Se ha dicho que toda
discusión que se prolongue lo suficiente termina en semántica. Lo cierto es
que, bromas aparte, algo de verdad contiene la frase.
A raíz de algunos comentarios a una entrada anterior y a la
insistencia de un amigo de nuestra bitácora, aprovechamos ahora para hacer
algunas precisiones, que no hicimos antes por parecernos que a buen entendedor
pocas palabras bastan...
En teoría política se ha hecho usual la distinción entre poder y
autoridad. Si bien el poder puede hallar sustento en la autoridad de quien lo
posee y ejercita, se sostiene que ambas nociones no son sinónimas. Para Bertrand de Jouvenel autoridad es el reconocimiento
de la aptitud de mandar de un hombre o grupo, por parte de quienes conforman el
otro término de la relación de mando y obediencia. Tiene autoridad quien
consigue acatamiento sin necesidad de recurrir a la coacción. La autoridad
atrae el consentimiento del otro, sirve de fundamento al poder e implica el
reconocimiento de los gobernados de la idoneidad y virtud de quien manda. El
poder no es estable ni se conserva sin la sólida base de la autoridad; la sola
fuerza no logra mantener pacíficamente la relación mando-obediencia. En este
planteamiento -de modo coherente con el liberalismo clásico- se resalta que
mediante la autoridad el poder debe proteger y promover los derechos
individuales.
La naturaleza peculiar de la
Iglesia no
permite adoptar fácilmente nociones políticas profanas, como la precedente
distinción entre autoridad y poder. La aplicación sería posible, si se
precisara el significado de los términos, pero prestando mucha atención a las
diferencias que median entre la sociedad eclesiástica y la política. La
analogía malentendida conduciría a fórmulas de dudosa ortodoxia, o abiertamente
contrarias al derecho divino ("Iglesia carnal" e "Iglesia
espiritual, de los fraticellos; "Iglesia de la caridad" e "Iglesia
del Derecho"; "Iglesia carismática" e "Iglesia
jerárquica", etc.). Porque en la Iglesia la autoridad-potestad proviene del
derecho divino positivo y también este determina la forma de gobierno. Es un
error condenado negar obediencia a la jerarquía eclesiástica pretextando su
falta de idoneidad y virtud, es decir, carencia de autoridad en el sentido indicado en el párrafo anterior.
En una entrada hablamos de resistencia
a la autoridad eclesiástica. La autoridad es un elemento
esencial y definitorio de la
Iglesia ; así, v.gr. Palmieri, la define como "reino de
Dios sobre la tierra, gobernado por la autoridad apostólica". En la
Iglesia , auctoritas puede designar tanto al sujeto titular de un poder como
ese poder o potestad. Al menos desde el Syllabus,
es frecuente el uso de autoridad y potestad como sinónimos. En cuanto a
nuestra entrada, lo que designamos como resistencia a la autoridad, dicho ahora
en términos canónicos más precisos, es el acto en virtud del cual un católico
–laico o clérigo- se niega a obedecer un mandato dictado en ejercicio de la
potestad de régimen, llamada también de gobierno o jurisdicción. En la
Iglesia , la potestad de
régimen fue comunicada por Cristo a los Apóstoles, para que la desempeñen en su
nombre. Dado que la
Iglesia es
por voluntad divina una sociedad jerárquica, los titulares de esta potestad
(=autoridades) son los integrantes de la Jerarquía eclesiástica.
En el incidente de Antioquia (Gál., II, 11-16) San Pablo resiste
cara a cara a San Pedro. No pone en tela de juicio su condición de sujeto
titular de la autoridad, ni su Primado, sino determinados actos concretos de ejercicio
de su autoridad primacial. A partir de este incidente, hay una tradición
eclesial de resistencia, que si reúne ciertas condiciones estrictas, es una
conducta legítima y muchas veces debida. Porque el objeto formal de la
obediencia, según Santo Tomás, es el mandato, pero éste no puede ser aceptado
de una manera ciega e irracional. Un ejemplo muy claro lo
tenemos en el mandato de Alejandro VI a su concubina de retornar al lecho bajo
amenaza de excomunión. Si en la conducta imperada por la autoridad se ve una
inmoralidad intrínseca y manifiesta se debe resistir, no ejecutando lo mandado.
En cambio, si la conducta imperada no es mala, hay que obedecerla, sin que sea
excusa válida la distinción política entre autoridad y poder.