lunes, 10 de diciembre de 2018

Racionalismo y fideísmo (y5)


Como cierre de esta pequeña serie de entradas sobre las relaciones entre la fe y la razón queremos insistir en una cuestión que tiene proyecciones sobre el modo de actuar en la sociedad de hoy.
El punto de partida es el capítulo 2 de la constitución Dei Filius del Vaticano I. Esta contiene cuatro párrafos: el primero, define las posibilidades de la razón; el segundo, trata de la necesidad de la revelación sobrenatural. Los dos siguientes, se refieren a las fuentes de la revelación. Luego de definir que la razón natural puede conocer a Dios con certeza, a través de las criaturas (lo cual implica reprobar el agnosticismo, el fideísmo y «tradicionalismo absoluto») también se define el hecho de la revelación y su modo sobrenatural (contra el racionalismo). Después el documento se ocupa de la necesidad de la revelación en los siguientes términos:
«Gracias a esta revelación divina, resulta posible a todos los hombres conocer fácilmente, con firme certeza y sin mezcla de error, aun en las condiciones actuales del género humano, todo aquello que en el campo de lo divino no es de suyo inaccesible a la razón. Mas no por esto ha de considerarse absolutamente necesaria la revelación. La necesidad absoluta de la revelación proviene de que Dios en su infinita bondad ordenó al hombre a un fin sobrenatural, es decir, a la participación en unos bienes divinos, que sobrepasan todo cuanto puede alcanzar la inteligencia humana; puesto que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre pudo concebir lo que Dios ha preparado parta los que le aman (1 Cor 2,9).»
Los teólogos explican que la revelación es absolutamente necesaria en un sentido, y moralmente necesaria en otro. Es absolutamente necesaria para conocer el orden sobrenatural, al que Dios se dignó elevarnos. Pero es moralmente necesaria para que las verdades religiosas y morales de orden natural puedan ser conocidas por todos con facilidad, firme certeza y sin mezcla de error alguno.
Sobre esta última necesidad hay que precisar un poco más. En efecto, se debe rechazar la «tentación fideísta» sobre verdades de orden natural:
«Todos conocen bien cuánto estima la Iglesia el valor de la humana razón, cuyo oficio es demostrar con certeza la existencia de un solo Dios personal, comprobar invenciblemente los fundamentos de la misma fe cristiana por medio de sus notas divinas, establecer claramente la ley impresa por el Creador en las almas de los hombres y, por fin, alcanzar algún conocimiento, siquiera limitado, aunque muy fructuoso, de los misterios» (Pío XII, aquí).
También es necesario tener presente que, en las actuales condiciones del género humano, con su naturaleza herida -no destruida- por el pecado original, la revelación viene a remediar una necesidad moral.
«Pero, diremos, la razón no podría conocer a Dios tan perfectamente, si no hubiera sido iluminada por la revelación. No disentimos. Y la constitución Dei Filius nos lo declarará pronto; pero esta necesidad de la revelación no valora una impotencia física de la razón, únicamente valora una impotencia moral…» (Vacant, aquí)
En este sentido, hay que decir que la revelación tiene gran utilidad para conocer perfectamente verdades religiosas y morales de orden natural, que no son -de suyo- inaccesibles a la razón. Así lo explicaba Vacant en su estudio sobre la Dei Filius:
«Art. 65. — Utilidad de la revelación para el conocimiento de las verdades de la religión natural.
331. El párrafo segundo del segundo capítulo trata acerca de la necesidad de la revelación, dice Mons. Gasser, en el informe presentado en nombre de la Deputación de la Fe, sobre esta parte de la Constitución Dei Filius… He allí, pues, cuestión de la necesidad de la revelación, y esto tiene dos puntos de vista: 1º respecto a nuestro conocimiento natural de Dios, y 2 ° relativamente al orden sobrenatural. Por lo que respecta a la necesidad de la revelación del orden natural, el texto enseña que no es absolutamente necesaria […] sino […] una necesidad que no viene del objeto, bien entendido que el objeto es aquello de las cosas divinas que no es inaccesible a la razón humana; esta necesidad viene del sujeto, es decir, del hombre en la presente condición del género humano. Se trata, además, no de la potencia activa de conocer a Dios, sino del conocimiento actual de Dios por nuestro entendimiento […].
En este pasaje se pueden distinguir las tres aserciones siguientes:
332. Primera aserción.- Los hombres que han recibido la revelación cristiana conocen todas, fácilmente, es decir sin demoras prolongadas y sin investigaciones penosas, con firme certeza, sin mezcla de errores, las principales verdades relativas a las cosas divinas, que no son inaccesibles a la razón.
Una enmienda quiso que se remarcara que estas verdades son relativas a Dios y a la ley natural; pero el Concilio prefirió conservar la fórmula más general que la Deputación de la Fe había adoptado en su proyecto […].
333. Segunda aserción.- A esta revelación se debe atribuir que todos los fieles puedan tener tal conocimiento, incluso en la presente condición del género humano […].
334. Tercera aserción.- Esta necesidad que tienen los hombres de la revelación no es absolutamente necesaria; pero, dado que ella es indispensable para los hombres en un cierto sentido, este es el de una necesidad moral.» (Vacant, aquí passim).
En las actuales circunstancias históricas nos encontramos con el lamentable fenómeno de costumbres y leyes inicuas que se oponen a la ley natural. Esta puede descubrirse racionalmente sin que sea necesaria una revelación positiva de parte de Dios (contra el «fideísmo»). Sin embargo, sus normas tienen diverso grado de evidencia objetiva y puede haber ignorancia de algunos contenidos (ver aquí). Además, es preciso recordar que muchos de nuestros contemporáneos no aceptan la revelación cristiana. Razón por la cual su conocimiento de las exigencias de la ley natural puede ser incompleto, dificultoso, incierto y mezclado con errores. Porque están privados de verdades que iluminan la inteligencia y de gracias que rectifican la voluntad (ver aquí). Estas limitaciones también son importantes para no explicar las exigencias de la ley natural de modo «racionalista».


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sábado, 10 de noviembre de 2018

Racionalismo y fideísmo (4)


- Tradicionalismo. Emparentado con el fideísmo, el tradicionalismo tuvo matices muy diversos; sus maestros poseyeron una formación científica más completa y consiguieron elaborar un sistema más acabado y coherente. Como en el fideísmo, parte de la incapacidad de la razón para conocer con verdadera certeza las realidades espirituales, sean de orden especulativo sean de orden moral. El criticismo kantiano es aceptado como un postulado con respecto a la razón del individuo, no en cuanto a la razón general o sentir común de los hombres que es siempre criterio de certeza.
Muchos seguidores del tradicionalismo se muestran partidarios de las ideas innatas, unos clara y otros latentemente. El pecado original con sus consecuencias y los pecados personales velan de continuo esas ideas. La razón no es más que un instrumento que ayuda a despertarlas, pero, como ocurre con la voluntad, está expuesta al oscurecimiento del individualismo y subjetivismo. Sólo la razón general o sentir común del género humano puede asegurarnos una norma objetiva.
El tradicionalismo en sentido estricto es la doctrina según la cual fue absolutamente necesaria al género humano una revelación primitiva para adquirir el conocimiento no sólo de las verdades de orden sobrenatural, sino también el de las verdades fundamentales de orden natural de índole metafísica, moral y religiosa: la existencia de Dios, espiritualidad e inmortalidad del alma y existencia de una ley moral natural. Esta revelación nos llega por la tradición; de ahí el nombre de tradicionalismo dado a este sistema.
Para el tradicionalismo existe una revelación primitiva, que se va trasmitiendo de generación en generación con la máxima fidelidad, quedando esta fidelidad garantizada por el sentir común de los hombres. En definitiva el criterio último de certeza se encuentra en la transmisión de la revelación primitiva o tradición; de ahí el nombre de tradicionalismo que recibe.
El lenguaje, como medio de comunicación social y de llegar a percibir la razón general humana, es reconocido por estos teólogos como de origen divino. De lo contrario el hombre habría quedado sumido en una invencible tiniebla. Sólo el contacto o intercambio de las razones singulares, mediante el lenguaje, manifiesta cuál es la razón general, cuyo contenido no es otro que las verdades reveladas en un principio y trasmitidas a través de los siglos: la tradición. El sentido común o razón general es el intérprete infalible y la manifestación irrevocable de la tradición y es, por lo mismo, en el orden práctico criterio inconcuso de certeza.
Entre las varias causas que pueden aducirse como introductoras de la nueva doctrina están, por un lado, los sistemas teológicos (Jansenismo), que defienden la corrupción radical de la naturaleza humana por el pecado, y las filosofías de inspiración kantiana, anuladoras de la función metafísica de la razón individual. Por otro lado -como causas negativas o de reacción-, el racionalismo del Siglo de las Luces y el olvido de la Tradición cristiana antigua y medieval, que hará surgir los diversos romanticismos.
La explicación de su éxito es necesario buscarla, primero, en el fracaso de la Revolución Francesa promovida por la diosa razón, y, en segundo lugar, en el triunfo del romanticismo, del sentimiento, del retorno a lo medieval y legendario. La difusión de El Genio del Cristianismo de Chateaubriand, impreso en 1802, era el símbolo de los nuevos tiempos.
- Agustín Bonnetty (1798-1879), fundador de la revista Annales de philosophie chrétienne (1830), fue un seglar muy eficiente en la lucha contra el racionalismo ambiente, y se preocupó, como Bautain, por el problema de las relaciones entre la razón y la revelación. Bonnetty sostenía que la razón es incapaz de proporcionar una «demostración de Dios y sus atributos, del hombre y de su origen, de su fin y sus deberes, de las reglas de la sociedad doméstica y civil». Todo lo que el hombre puede alcanzar de la verdad religiosa lo recibe de los vestigios de la primitiva revelación filtrados en las tradiciones de la humanidad (tradicionalismo). Bonnetty se inserta en una corriente apologética de reacción, bastante extendida en el siglo XIX. Baste citar los nombres de Bonald (1754-1840), Lamennais (1782-1854), De Maistre (1754-1821), Donoso Cortés (1809-1853), Ventura Raulica (1792-1861), etc. Entre ellos era bastante común la idea de que todo teólogo que no era tradicionalista, era un racionalista, incluyendo entre estos últimos a los grandes escolásticos.
La Congregación del Índice, advertida de las ideas de Bonnetty, le envió cuatro proposiciones que debía de firmar, si quería mantener la doctrina de la Iglesia sobre la capacidad de la razón natural para conocer la verdad religiosa. Las tres primeras están tomadas de las que había firmado Bautain en 1840 y de la encíclica Qui pluribus, de Pío IX (9-XI-1846); la cuarta es una defensa de la escolástica, a la que Bonnetty acusaba de racionalismo. Pío IX confirmó el decreto de la Congregación del Índice el 15 de julio de 1855. Bonnetty firmó las proposiciones el 12 de julio del mismo año y las publicó en Annales (octubre de 1855).
El texto de las Tesis contra el tradicionalismo de A. Bonnetty (Decr. de la Congregación del Índice, 11 junio 1855) es el siguiente:
  1. «Aun cuando la fe está por encima de la razón, sin embargo, no puede darse jamás entre ellas ninguna disensión o conflicto real, puesto que ambas proceden de la misma y única fuente de verdad eterna e inmutable: Dios óptimo máximo. Más bien se prestan mutua ayuda» [cf. n.15, 62).
  1. «El razonamiento puede probar con certeza la existencia de Dios, la espiritualidad del alma y la libertad del hombre. La fe es posterior a la revelación; por consiguiente, no es correcto alegada como prueba de la existencia de Dios a un ateo, ni como prueba de la espiritualidad o libertad del alma racional a uno que no admite el orden sobrenatural, o a un fatalista» [cf. n.1, 4].
  1. «El uso de la razón precede a la fe y con ayuda de la revelación y de la gracia conduce hasta ella» [cf. n. 5].
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domingo, 4 de noviembre de 2018

Racionalismo y fideísmo (3)



Si el racionalismo hacía de la razón única fuente del conocimiento humano, y el semirracionalismo exageraba sus capacidades naturales; en el lado opuesto, habría una reacción signada por la desconfianza en la razón humana: fideísmo y tradicionalismo*. No son dos sistemas completos, ni en filosofía ni en teología, desplegando casi toda su fuerza en el campo teológico sobre los problemas apologéticos.

- Fideísmo. La principal característica de este movimiento fue una crítica cerrada contra la razón humana -convertida por los racionalistas en el criterio único de verdad- en favor de una exaltación exagerada de la fe, fundamento de sí misma y capaz de reconocer la verdad de la revelación sin ninguna necesidad de signos exteriores o de motivos de credibilidad. Las desviaciones del fideísmo fueron condenadas varias veces por el Magisterio, sobre todo con Gregorio XVI, Pío IX y finalmente por el Vaticano I, donde se reconoció expresamente la posibilidad de conocer a Dios «con la luz natural de la razón humana».
- Luis Eugenio Bautain (1796-1867), médico, filósofo y profesor en la Universidad de Estrasburgo, es un representante cualificado del fideísmo en el siglo XIX. Nacido en el seno de una familia profundamente cristiana, llegó a perder la fe, influenciado por el agnosticismo kantiano. Con ayuda de la piedad y el saber de Luisa Humann, recuperó su fe religiosa (1822), y reunió alrededor de si un grupo de jóvenes, algunos de ellos judíos, que no tardaron en convertirse al catolicismo (M. T. Ratisbonne, Goschler, Level, etc.). Ordenado sacerdote en 1828, muy pronto fue encargado de la dirección del Seminario diocesano (1830) por el obispo de Estrasburgo. Pronto comenzaron los conflictos. Su formación kantiana, la experiencia de su prop1a conversión y un deseo de modernidad unido a su falta de formación teológica sistemática, le hicieron buscar un acceso a la fe, compatible con su desconfianza en la razón. En sus sermones en la catedral de Estrasburgo combatió la escolástica, tildándola de racionalista; en sus enseñanzas sostenía la incapacidad de la razón para demostrar los motivos de credibilidad. Tomando las ideas del romanticismo católico de Baader y del tradicionalismo de Bonald, afirma que la razón es como un sujeto pasivo en el cual se recibe el conocimiento cierto de la verdad, lo mismo que la vida se recibe de un germen procedente de un sujeto previo. Así, la fe (fideísmo), transmitida a por medio de hombres extraordinarios (tradicionalismo) en la Iglesia y en la Palabra viva de la Sagrada Escritura, es la última garantía de las certezas metafísicas que constituyen los motivos de credibilidad.
El obispo intervino rápida y drásticamente: 1) escribió una instrucción pastoral en la que denunció los errores de Bautain (15-IX-1834); 2) removió de la dirección del seminario a Bautain con su grupo; 3) envió una relación de lo hecho a Gregorio XVI, quien aprobó estas medidas por medio de un Breve (20-XII-1834), y expresó su confianza en que Bautain se sometiera. En efecto, el 18 de noviembre de 1835, Bautain firmó las seis proposiciones que le presentó el obispo. Aunque emanadas de una autoridad local, estas proposiciones tienen un valor universal, ya que fueron respaldadas por la Congregación del Índice con ocasión de la causa de Bonnetty.


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* Cabe aclarar que en este contexto histórico tradicionalismo no designa al movimiento católico de resistencia a las novedades del Vaticano II.

sábado, 27 de octubre de 2018

Racionalismo y fideísmo (2)


El semirracionalismo intentó cierta vía media entre el naturalismo racionalista y las posiciones católicas. No negaba la revelación divina, ni la existencia de verdades de fe, pero tendía hacerlas entrar a la una y a las otras bajo el dominio de la razón humana. Los semirracionalistas no negaban los misterios sobrenaturales pero pretendían explicarlos plenamente con la luz exclusiva de la razón.
En este contexto, el Concilio Vaticano I defendió la trascendencia de la fe afirmando que la verdad de los dogmas, incluso en su formulación, está más allá de las capacidades de comprensión puramente humanas.
El magisterio pontificio anterior al Vaticano I condenó los errores más notables de los tres representantes del semirracionalismo: Hermes, Günther y Frohschammer.
- Jorge Hermes (1775-1831) fue, como tantos otros, víctima del buen deseo de hacer a sus contemporáneos más comprensible la fe. Sus lecturas de Kant y de Fichte lo sumergieron en una crisis religiosa profunda; para salir de ella, sólo vislumbraba un camino: el de la duda objetiva, como condición previa. Para salir de esta duda, exigía un análisis científico capaz de postular un asentimiento necesario de la razón teorética, y un consentimiento necesario de la razón práctica.
Este método de acceso a la fe tropezaba con una seria dificultad: ¿cómo explicar la libertad y la sobrenaturalidad de la fe? Hermes distinguía entre la fe de la inteligencia y la fe del corazón, vivificada por las obras. Así, cuando se trata de Dios y las cosas divinas, la fe de la inteligencia es igual que la creencia en cualquier hecho histórico. La libertad y sobrenaturalidad serían, según él, atributos de la fe del corazón, pero no de la primera. A su método teológico añadiría una gran vivacidad y bastante menosprecio a la tradición.
Esta tesis fue condenada por los pontífices Gregorio XVI y Pío IX. El Vaticano I reafirmó en sus enseñanzas que la fe es razonable, pero no es el producto lógico y necesario de la razón, sino que está motivada por la autoridad de Dios que revela y requiere la acción de la gracia.
- Antón Günther (1783-1863) fue, juntamente con Hermes, el principal representante del semirracionalismo alemán del siglo XIX. Turbado en su fe por influencia de la filosofía kantiana y hegeliana, logró superar la crisis con ayuda de S. Clemens Hofbauer (1751-1820). Imbuido en la filosofía de Hegel, concibió un sistema teológico en el que los dogmas de la Iglesia quedaban plasmados en esquemas hegelianos. El resultado es que sometía la fe a la razón filosófica; privaba a los dogmas de su contenido tradicional y los relativizaba según el patrón de un determinado sistema filosófico
Esta subordinación de la fe a la razón, la consiguiente reducción de la teología a filosofía y la relativización del dogma chocó con una fuerte oposición. Y motivó la condena del güntherianismo por Pío IX y el Vaticano I. Günther aceptó con ejemplar sumisión la decisión de Pío IX. Pero varios de sus discípulos pasaron a formar parte del cisma de los viejo-católicos.
- Jakob Frohschammer (1821-1893) estudió teología sin vocación. Ordenado sacerdote en 1847, enseñó en Munich como profesor privado (1850); desde 1855 enseñó filosofía como profesor ordinario. Su racionalismo recuerda al de Günther, pero sin la religiosa humildad de éste. Admite la Revelación y, por tanto, distingue los dogmas cristianos de los resultados obtenidos científicamente. Pero sostiene que, una vez conocida la revelación, pueden y deben ser demostrados todos los misterios cristianos. Por consiguiente, no puede haber misterios que no sean adecuadamente comprendidos después de revelados. De este modo queda reducido el método teológico al método filosófico, y la teología goza de la misma independencia que la de cualquier otra ciencia.
Mantuvo hasta su muerte una inflexible rebeldía frente a la autoridad eclesiástica. Pío IX dirigió al arzobispo de Munich el breve Gravissimas inter (1862), en el que se hace mención de la insubordinación de Frohschammer y se juzgan tres de sus obras aparecidas hasta entonces como discordantes con la doctrina católica. En 1863 fue suspendido por su obispo, y su alejamiento de la Iglesia fue cada vez mayor. Frohschammer fue uno de los que más violentamente combatió el dogma de la infalibilidad del Romano Pontífice.

sábado, 20 de octubre de 2018

Racionalismo y fideísmo (1)


En esta entrada, y en las siguientes, nos ocuparemos de explicar algunos errores condenados por el concilio Vaticano I acerca de las relaciones entre la fe y la razón. No pocas veces encontramos presentaciones incompletas de este concilio, en las que sólo se recuerda la condena del racionalismo o naturalismo. Lo cual es verdadero, pero incompleto.
Las tres tendencias dominantes que acosaban a la Iglesia durante el siglo XIX fueron el racionalismo, el semirracionalismo y el fideísmo. Y contra estas tuvo que reaccionar el concilio.
El Vaticano I expuso la doctrina de un modo positivo (capítulos); y condenó las doctrinas opuestas, con fórmulas breves, claras y definitivas (cánones). La constitución dogmática Dei Filius (aquí) tiene importancia decisiva en las relaciones entre la razón y la fe. Preparada con gran conocimiento de causa por Franzelin, Schrader, Kleutgen, Dechamps, Pie y Martin, supone un cuidadoso análisis de las posiciones modernas, descarta las tres tendencias erróneas dominantes ya mencionadas y expone con claridad la doctrina católica. La constitución se considera como la culminación de la enseñanza de la Iglesia a lo largo del siglo XIX. Consta de cuatro capítulos y sus cánones correspondientes. Tras un primer capítulo en el que trata de Dios creador, los tres capítulos restantes abordan: las fuentes del conocimiento religioso (c.2); la fe (c.3); y las relaciones entre la fe y la razón (c.4). La mayor parte de los errores que se condenan en los cánones ya estaban anteriormente reprobados en documentos pontificios.
En una primera aproximación, racionalismo o naturalismo
«… en sentido estricto es un sistema que afirma el dominio supremo y absoluto de la razón humana en todos los campos, sometiendo a su control todo hecho y toda verdad, sin excluir el mundo sobrenatural y la misma autoridad de Dios. Este sistema tiende a humanizar lo divino, cuando no lo elimina, y a naturalizar lo sobrenatural, cuando no lo niega» (Parente).
El racionalismo exalta la razón hasta el punto de presentarla como única fuente del conocimiento humano. Con esto se opone, por definición, a toda religión revelada y sobrenatural. El racionalista no podrá concebir nunca la revelación como una intervención divina, exterior al hombre. A lo sumo dirá que se trata de una intuición humana, a la cual responde la fe, como actitud existencial de la vida. Los dogmas de fe, por tanto, no podrían aceptarse como realidades objetivas exteriores al sujeto, sino como expresiones poéticas de la realidad (Hegel) o como sentimientos religiosos expresados en fórmulas (modernistas).
Con el racionalismo se puede construir un cristianismo de «rostro humano» muy atractivo. Propiamente hablando, no habría revelación: sólo existiría la razón; no habría fe sobrenatural: sólo existiría la ciencia o el sentimiento religioso.
Hoy día puede notarse una cierta tendencia racionalista en la valoración que se hace del elemento subjetivo de la fe y la reducción o la negación de los contenidos intelectuales. La fe, se dice, no es una «información», sino una «postura ante la vida», cuyo modelo original es Jesús de Nazaret.


jueves, 11 de octubre de 2018

Lo fantástico (y 2)

[II] Las fronteras de lo «fantástico»
No es precisamente la fantasía lo que rige como motor creativo el mundo del que estamos hablando. Obras como Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carrol, o el último éxito editorial en lengua española, El Señor de los anillos, de Tolkien (8), no pertenecen al mundo de lo fantástico, sino al de lo fantasioso o maravilloso. La creación y la lectura de estas obras, no es algo que entre de lleno en la vacilación fantástica. Pueden ponerse junto a las leyendas imaginativas del folklore popular, más bien exigidas por una nostalgia de inocencia, que por una nostalgia de Absoluto. Forman parte de la primera etapa de una vuelta sobre uno mismo, cuando se trata de un lector adulto, que comprenda los horizontes de lo que se quiere decir en ellos. Es, quizá, con expresión que da el título a la obra de Fernando Savater, La infancia recuperada (9), como puede serlo la lectura de Verne, de London, de Salgari, de Cooper, de May, en un regreso a la adolescencia. Obra de fantasía es siempre obra de nostalgia limitada; es decir, un regreso a lo posible, porque fue, simplemente. Una cierta recuperación de sueños infantiles o adolescentes, que pueden haber sido irrealizables -como cualquier ilusión juvenil de adentrarse por las selvas o los mares del Sur...-, pero que no llevan el sello de lo inverosímil o de lo inaudito. Con expresión de Henry James diremos que lo fantástico, al contrario, es la primera vuelta de una tuerca sin fin, cosa que no sucede en el que es fruto de la simple fantasía, que deberíamos llamar, simplemente, «maravilloso». Y ahí estriba la gran diferencia, básica en la distinción de ambos relatos u obras en general. Porque, asumiendo la idea de Sartre, hemos de afirmar que el relato maravilloso no plantea la realidad que representa, mientras que lo «fantástico» sí lo plantea. Lo «maravilloso» puede sumergirse en mundos de fantasía, que no exigen realización. Por ello, como veremos más abajo, la «ciencia-ficción» tiene muchas veces más afinidad con lo «maravilloso» que con lo «fantástico». En cambio, lo «fantástico», con todo lo que comporta la dislocación, de exabrupto, de monstruosidad, está presentado como realidad, no solamente posible, sino auténtica. Un relato de Lovecraft es verídico, por inverosímil que parezca. Un film de Polanski, «necesita» ser tenido como realidad. Cualquier figuración del Bosco, intenta ser reflejo de una «situación real». La obra «fantástica» se estructura mediante la combinación de artesanía literaria entre lo inverosímil y lo real; una realidad que es, a la vez, en certero análisis de Bessiere, empírico y meta-empírico. Hay, pues, una primera limitación en la idea que asumimos de los campos de lo fantástico, que nos importa, precisamente porque nos sitúa en el ámbito de lo que realmente lleva impreso el sello de la vacilación, es decir, de ese complejo mundo de atracción y repulsión, de temor y atractivo, que ha de estar como en la base de lo fantástico, y que es lo que lo aproxima a la relación con lo que transciende a la normal actitud humana y natural. Tanto en literatura como en cine, o el arte en general roza todo lo de este ámbito con lo extraño, aparentemente irrealizable, inefable, pero sin embargo con un empeño grande en hacer constatar su verosímil inverosimilitud. La gran lección de lo fantástico está en la obra de Stanley Kubrick, 2001, una odisea del espacio. No se trata de pura ciencia-ficción, que en realidad puede resulta de un simple montaje imaginativo, en el que los actuantes o los autores no estén sometidos más que a los imperativos de una imaginación trucada. Kubrick va mucho más allá, y transporta, al ritmo del Así habló Zaratustra, de Strauss, a un mundo en el que no solamente entra lo distinto o lo distorsionado. El espectador se siente arrastrado hacia algo que ve como verdadero, pero que le somete a la gran interrogación de su significado. La vacilación ante las interpretaciones le produce un especial sobrecogimiento, y advierte que hay áreas de un desconocido estremecimiento, que quisiera adivinar cómo le lleva a la superación del Espacio y del Tiempo (recordemos las escenas finales de la evolución e involución, del hombre/niño/viejo). Es la aproximación a lo Absoluto. No se trata de un mundo de sueños, aunque lo onírico esté siempre presente en cuanto a figuración, sino de la ambigüedad insólita de que hablábamos más arriba. No es el simple fantástico expresionista, que en el cine se sitúa hacia los años 20-30 y que se da especialmente en Alemania, consistente en una distorsión de los decorados. Ni siquiera de lo simplemente onírico o de las reacciones psicoanalíticas. Por supuesto, no se quiere tener como a tal todo aquello que se refiera, simplemente -no como elementos narrativos- al sadismo, la crueldad, lo hipotético (como pudiera ser lo «utópico/ político»). Toda obra fantástica debe referirse a los siguientes procedimientos: - Intrusión de un elemento extraordinario en el mundo ordinario (que afecta a nuestra sociedad poblada de personajes ordinarios); - Proyección de un elemento ordinario en un mundo extraordinario (recordemos la serie de films que se inicia con El planeta de los simios, de Franklin Schaffner); - Análisis de elementos extraordinarios que evolucionan en un universo que es también extraordinario: el llamado fantástico total 10. La obra «fantástica». George Sand, citada por Belevan, afirmaba que El mundo fantástico no está afuera o arriba, o abajo; está en el fondo de nosotros, lo mueve todo, es el alma de toda realidad u. Nacido de la inquietud, remedia la inquietud. Es la forma que toma el sentido de lo sagrado en las épocas de escepticismo y de trastornos (12). Por ello, en los tiempos de búsqueda y también en los de transformación, es una de las manifestaciones culturales y cultuales que el hombre se apropia con mayor violencia (13). Necesita la sustitución, y rinde culto a sus otros dioses, que no podrá sino sacarlos del pozo de las propias experiencias religiosas. Pensemos en un film como Rosemary's Baby con sus ritos, sus evoluciones lingüísticas, su planteamiento de aproximación a otro sobrenatural, pero con los mismos elementos de la religión de la que procede Polanski y su entorno. En literatura, aun las narraciones de Poe, con el montaje de aspectos diferentes de una misma obsesión, nos aproximamos a la verdad de una inquietud irresuelta. El «suspense» a que somete el ritmo narrativo, no es más que la curva de un alejamiento/aproximación que surge en época de exigencias positivistas. Aun el exasperante Lovecrafft no es más que un «Dies irae» disimulado, y mal imitado, a pesar de la acumulada admiración de quienes quieren ver en él lo que no hay (14). No se trata, como algunos han pretendido, de un proceso de desmitificación. El mundo del MIEDO, como base de lo fantástico (15), no hace más que llevar de la mano hacia una actitud de pseudo-adoración, de desmesurada reverencia. Las leyes de Frankenstein, de Drácula, de la momia, del hombre-lobo, de los monstruos, nos revelan el trasfondo de búsqueda y la necesidad de una respuesta a nivel de espectador o de lector. Todo el peso de la narración (sea escrita o sea fílmica) está llevado por la fuerza del «mito», que conlleva una exigencia de sustitución, y al mismo tiempo postula una actitud de aceptación y de incontestable respeto. ¿No es el temor, temblor y sencillo corazón? Buscamos en lo «fantástico» no una evasión, un pretexto o una cierta venganza, sino un secreto, que es a la vez el secreto del hombre y del universo (16). Aun en la evolución de las obras de ciencia-ficción, cuando se va de lo simplemente artificial y de falso futurismo a una concepción claramente diversificada de la presencia ignota de un Absoluto fantástico (opresor o benéfico), podemos advertir la clara raíz de relación con una transcendente obsesión, que es omnipresente en la historia del hombre. Así, en los films de Robert Wise, o de Kurt Neumann, hasta los de W. C. Menzies, Fred S. Sears o Edward L. Cahn o Don Siegel. Hay, ciertamente, en todo ello una manipulación científica (o cientista) del hombre que se ve, de pronto, dominador del espacio y del átomo. Sobre todo, cuando a través de ciertos films (y novelas) que podemos llamar de la serie B, se obtienen resultados inesperados. El hombre necesita una respuesta a su inquietud, y no se puede decir solamente que se comercialice a partir de sus necesidades. Por un lado serán los films de MONSTRUOS, que encierran en sí los elementos de la ficción, del poder absoluto manifestado de una manera diferente y arrolladora, produciendo la sensación de imposible, de horror, de desolación, de un cierto ridículo escéptico. Por otro, los films que nos presentan a personajes de otros planetas, en actitud generalmente maléfica. El monstruo es reflejo de una omnipotencia distorsionada, de una visión del más allá presente en la temporalidad, hecha rotunda negación de humanidad. Es derivación de una concepción mítica arraigada en una teogonía imaginativa, que exige desaparezcan todos los resabios de hominización. No es «imagen y semejanza», sino «anti-imagen y desemejanza». Por ello, estas apariciones de monstruos al estilo de los que aparecen en los films de Inoshiro Honda o de Jun Fukunda, nos dan un reflejo de las concepciones teogónicas de una religiosidad de fuerzas elementales, donde no aparece rastro de óptica humanizante. Por su parte, los films de «otros planetas», más cercanos a nuestra concepción del «más allá», nos dan una revelación de seres que envidian, necesitan o exigen al hombre. Desde Bruno Ve Sota hasta los últimos productos de Siegel o las demás ensoñaciones -no insomnios- de otros autores. Es necesaria la entrada del misterio, pero de modo que el espectador se sienta inmerso en el contraste dinámico de fuerzas enfrentadas. Desde la calle oscura de Lovecrafft o de sus «museos del horror», hasta la nitidez de los trajes de «Star Trek». Rayos láser, puñales, monstruos, fuego, licántropos, no son más que elementos de un Sinaí exigido con sus rayos y su lucha por la supervivencia. Son la necesaria manifestación de lo «Otro» en un mundo de anonimato y de profanidad. Querer negarlo es quizás enfrentarse con un absurdo. El afirmarlo es aproximarse a la impotencia humana, con su necesidad de encontrar un sustitutivo de lo sagrado. Fuerza, potencia, exotismo, deformación, terror, lenguajes ignotos, no son más que las diversas notas de un solo pentagrama: el de la incapacidad de negar, con afirmaciones distorsionadas, lo que se le impone al hombre. El placer del desplacer, el horror de la falsa tranquilidad, son manifestaciones de un sentido de autoliquidación, de una culpabilidad frustrada y frustrante, ante el hecho de un intento de superación de lo sagrado. Y la forma expresiva de la creatividad está en lo fantástico, a través de lo que Roland Barthes llama la descritura, como catalizador de la dinámica comprehensiva de los más dispersos elementos de creación cultural. 
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(8) Lewis Carrol: Alicia en el País de las Maravillas, Afha, 197. J. R. R. Tolkien: El Señor de los anillos (3 tomos), Minotauro, 1978, 79, 80.
(9) Fernando Savater: La infancia recuperada, Taurus, 1976.
(10) Rene Predal: Le cinémafantastique, Seghers, 1970. Gerard Lenne: El cine «fantástico" y sus mitologías, Anagrama, 1974. Edgar Morin: El Cine o el hombre imaginario, Seix Barral, 1972. Ilia Ehrenburg: Fábrica de sueños, Akal, 1972.
(11) Belevan, ob. cit., p. 69.
(12) Schneider, ob. cit., p. 21.
(13) Paul Goodman: Ensayos utópicos, Península, 1973.
(14) Lovecrafft: Horror en el Museo, Caralt, 1980. Ver prólogo/introducción de Antonio Prometeo
Moya.
(15) Román Gubern-Joan Prat: Las raíces del Miedo. Antropología del cine de terror, Cuadernos Ínfimos, Tusquets, 1979. Mario Carliski: Psicoanálisis, Teatro y Cine, Paidós, 1965. Ivan Butler: Horror in the Cinema, Zemmer, Barnes, 1967.
(16) Belevan, ob. cit., p. 71.

miércoles, 3 de octubre de 2018

Lo fantástico (1)

Lo fantástico como intrusión nostálgica del misterio en algunas manifestaciones culturales de hoy.
Por Cristóbal Sarrias.
Fue en el «campus» de la Universidad de Columbia, en 1960. Hablaban los utópicos y los hombres de la contracultura. Norman O. Brown fue explícito: «Sea como fuere, la cuestión es, antes que nada, encontrar de nuevo los misterios. Con esto no quiero significar simplemente el sentido de lo maravilloso, aquel sentido de lo maravilloso que es la fuente auténtica de toda filosofía: lo que quiero significar por misterio es secreto, oculto, sólo visible por los que tienen visión espiritual» (1). Ante el auditorio universitario, Brown enunciaba la gran nostalgia del misterio. La que estaba en la entraña misma de la juventud convulsionada por el pensamiento de Marcuse, de Goodman, de Fast o de Morin. Una juventud cansada de enseñanzas librescas -que él mismo ataca en palabras que siguen en su discurso-, que necesita reencontrar el sentido de lo oculto, de lo distinto, de lo que, en realidad está detrás de cualquier aprehensión de la realidad inmediata. Brown reconocía, en sus diagnósticos, el grado de nostalgia que puede existir en cualquier manifestación social, cuando se aproxima a la orilla de lo Imposible. La necesidad de reencontrar lo oculto, lo mistérico, no podía ser exclusiva competencia de actividades iniciáticas reservadas a unos pocos. En el «campus» de Columbia se apretaban los hombres y mujeres de toda una generación, que además era válida para un análisis de todo un estrato social a nivel de amplio espectro. Quizá totalizante. Porque representaban una visión de futuro que no podía desestimarse, ni era un simple conjunto de estudiantes sin relevancia. Lo que en 1960 estaba ante Brown era, simplemente, nuestra generación.
[I] Reemplazar la transcendencia
Los analistas de lo fantástico coinciden en un punto concreto: detrás de cualquier manifestación cultural que pueda englobarse bajo este epígrafe (y veremos la amplitud de su campo, junto con lo restringido de su comprehensión) tiene un elemento común: lo fantástico se caracteriza por una intrusión brutal del misterio en el marco de la vida real (2). Es decir, la entrada en los entramados y entresijos de lo cotidiano de todo el necesario mundo de relación con la transcendencia. Se podrán llamar «sustitutivos» o «lecturas de creencias ignoradas », pero lo cierto es que, sin tener que recurrir a análisis excesivamente profundos, hay en la expresión cultural que se adentra en lo fantástico, una necesaria actitud iniciática, que desciende a los niveles más elementales (y profundos) de la reacción religiosa. Y surge entonces lo que constituye el primer paso de la reacción «fantástica »: la vacilación. En el simple hecho de la recreación de un mundo «diferente», en el que se introducen elementos que son deformaciones, abstracciones, distorsiones, exageraciones de la vida real, se añade a lo que se ve, se oye, se siente, lo que se intuye, se busca, se sospecha, se necesita. Es decir, el autor que ofrece su visión fantástica, y el lector o contemplador (más que espectador, que puede connotar pasividad) recurren a la dialéctica de lo imposible; a la presentación y captación de lo impublicable o esotérico, en cuanto que es algo que no está al alcance de la mano, ni de la vista, ni muchas veces de la simple imaginación. Entonces lo «fantástico» se transforma en un elemento válido para responder a la vacilación a que somete la credulidad (no la «incredulidad») necesaria. Una lectura de Poe, una visión de Goya o una contemplación de Lang -por no citar más que autores que llevan la connotación del «miedo»- hacen presentir que «hay-más» -pero-no-se-sabe-ni el «qué»-ni el «cómo»-ni el «cuando»-. Y esta actitud, cercana a la «umheiliche» freudiana -que nosotros llamaríamos con Belevan, «ambigüedad insólita» (3)-, es la que produce el desequilibrio funcional de la relación con un «más allá» necesario. Es la «vacilación» entre un más acá real, y un más allá imposible de aprehender. Esta es la razón por la que Todorov dice que lo fantástico es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural (4)Es cierto que puede provocar una seria rebeldía interior, como anuncia Caillois, al decir que Todo lo fantástico es una ruptura del orden reconocido, una irrupción de lo inadmisible en el seno de la inalterable legalidad cotidiana. Precisamente porque es una intromisión -en el sentido etimológico y primitivo de la palabra- en una realidad que se ve limitada por sí misma, y desbordada por la entrada de elementos que la transcienden. Y por ello, Schnieder dirá en un texto aportado por el mismo Callois (5): Lo fantástico explora el espacio de lo interior; tiene mucho que ver con la imaginación, la angustia y la esperanza de salvación. Irene Bessiere, en su obra Le récit fantastique (6), precisa que lo fantástico no es sino uno de los caminos de la imaginación, cuya fenomenología semántica surge a la vez de la mitografía, de la religiosidad, de la psicología moral y patológica y que, por eso mismo, no se distingue de aquellas manifestaciones aberrantes de lo imaginario o de sus expresiones codificadas en la tradición popular. Es decir, que ampliando el campo de reflexión sobre lo fantástico, nos introduce de lleno en lo que la fuerza de creación mítica de los pueblos ha ido añadiendo a sus tradiciones como eco de la entrada de una conexión con lo sobrenatural, sea de la naturaleza que fuere. Lo que analiza con profundidad Mircea Eliade en todos sus libros, y que nos hace comprender de una manera muy concreta en determinadas alusiones a lo cósmico, o a las manifestaciones básicas en la capacidad evolutiva del hombre (7).
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(1) Brown, Cohn-Bendit. .. , etc.: Escritos sobre el Apocalipsis, Kairos, 1973, p. 146.
(2) Harry Belevan: Teoría de lo fantástico, Anagrama, 1976, p. 43.
(3) Ibíd., p. 88.
(4) T. Todorov: Introducción a la literatura fantástica, Ed. Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires, 1972, p. 34.
(5) M. Schneider: Déja la netge, Grasset, 1974, p. 12.
(6) Irene Bessiere: Le récit fantastique, Larousse, 1974.
(7) Passim en las obras de M. E., pero especialmente en: Herreros y alquimistas, Alianza, 1974. Imágenes y símbolos, Taurus, 1974. Mito y realidad, E. Labor, 1978. Tratado de historia de las religiones, 2 tomos, Cristiandad, 1974.

lunes, 24 de septiembre de 2018

La pesadilla de la educación



La pesadilla de la educación. 
Por Carlos. D. Lasa. 
Esta madrugada me desperté sobresaltado. Traté de tranquilizarme para poder determinar qué me había causado semejante estado de intranquilidad. Intenté, entonces, recordar mi sueño.
Había soñado que los niños y jóvenes de Argentina eran subidos, compulsivamente, a un gran colectivo cuya única virtud era la de ensancharse para albergar a los que iba reclutando a lo largo y ancho del país. Sobre uno de los costados del ómnibus estaba inscripta esta palabra: INCLUSIÓN.
La inclusión, al modo de una epidemia ya convertida en pandemia, afectaba a todos los tripulantes. Sus cabezas no podían escapar a la lógica binaria: inclusión-exclusión. Recordé entonces el diálogo que tuviera con una candidata a ocupar una Dirección de primaria. En su oportunidad le dije: “ ¿Qué juicio le merece la ley de educación?” De inmediato me respondió: “ Me parece inadecuada porque no incluye a los mapuches”. Y yo le pregunté: “ Pero si la ley de educación se propusiese, por ejemplo, sacar idiotas en serie, ¿no le parece que sería muy bueno para el pueblo mapuche no ser incluido dentro de esa ley?” Desde su pobre lógica binaria sólo atinó a mirarme con una cara de “Ud. no entiende nada”.
La aspirante a Directora de primaria ni siquiera imaginaba que la omnipresencia de la sociología, tanto en su cabeza como en la del ómnibus con que soñé, era una consecuencia de lo afirmado por Marx en su tesis VI sobre Feuerbach cuando había reducido al hombre a la dimensión socio-histórica. A partir de entonces, el ser del hombre pasa a configurarse dentro de un mundo de relaciones socio-históricas y, en consecuencia, no estar incluido en ellas equivale a no-ser.
Volviendo a mi sueño, me pregunté qué era aquello que me había provocado tanto desasosiego. Y repasando cada secuencia del mismo, tomé conciencia que era terrible advertir que ese vehículo marchaba a la deriva. Recuerdo que algunas mentes más despiertas preguntaban al chofer: “¿Para qué estamos marchando?” Y el chofer les respondía, sin que se le moviera un músculo de la cara: “Para marchar”.
De inmediato se escuchó la voz de una Experta en Educación que les dijo a estos preguntones: “ Interrogarse acerca de dónde venimos y hacia dónde vamos es algo superado, chicos, algo filosófico”. Y prosiguió: “ Nosotros, desde que sabemos que la única realidad es este grupo socio-histórico, y que esta última la realidad depende de lo que nosotros queramos, pasamos nuestras vidas “construyendo” conocimientos y re-significándolos para que el colectivo-educación siga marchando. Nuestra práctica en el aula se sostiene a partir de un pensamiento crítico”.
Pero uno de los preguntones no pudo con su genio y le retrucó: “Pero dígame, ¿cómo será posible un pensamiento crítico si ya nos han determinado qué preguntas podemos formular y qué otras preguntas no? Ya me censuró Ud. cuando preguntamos por qué estaba marchando el colectivo?, ¿ y no censuró Ud. misma, acaso, al filosofar como algo superado?”. [Recuerdo que, hace un tiempo, le fue rechazado un plan de investigación a una investigadora en educación porque ser “muy filosófico”].
Lo más grave de mi sueño es que representaba una adecuación perfecta con la realidad. De allí que mi malestar no sólo se fuera sino que se agudizara. Comencé a repasar en qué pasan sus horas los Expertos en Educación: en fritar y refritar temas de corte puramente sociológico. Bajo una apariencia de cambio, todo queda exactamente igual. Cambian los paradigmas, es decir, lo que los miembros del colectivo van construyendo a medida que el colectivo sigue avanzando pero, claro está, esos paradigmas jamás pueden poner en cuestión al paradigma de los paradigmas: que la realidad y el hombre se reducen a una construcción histórico-social que la escuela debe reproducir. A este paradigma nadie lo discute; hay preguntas que están prohibidas. Hay que proscribir a la filosofía del espacio educativo porque ella, como decía un célebre general argentino, “aviva giles”.
Hace pocos días, una autoridad educativa reflexionaba en estos términos acerca de la realización de un próximo Congreso que reúne nos dicen a grandes expertos: “… la denominación del Congreso se realizó en función del ‘nuevo paradigma’ de las escuelas que ya no son seleccionadoras y clasificadoras, sino que pretenden ser inclusivas y esto supone el conocimiento del otro”. Habría que preguntarle a esta autoridad, ¿qué brinda y qué debiera ofrecer la escuela actual a los jóvenes que pretende incluir? Esta cuestión, ¿estará alguna vez en la agenda de las autoridades educativas y de los realizadores de los Congresos?
En determinado momento de mis divagaciones no pude dejar de recordar aquellas sabias palabras de Mattéi cuando se refería a la pedagogía procedimental. Refería Mattéi: “De este postulado de equivalencia entre la educación y la vida, la vida y los procesos, se deduce que la educación será concebida como un proceso vital indefinido de procedimientos de enseñanza que no remiten más que a ellos mismos y no a una fuente externa… En el caso de la institución escolar, se reemplaza la finalidad pedagógica, es decir, la constitución del hombre en su humanidad, o, como decía Kant, en ‘su fin último’, por la función de enseñanza. A su vez, la función de enseñanza se reduce a los métodos didácticos que se ponen en práctica, que, para concluir, se degenerarán en procedimientos mecánicos…”[1].
Yo me pregunto, entonces: en el mientras tanto, ¿qué sucede con los niños y jóvenes que van en el colectivo?
La respuesta no es demasiado compleja si se tiene en cuenta que cada niño y cada joven son considerados sólo como ciudadanos y no como personas. Su ser, reducido al contexto socio-histórico, no puede aspirar a alcanzar la plenitud de lo humano, no puede darse el lujo de pretender una educación de excelencia. Debe contentarse con viajar en el colectivo sin saber hacia dónde va; renunciar al acto de pensar; contentarse con adquirir un nivel mínimo de conocimientos que irá construyendo mientras el colectivo siga marchando. Esos conocimientos mínimos deben hacer posible que los tripulantes del colectivo adquieran un nivel óptimo de adaptación al ómnibus para que éste continúe marchando. La misma autoridad educativa referida pontificaba que la escuela trabaja “para que (se) alcance lo mínimo, básico e indispensable que necesitamos de cada ciudadano en cuanto a sus conocimientos”.
Dentro de la terrible exaltación a la que estaba sometido por mi pesadilla pude responder a aquel interrogante que Schiller, en la carta VIII de su obra Cartas sobre la educación estética del hombre, se había formulado: “¿De dónde viene, entonces, que seamos aún bárbaros?”
Fuente:


sábado, 15 de septiembre de 2018

Algo más sobre el contraprotestantismo


Un lector de nuestra bitácora nos envía el siguiente texto de J. L. López Aranguren (más información ver aquí). Autor cuya lectura no recomendamos. Pero que, en las líneas que siguen, acierta y ofrece complemento importante de los textos de Castellani y Bouyer que publicamos antes.
«…el ortodoxo, al luchar contra la herejía, acepta su propio terreno. Mas, por otra parte, se ve conducido, empujado a adoptar la posición contraria a la del hereje, a formular la antítesis de la herejía, a hacer afirmaciones de puro carácter polémico. La verdad deja de considerarse contemplativamente para ser estudiada defensiva, apologéticamente (en el primario sentido de esta última palabra). El ortodoxo se convierte de este modo en contra-reformador. Así, por ejemplo, la Iglesia postridentina se ha visto forzada por la unilateralidad fideísta e interiorizante de la Reforma, a poner el acento, como escribe von Balthasar, sobre las "obras" y la "institución". Reaparece con ello otra vez, por lo menos en cierta medida, la "teología del no" de que antes hablábamos, y se rompe el perfecto equilibrio de la vida cristiana.
El resultado de este doble proceso […] es que aun salvándose, por supuesto, la ortodoxia, porque las puertas del Infierno no pueden prevalecer contra la Iglesia, se estrechan las perspectivas teológicas y se empobrece la verdad cristiana en cuanto vivida. A causa de esta insoslayable vinculación de la ortodoxia contra-reformadora a la herejía correspondiente, se produce durante épocas enteras el oscurecimiento de verdades absolutas, el paso temporal a segundo plano de jirones de realidad, el descuido de lo que queda entre las dos partes.
En el caso que a nosotros nos ocupa ahora, el de la Contrarreforma, los ejemplos que podrían traerse son varios. El de la Biblia es quizá el más visible. Por reacción contra el unilateral biblicismo de los protestantes, el católico se ha visto privado en la práctica, hasta hace pocos años, de la directa y frecuente lectura de la Palabra de Dios. Análogamente, por reacción contra el principio protestante del sacerdocio general de los fieles, el laico católico ha carecido, durante siglos, de la participación activa en el culto divino y, en general, en los asuntos de la Iglesia, esa actuosa participatio de que habla Pío XI. La debilitación de la idea del Corpus Ecclesiae mysticum durante toda la época contra-reformadora del catolicismo, es otra muestra de lo mismo. Debilitación solamente, no, claro es, pérdida, pues que se trata de una realidad esencial al catolicismo.
[…] sería imperdonable que fuésemos injustos con la Contrarreforma. Es verdad que el contra-reformador, a causa de su misma actitud, está condenado a vivir el cristianismo parcialmente. Pero esta limitación no es culpa suya, sino que viene dada por la situación espiritual —defensa, controversia, lucha—, en que, sin quererlo, se ve forzado a vivir religiosamente. ¿Remedio a su alcance? Únicamente humildad y paciencia. Nada se puede hacer sino esperar que alguna vez se cierre el período; pero como la historia no se acaba, entonces se abrirá otro nuevo. He aquí el misterio de la historicidad de nuestra religión. No sólo el contra-reformador, todo cristiano está condenado a vivir su religión de manera incompleta, y tiempo vendrá en que a nosotros, católicos de hoy, se nos haga este mismo reproche. Pues el cristianismo es demasiado grande para que pueda ser realizado en su plenitud por ninguna época, por ningún hombre


miércoles, 5 de septiembre de 2018

La última tontería de Maradiaga


Hace unos días, el cardenal Oscar Rodríguez Maradiaga declaraba en una entrevista lo siguiente: «Pedir la dimisión del Papa a mi juicio es un pecado contra el Espíritu Santo, quien en definitiva es el guía de la Iglesia, como decimos en el Credo: "Señor y dador de vida"» (aquí). Los pecados contra el Espíritu Santo son aquellos que se cometen con refinada malicia y desprecio formal de los dones sobrenaturales que nos retraerían directamente del pecado (ver aquí, n. 268 y ss.). Por lo cual hay que preguntarse sobre la naturaleza de la renuncia del Papa a su ministerio para ver si la opinión de Maradiaga tiene algún sustento doctrinal.
¿Qué es la renuncia del Papa?
«La renuncia del Romano Pontífice, llamada también abdicación o dimisión, consiste en el abandono voluntario del oficio primacial por el Papa. Dado el carácter específico de la misión del Sucesor de Pedro, no le son aplicables todas las causas jurídicas de la pérdida del oficio eclesiástico (cf cc. 184-196)».
El Papa, ¿puede renunciar a su Oficio?
«El c. 332 § 2 en primer lugar –haciéndose eco de la discusión medieval- indica claramente que el Romano Pontífice puede dimitir. Del mismo modo que el Papa es elegido por los cardenales y consiente libremente en esta elección, también puede retirar su consentimiento sobre la permanencia en el oficio supremo».
¿Por qué motivos puede renunciar?
«la causa de la renuncia del Papa debe ser proporcionada a la importancia del oficio, y por eso –en el caso del Obispo de Roma– gravísima, aunque queda a la libre valoración y a la conciencia del Sumo Pontífice. Para la validez de la dimisión no se requiere ninguna causa concreta, pero en la doctrina se indican genéricamente: la necesidad o utilidad de la Iglesia universal y la salvación del alma del Papa mismo. En la historia se enumeraban también algunas circunstancias concretas: irregularidad canónica, pública conciencia de un delito cometido, el odium plebis que no se podía corregir o tolerar, el deseo de evitar el escándalo, la falta de discreción de juicio, enfermedad, vejez, inhabilidad para ejercer su misión, deseo de llevar la vida religiosa o eremítica». (ver aquí).
Visto lo anterior, cabe concluir que la afirmación de Maradiaga carece de fundamento doctrinal. No es más que una expresión de «papolatría».
Quienes piden la renuncia de Francisco, por circunstancias concretas de su pontificado que están previstas por la doctrina tradicional no pueden ser acusados de pecar contra el Espíritu Santo.


sábado, 1 de septiembre de 2018

La descomposición del contraprotestantismo


En una entrada ya publicada reproducimos un texto del P. Castellani en cual se dibujan los grandes trazos de un proceso histórico de la Iglesia post-tridentina: «…la actitud polémica también influyó malamente en el Catolicismo […] Una gran parte del Catolicismo moderno -sobre todo en España y aledaños- se ha edificado sobre el Concilio de Trento más que sobre el EVANGELIO; es decir, se ha configurado en contra del Protestantismo; lo cual comporta una especie de imitación subconsciente. No se mueve libremente el que esgrime contra otro: depende del otro en sus movimientos». En otra entrada citamos pasajes del dominico Regamey, en los cuales se advierte sobre los peligros del «integrismo». Reproducimos hoy unas páginas de L. Bouyer que agregan más líneas para ir completando el cuadro.
Hemos destacado ya cómo la Reforma del siglo XVI había suscitado en la Iglesia católica la reacción profundamente insuficiente, no satisfactoria, de lo que se ha llamado la Contrarreforma. Esta, en la medida en que merece su nombre, en vez de haber contribuido a restaurar una catolicidad integral se ha limitado a hacer del catolicismo un simple contraprotestantismo, al igual que la Reforma había degenerado en Contraiglesia.
La misma reacción debió reproducirse en las masas católicas y agravarse ahí una primera vez después de la Revolución francesa y una segunda después del movimiento modernista, a principios del siglo XX. En el primer caso se tendrá como resultado lo que se ha denominado el tradicionalismo; en el segundo caso, el integrismo. Pero así como el tradicionalismo de José de Maistre y de Luis de Bonald no representaba una recuperación de la verdadera y auténtica tradición católica, tampoco el integrismo moderno es la restauración de su integridad. El tradicionalismo, al oponer la tradición a la libertad y a la razón, ha hecho una rutina mecánica y no inteligente que se pasa de mano en mano simplemente sin tratar de asimilarla ni, con mucha más razón, de comprenderla. El tradicionaliasmo, pues, se ha revelado ya, a lo largo del siglo XIX, como el peor enemigo del verdadero redescubrimiento de la tradición católica única digna de este nombre, tal como Newman y Mohler trabajaron para restaurarla. El integrismo, a su vez, tiene como perfecto el relleno entre rutina y tradición, rehusando admitir todo desarrollo de ésta, confundido con una evolución simplemente destructora y disgregadora. Con el mismo golpe endureció todavía la oposición entre la autoridad y la libertad, queriendo elevar la autoridad por encima de la tradición, como se había caído en la tentación anteriormente de elevar la tradición por encima de la Escritura para aplanar, si ello fuera posible, todo lo que se temía que iba a salir de la una o de la otra. Pero el integrismo, como el tradicionalismo antes que él, no es evidentemente viable.
El tradicionalismo del siglo XIX provocó pues en su discípulo más grande, Lamennais, la reacción de un futurismo demagógico exasperado: la sustitución sistemática de la vox populi, vox Dei, por una concepción de oráculo de la autoridad patriarcal de los pontífices y de los reyes. El integrismo, con el cual la ortodoxia, oficial y popular a la vez, tendía en el catolicismo a confundirse, desde el modernismo y su represión, desde el instante en que la autoridad aflojara su presión, debía suscitar la reacción paralela, pero más brutal todavía, del progresismo contemporáneo. A una tradición indebidamente congelada, sostenida intangible por medio de una autoridad encogida sobre sí misma, la primera relajación, que representaba el reinado de Juan XXIII y el Concilio, haría suceder no la reviviscencia de la tradición auténtica, para la cual no estaban preparados ni la masa ni la mayor parte de sus jefes, sino la disolución de todo sentido tradicional. Una libertad que la autoridad se había cuidado exclusivamente de reprimir para guardar la ocasión o la posibilidad de proseguir su educación, dejada ahora a sí misma, no sabe sino fluctuar a la deriva.
Aquí es donde las inercias propiamente católicas -yo quiero decir del catolicismo moderno- añaden su peso al vértigo dialéctico de las reacciones que acabamos de analizar. Por haberse limitado a «conservar», a «proteger», a «defender», los órganos directores dentro del catolicismo moderno, no supieron guiar, inspirar, suscitar el desarrollo viviente de la tradición católica en todo el cuerpo de los fieles. Estos, pues, no escapan a una inmovilidad pasiva sino para ceder sin resistencia a las presiones de fuera. En estas condiciones, ellos no pueden atestiguar la vitalidad de un organismo que, sin embargo, les pertenece todavía, pero del cual, en demasiado gran número y desde hace ya mucho tiempo, no participan.
Es preciso llegar a una nueva toma de conciencia de esta vitalidad, que es la de la tradición desembarazada de todas estas falsificaciones, si se quiere salir de la crisis católica presente y ayudar así a protestantes y anglicanos a salir de la crisis de su propio ecumenismo para que volvamos a reunirnos todos juntamente con los ortodoxos en la Una Sanctade la cual la cristiandad dividida y el mundo desgarrado tienen más necesidad que nunca.
Fuente:
Bouyer, L. La Iglesia de Dios. Madrid, 1973, pp. 186 y ss.