Publicamos hoy la
primera entrada de una serie de tres que dedicaremos a la Acción Francesa.
Reproduciremos en tres partes un artículo de Juan Roger (pseudónimo de Jean Marie Riviere). El autor fue un profesor francés especializado en lengua y cultura del Lejano Oriente de la Sorbona. Miembro de la Acción Francesa, Roger trabajó en el servicio de represión de la masonería del gobierno de Vichy. Condenado a muerte por De Gaulle huyó de Francia, llegó a Italia y consiguió de la embajada española un pasaporte con nombre falso. Se incorporó al CSIC gracias a la intervención de José Mª Albareda, que le nombró colaborador del Instituto «Bernardino de Sahagún». Poco después fue el responsable de la sección francesa del Departamento de Culturas Modernas y Jefe del Servicio de Documentación del CSIC. El artículo de Roger que reproducimos se publicó en la revista Arbor. Abriremos los comentarios al publicar la última parte.
Reproduciremos en tres partes un artículo de Juan Roger (pseudónimo de Jean Marie Riviere). El autor fue un profesor francés especializado en lengua y cultura del Lejano Oriente de la Sorbona. Miembro de la Acción Francesa, Roger trabajó en el servicio de represión de la masonería del gobierno de Vichy. Condenado a muerte por De Gaulle huyó de Francia, llegó a Italia y consiguió de la embajada española un pasaporte con nombre falso. Se incorporó al CSIC gracias a la intervención de José Mª Albareda, que le nombró colaborador del Instituto «Bernardino de Sahagún». Poco después fue el responsable de la sección francesa del Departamento de Culturas Modernas y Jefe del Servicio de Documentación del CSIC. El artículo de Roger que reproducimos se publicó en la revista Arbor. Abriremos los comentarios al publicar la última parte.
EL «AFFAIRE» DE LA ACCION
FRANCESA
Por Juan Roger.
Estudiar la historia de la
Acción Francesa es emprender la descripción de las luchas políticas, sociales y
religiosas de Francia entre 1900 y 1940. La vida de esta agrupación política
está, en efecto, íntimamente relacionada con toda la política interior francesa
durante el primer cuarto del siglo XX, y no hay
por qué creer que haya desaparecido por completo en nuestros días. El
pensamiento y la doctrina de sus fundadores han marcado de modo indeleble a
varias generaciones, y es preciso reconocer que el intento de resumir esta
historia en pocas páginas es empresa difícil, pues corre el riesgo de ser, si
no parcial, al menos incompleta. Vamos a intentarlo, sin embargo, con toda
nuestra buena fe, sin olvidar las repercusiones que las doctrinas de Maurras
han tenido en la Península Ibérica, tanto en España como en Portugal.
FRANCIA A FINES DEL SIGLO XIX.
Como un gran cuerpo desgarrado
políticamente se nos presenta Francia a fines del siglo pasado. La III
República se instauró legalmente en 1875, pero tuvo que luchar contra la
inmensa tendencia monárquica de la sociedad francesa, tradicionalista y
católica. Para conquistar el poder, los hombres de la III República, laicos,
imbuidos por los ideales de la Revolución de 1789, tuvieron que consolidar su
posición, Minoría activa, ordenada y disciplinada, los republicanos formaron
una «izquierda« que se opuso violentamente a lo que ellos llamaron «la
derecha», cuyos bastiones políticos han ido conquistando poco a poco.
La «derecha» francesa había
puesto su confianza en el pretendiente al trono de Francia, el conde de
Chambord; pero éste había muerto negándose a reconocer las posibilidades de
fusión de las nuevas tendencias con los principios tradicionales por él
representados. La negativa del conde de Chambord había matado, de hecho, al
partido monárquico. Cuando la sucesión, del conde de Chambord pasó en 1883 al
conde de París, y de éste al duque de Orleáns en 1894, las filas del partido
realista estaban casi desiertas. Los republicanos ya no le atacaban, reservando
su fuerza combativa para el catolicismo, que estaba, en cambio, muy pujante.
El catolicismo francés de
entonces se había unido indisolublemente a un conjunto de conceptos políticos
de «derecha». La nueva República había suscitado grandes recelos en los
estratos franceses. Además, una serie de escándalos habían sido explotados
políticamente por representantes de la «derecha» francesa, que admitían, claro
está, una República, pero en provecho propio, y combatían con ardor una
política que les eliminaba progresiva e implacablemente. Por su parte, la
jerarquía católica enfocaba de otro modo el problema de las relaciones entre la
Iglesia y el Estado en Francia. León XIII fue el primer Papa elegido después de
la desaparición del poder temporal. Como Pío IX, tampoco el nuevo Papa quería
abandonar las libertades y los derechos de la Iglesia; pero, al contrario que
su predecesor, León XIII estimaba que los católicos de Francia tenían algo
mejor que hacer que asediar a la República. Consideraba más hábil y más eficaz
que el combate por los derechos y las libertades de la Iglesia fuese llevado al
interior de la República misma, y que esta lucha se entablase en el terreno
legal, entre republicanos. Creía que los católicos de Francia debían llamarse
republicanos, serlo lealmente, convencer de su lealtad y de su sinceridad a sus
antiguos adversarios e intentar entonces enmendar la legislación. El conjunto
de esta gran política de León XIII relativa a Francia ha sido llamado la
«política del Ralliement».
Sabido es que el cardenal
Lavigerie, obedeciendo a sugerencias de la Santa Sede, pronunció el 12 de
noviembre de 1890 un brindis en el que pedía a los católicos franceses que se
unieran sin reserva a la III República, lo cual produjo en los sectores
católicos franceses un efecto a la vez de cólera y de estupor.
La situación se agravó con
motivo del famoso affaire Dreyrus (1897-1899), que dividió literalmente a
Francia en dos campos de hostilidad irreducible: la izquierda se alzó contra el
error judicial de la condena del oficial judío Dreyfus y englobó en sus ataques
y en su odio a los representantes del ejército, del clero y de todo el
tradicionalismo francés. Este «caso» sirvió de punto de unión anticlerical a
todos los matices «republicanos» y cavó definitivamente un foso infranqueable entre
las dos mitades de Francia.
La conquista total del poder
por las izquierdas se hizo por la ocupación total de la enseñanza, por la
expulsión de las congregaciones religiosas, así como por la separación de la
Iglesia y del Estado. Una propaganda tenaz y hábil en las masas obreras y en la
pequeña burguesía alejó poco a poco a amplios sectores de la opinión pública de
las creencias tradicionales. El catolicismo disminuyó, el ideal monárquico se
esfumó por completo, las preocupaciones sociales y políticas reemplazaron a las
antiguas creencias; Francia se hizo en gran parte indiferente y republicana. Lo
que había sido una «mayoría» en 1875 se convirtió en «minoría» en 1900. Pero
bajo la persecución, bajo los ataques, esta minoría va a despertar, a unirse, a
reaccionar y a provocar amplios y profundos cambios de opinión. La agrupación que
va a unificarla, a darle una ideología, a lanzarla a la acción, es la Action Française.
NACIMIENTO DE LA ACCIÓN
FRANCESA.
Fue el proceso de Dreyfus el
que provocó esta cristalización. En este proceso, los partidos de izquierda,
los antimilitaristas, los internacionales, los laicos, se unieron estrechamente
y defendieron los «derechos del individuo». Pero la derecha adquirió también
entonces conciencia de su unidad fundamental y de su común ideología. La
posición de los dos campos era inconciliable, pues tenían una visión opuesta del
mundo. Y así fue como surgió, con motivo de un simple proceso, por la única
violencia de las posiciones políticas, el «partido nacionalista».
Este título se convirtió
rápidamente en enseña de una reivindicación de las tradiciones francesas. El
desarrollo del «affaire Dreyfus» se tornó pronto centro de un gran movimiento
de la opinión a favor del ejército, atacado con motivo del proceso. Su
manifiesto es muy claro en cuanto a sus fines: «sus miembros, conmovidos al ver
prolongarse y agravarse la más funesta de las agitaciones; persuadidos de que
no podría durar más sin comprometer mortalmente los intereses vitales de la
Patria francesa, y en especial aquellos cuyo depósito está en manos del
Ejército nacional, han resuelto trabajar, en los límites de su deber
profesional, por mantener, conciliándolas con el progreso de las ideas y de las
costumbres, las tradiciones de la patria francesa...». Nada se ha omitido. Las
palabras-clave «Patria», «Ejército», «Tradiciones», «Mantener» son los términos
esenciales.
Este movimiento reunió al
principio un conjunto bastante dispar de literatos, filósofos, políticos; se
veía a Albert Sorel al lado del duque de Broglie, y a De Muns junto a Bourget y
Detaille; paro también pertenecía a él un joven de treinta años, Charles
Maurras, que había venido de la Provenza mediterránea a probar fortuna en
París. El 19 de diciembre de 1898 en el diario L'Eclair, portavoz del movimiento, apareció por primera vez el
título de «Action Française», en un artículo firmado por Maurice Pujo; trataba
de la rendición de la bandera francesa en Fachoda ante la columna inglesa
mandada por Kitchener. Londres y París andaban entonces en gran discusión con
motivo de la futura influencia en África oriental. Pujo deducía la necesidad de
«hacer algo», la urgencia de una «acción», y decía: «Lo que hay que hacer en la
hora actual es reconstruir a Francia como sociedad, restaurar la idea de
Patria, volver a hacer de la Francia republicana y libre un Estado organizado
interiormente y tan fuerte en el exterior como lo fue bajo el antiguo régimen.»
Los más activos del equipo de
la Patria francesa formaron un Comité d'Action
Française ; en él figuraban los nombres de Maurras, Pujo, Vaugeois,
Cortambert; ya estaba plenamente adoptada la posición antisemítica del grupo, y
el Manifiesto de San Remo, 22 de febrero de 1899, pronunciado por Felipe, duque
de Orleáns, pretendiente al trono de Francia, la afirmaba claramente. El
pequeño grupo citado fundó el 1.° de agosto de 1899 la revista L'Action Française, entonces un
folletito gris que aparecía cada quince días. En él figuraban las firmas de
Vaugeois, Maurras, Bainville, Louis Dimier, Pierre Lasserre, Copin-Albancelli,
Lucien Moreau, Caplain-Cortambert, Bailly, Dauphin-Meunier, Robert Launay. Los
redactores se reunían en el famoso café de Flore, cerca de la plaza de
Saint-Germain-des-Près. Ya se destacaba entre todos Maurras, y tenazmente se
oponía a todo proyecto de reconstrucción de la Francia «liberal o democrática, que
él consideraba marcada por un mismo signo uniforme de fracaso».
LAS IDEAS DE LA ACCIÓN
FRANCESA.
Desde su comienzo, la revista
definió sus ideas principales: necesidad de la vida social para el individuo;
necesidad de la nacionalidad como forma de la vida social; necesidad para los
miembros de la nacionalidad francesa de zanjar todo problema en atención a la
nación; necesidad de propagar e imponer las ideas precedentes.
El nacionalismo, según la
Acción Francesa, debe ser integral, y debe ejercerse en el plano intelectual,
artístico, literario, filosófico y social. Maurras, en 1906, dice que la Acción
Francesa debe enraizar sus teorías en las realidades siguientes: amor a la
patria, a la religión, a la tradición, al orden material, al orden moral...
Estableció el principio de la monarquía, pero su monarquismo era racional, en oposición
a los legitimistas, que consideraban al rey de «derecho divino». Maurras no
siguió este misticismo regalista; concluyó que la monarquía, adaptable a las
necesidades del tiempo, era el fin necesario de la crisis ocasionada por la
Revolución de 1789. Maurras creó el «realismo
monárquico».
Había perdido muy pronto la fe
religiosa. Se le ha acusado, sin pruebas, de haber sido por un momento, en su juventud,
anarquista y anticlerical militante. Pero, por muy incrédulo que haya sido,
Maurras consagró al catolicismo la abnegación y el respeto debidos a esta
potencia moral y religiosa. Su herencia, su educación, su latinismo, le colocó
naturalmente en el pensamiento romano, le infundió el orden de la Urbs, turbado por los demócratas y los
demagogos. Maurras pensó en el rey como el hombre formado para el mando por la
tradición y la herencia; la herencia debe preservar al país de los desgarrones
que producen las competiciones cesarianas; el rey, al estar por encima de los
partidos, sólo piensa en el bien común. El partido que ocupa el poder no puede
ser más que el consejero del rey; éste reina y gobierna «en y por sus
Consejos», teniendo siempre la última palabra.
Pero Maurras intentó apartar
al rey y a la monarquía de la reacción; si esta monarquía paternal no puede ser
democrática (la multitud es inepta para gobernarse a sí misma), será popular,
como en tiempo de los Capetos; es una monarquía protectora, justiciera,
utilitaria, la que predica Maurras. Pide la descentralización. Los
representantes de la nación emitirán opiniones, pero no mandarán. Maurras quiere
la desaparición de los tiranos locales, resultado de la subordinación del poder
ejecutivo al poder legislativo. Condena a la democracia, que es un «disolvente
de la Patria»; rechaza el sufragio universal, que no es ni universal ni libre:
«es un rebaño que va a donde le llevan sus pastores», vigilado por perros, que
son los dispensadores del favoritismo; una vez obtenidos los votos, los
franceses quedan despojados de sus derechos, de su soberanía, porque el mandato
es considerado como propiedad del mandatario. En un estudio lúcido y despiadado
de la historia política de su país, Maurras demostraba que uno después de otro
los partidos habían empleado la fuerza, mandando luego con un énfasis cómico,
que sería atentatorio contra el derecho si se volviese contra ellos. El derecho
no preexiste en política; para legitimar un régimen no hay más que los
servicios prestados y la duración. Maurras deduce de esto que «el que había
subido por la fuerza podía con el mismo derecho ser derribado por la fuerza». Para
establecer el régimen que considera más conforme para los intereses de su país,
la ilegalidad no es ilegítima.
La fuerza es el apoyo del
derecho; es una potencia que lo rige todo, y la autoridad civil no podría
ejercerse sin ella; es preciso apelar siempre al poder humano para que no se
oponga a la enseñanza de la verdad divina. Maurras planteaba así el gran
principio de la Politique d'abord,
puesto que la política es la fuerza, y sin la fuerza casi no se puede aspirar a
otra gloria que la del martirio. Política «por todos los medios», es decir, por
todas las artimañas; por el despliegue de la fuerza, puesto que la persuasión
no ha logrado nunca que desapareciese o cambiase un régimen político.
Estas ideas eran
revolucionarias. La leyenda del monarquismo de salón desaparecía; la doctrina
de Maurras abordaba cuestiones candentes; ya no se trataba del liberalismo
orleanista, sino de la unidad nacional, de los problemas actuales, de la
actuación de los judíos y de la masonería en Francia.