jueves, 31 de agosto de 2017

Lectio Divina (1)


Septiembre es el mes de la Biblia. Dedicaremos varias entradas de este mes a la Sagrada Escritura. 
En la década de 1940, Straubinger se preguntaba si «¿puede haber todavía católicos que crean que la Biblia es un libro protestante que no le es permitido leer a un hijo de la Iglesia católica? ¡Qué daño tan inmenso para la espiritualidad resultó de ese infundado temor!». Y recordaba que «Pío XII exhorta con todo ardor apostólico, como sus predecesores Pío XI y Benedicto XV, a la lectura diaria de la Sagrada Escritura en las familias cristianas»; al tiempo que animaba al apostolado de «difundir entre los fieles las ediciones de la Biblia y en especial de los Evangelios». Para justificar sus afirmaciones Straubinger citaba cien testimonios autorizados (aquí). 
Reproducimos unas páginas de Garrigou-Lagrange sobre la conveniencia de una lectura asidua de la Sagrada Escritura.
Después de haber hablado de las fuentes de la vida interior y del fin que con ella perseguimos, la perfección cristiana, vamos a considerar la ayuda exterior que se encuentra en la lectura de los libros de espiritualidad y en la dirección. Entre los principales medios de santificación que están al alcance de todos, se ha de contar la lectura espiritual, sobre todo la de la Sagrada Escritura, la de las obras maestras de la vida interior y la de las vidas de los santos. De esta materia vamos a tratar en este capítulo, indicando cuáles son las disposiciones para sacar provecho de esa lectura. 
LA SAGRADA ESCRITURA Y LA VIDA DEL ALMA
Así como el error, la herejía y la inmoralidad se deben con frecuencia a la influencia de los malos libros, "la lectura de las Sagradas Letras es la vida del alma", como dice San Ambrosio (1); el mismo Señor lo declara cuando dice: Las palabras que yo os he dicho, espíritu y vida son" (Joan., vi, 64). 
Esta lectura fué disponiendo a San Agustín a volver a Dios, cuando escuchó aquellas palabras: Tolle et lege; un pasaje de las Epístolas de San Pablo (Rom., XIII, 13) le comunicó la luz decisiva que le arrancó del pecado y le llevó a la conversión. 
San Jerónimo, en una carta a Eustoquio, cuenta de qué manera fué llevado por una gracia extraordinaria a la lectura asidua de la Sagrada Escritura. Era en la época en que comenzaba a hacer vida monástica cerca de Antioquía; la elegancia de los autores profanos le atraía mucho todavía, y leía con preferencia las obras de Cicerón, Virgilio y Plauto. Entonces recibió esta gracia: durante el sueño, vióse trasportado al tribunal de Dios, que le preguntó con gran severidad quién era. "Soy cristiano", respondió Jerónimo. "Mientes", le replicó el soberano Juez; "tú eres ciceroniano; porque donde está tu tesoro, allí está tu corazón." Y dió orden de que le azotasen. "Comprendí muy bien, al despertar", continúa el santo, "que aquello había sido más que un sueño, pues aun llevaba marcados en mis espaldas los golpes de látigo que había recibido. Desde aquella fecha comencé a leer las Santas Escrituras con más entusiasmo que el que había puesto en la lectura de los autores profanos." Por eso en una carta al mismo Eustoquio dice: "Que el sueño no te sorprenda sino leyendo, y no te duermas sino sobre la Sagrada Escritura."
¿En qué libro, en efecto, podemos encontrar la vida mejor que en la Escritura santa, que tiene a Dios por autor? El Evangelio, sobre todo, las palabras del Salvador, los hechos de su vida oculta, de su vida apostólica, de su vida dolorosa deben ser para nosotros vivientes enseñanzas que nunca hemos de perder de vista. Jesús sabe hacer las cosas más elevadas y divinas, accesibles a todas las mentes, por la sencillez con que habla. Sus palabras no quedan en el terreno de lo abstracto y teórico, sino que conducen inmediatamente a la verdadera humildad y al amor de Dios y del prójimo. Se ve en cada palabra que no busca sino la gloria de Aquel que le envió y el bien de las almas. Deberíamos hojear sin descanso el Sermón de la Montaña (Mat., v-vii), y el discurso después de la cena (Joan., xit-xvni). 
Si leemos con las debidas disposiciones, con humildad, fe y amor, esas palabras divinas que son espíritu y vida, encontraremos que para nosotros contienen la especialísima gracia de atraernos cada vez más a la imitación de las virtudes del Salvador, de su dulzura, su paciencia, y su amor heroico y sublime en la cruz. Ése es, junto con la Eucaristía, el verdadero alimento de los santos: la palabra de Dios, enseñada por su único Hijo, el Verbo hecho carne. Debajo de la corteza de la letra se encuentra el pensamiento vivo de Dios, que los dones de inteligencia y de sabiduría nos harán penetrar y gustar más y más. 
Después del Evangelio, nada más sabroso que su primer comentario, escrito por inspiración del Espíritu Santo: Los hechos de los Apóstoles y las Epístolas. Se trata de las propias enseñanzas del Salvador vividas por sus primeros discípulos, que recibieron la misión de formarnos a nosotros; enseñanzas explicadas y adaptadas a las necesidades de los fieles. Se cuenta, en los Hechos, la vida heroica de la Iglesia naciente, su difusión en medio de las mayores dificultades; lección de confianza, de valor, de fidelidad y de abandono en el Señor.
¿Dónde encontrar páginas más profundas y animadas que en las Epístolas, acerca de la persona y la obra de Jesucristo (Colos., i), acerca de los esplendores de la vida de la Iglesia y la inmensidad de la ternura del Salvador por ella (Efes., I-III), sobre la justificación por la fe en Cristo (Rom., i-xi), sobre el sacerdocio eterno de Jesús (Hebr., I-IX)? 
Y si paramos mientes en la parte moral de dichas Epístolas, ¿dónde encontrar exhortaciones más apremiantes a la caridad, a los deberes de estado, a la perseverancia, a la paciencia heroica, a la santidad, a las reglas de conducta más justas para con todos los hombres: superiores, iguales, e inferiores; para con los débiles, los culpables y los falsos doctores? ¿Dónde encontrar más vivamente expuestos los deberes de los cristianos para con la Iglesia? (I Petr., iv-v). 
Existen igualmente lugares del Antiguo Testamento que todo cristiano debe conocer, particularmente los Salmos, que son la oración de la Iglesia en el Oficio divino; palabras de adoración reparadora para el pecador contrito y humillado, de ardiente súplica y de acción de gracias. Las almas interiores deben asimismo leer las más bellas páginas de los Profetas, que la liturgia de Adviento y de Cuaresma pone ante nuestros ojos; y en los libros sapienciales las exhortaciones de la increada Sabiduría a la práctica de los deberes fundamentales para con Dios y el prójimo. 
Leyendo y releyendo sin cesar, con respeto y amor, la Escritura santa, sobre todo el Evangelio, cada día encontraremos nueva luz y fuerzas renovadas. Ha puesto Dios en sus palabras virtud inagotable; y cuando, al fin de la vida, después de haber leído mucho, siéntese hastío de casi todos los libros, uno se vuelve al Evangelio como a un anuncio y preludio de la luz que ilumina a las almas en la vida eterna.  
Tomado de:
Garrigou-Lagrange, R. Las tres edades de la vida interior (aquí). La bastardilla nos pertenece.