado, se contrapone el estado o condición a que Dios le reduce de ser hecho pecado por nosotros. Esta antítesis elimina y hace imposible toda interpretación del segundo inciso que esté en contradicción con el primero. El ser hecho pecado ha de ser algo que se compagine con la suma inocencia del Redentor, en quien se habrán de juntar y hermanar estos dos extremos a primera vista contradictorios: ser hecho pecado y no conocer pecado: la impecabilidad hecha pecado. 
Más compleja, y también más luminosa, es la segunda antítesis (B-C). En cada uno de los dos incisos se distinguen marcadamente tres elementos, que se corresponden inversamente a manera de quiasmo. Ut nos efficeremur responde a fecit; iustitia Dei, a peccatum; in Ipso, a pro nobis. En cada una de estas tres correspondencias, el tercer inciso determina el sentido del segundo.
La primera correspondencia no ofrece especial dificultad. Como ut nos efficeremur expresa un nuevo estado, que antes no teníamos y que no radica en nosotros, así también fecit señala en el Redentor un estado nuevo, que antes no conocía y que le sobreviene de fuera.
La segunda correspondencia, entre iustitia Dei y peccatum es mucho más importante. Como iustitia Dei es verdadera justicia, así peccatum ha de ser de alguna manera verdadero pecado. Esta significación propia de peccatum se confirma con la antítesis, antes señalada, entre peccatum fecit y non noverat peccatum, en que la palabra repetida peccatum ha de tener evidentemente un sentido uniforme o análogo. Por ambos motivos, el peccatum del segundo inciso, como correspondiente, a la vez, así al peccatum del primero como a la iustitia Dei del tercero, ha de ser verdadero pecado. Con esto quedan eliminadas las otras dos interpretaciones que se dieron dei peccatum del segundo inciso: entendido como víctima por el pecado o como penalidad efecto del pecado.
Más importante aún, aunque menos aparente, es la tercera correspondencia, entre in Ipso y pro nobis. Como in Ipso, equivalente a la fórmula, tantas veces repetida por San Pablo y tan llena de sentido, in Christo Iesu, expresa evidentemente nuestra solidaridad con el Redentor, así, inversamente, pro nobis ha de expresar o entrañar de alguna manera la solidaridad del Redentor con nosotros, aunque diversamente matizada. A la luz de estas correspondencias, y desentrañando el significado de las palabras, podemos precisar más el sentido de los dos términos más importantes: peccatum y pro nobis. Para entender todo el alcance de peccatum, hay que notar que San Pablo dijo que Dios hizo a Cristo pecado y no pecador. Comparando entre sí estos dos términos, pecado dice mucho más, y al mismo tiempo mucho menos, que pecador. Dice mucho más, porque presenta a Cristo cual si fuera puro pecado, cual si todo Él fuera pecado, una masa de pecado. Pero dice también mucho menos, porque pecado no expresa la comisión o acción de pecar, que expresaría pecador. Con maravillosa exactitud dice San Agustín que Cristo fuit delictorum susceptor, sed non commissor (ML 36, 849). Ulteriores precisiones sobre el alcance de peccatum dependen de la significación del otro término: pro nobis.
¿Qué significa pro nobis? Son posibles tres sentidos: a) en beneficio o provecho nuestro; b) en sustitución nuestra; c) en representación nuestra. Para determinar cuál de estos tres sentidos es el verdadero, esto es, el que le da San Pablo, podemos y debemos presuponer que será aquel que explique razonablemente la conexión de finalidad que expresa el Apóstol entre pro nobis peccatum fecit y ut nos efficeremur iustitia Dei in Ipso. En este supuesto, examinemos los tres sentidos de favor, sustitución y representación.
El sentido de favor, beneficio o provecho no explica suficientemente la finalidad indicada. Realmente, no se comprende cómo el reducir al Redentor a estado de puro pecado pueda redundar en beneficio nuestro o ser considerado como medio de nuestra justificación. […]
Más satisfactorio sería el sentido de sustitución, si no chocase con una imposibilidad intrínseca. Cierto que la sustitución entrañaría una especie de transferencia que, quitando de nosotros el pecado, lo trasladase a Cristo, medio, al parecer, apropiado para que nosotros, libres del pecado, quedásemos con ello justificados. Pero ¿es posible o concebible semejante traslación? Evidentemente que no. El pecado es algo propio e intransferible, que no puede imputarse a otro
Todo, en cambio, se explica razonablemente admitiendo el sentido de representación. Al asumir la representación de toda la Humanidad prevaricadora, el Redentor, haciéndose con ella como una persona moral, incorporándola y como fundiéndola consigo, toma sobre sí, por el mismo caso, y se apropia todas sus prevaricaciones. La raza de Adán, masa pecadora y condenada, al concentrarse toda en el Redentor, le comunica su pecado, la envuelve en su pecado y hace de El como una masa de pecado y un puro pecado. En otras palabras, la solidaridad de naturaleza, que tan íntimamente liga al Redentor con la raza pecadora de Adán, lleva consigo la solidaridad de pecado. Esta solidaridad, además, explica la correspondencia, antes señalada, entre pro nobis e in Ipso, que, evidentemente, significa solidaridad. Y, sobre todo, una vez admitido este sentido, se explica satisfactoriamente por qué el apropiarse Cristo nuestro pecado sea un medio para que nosotros nos apropiemos su justicia. La misma solidaridad que comunica a Cristo nuestro pecado, nos comunica a nosotros su justicia. […]