miércoles, 20 de junio de 2018

Newman: la religión de los fariseos (1)


Reproducimos en esta entrada y la próxima, un sermón del B. J. E. Newman predicado en la iglesia de la Universidad Católica de Irlanda (10º domingo después de Pentecostés, 1856), titulado La religión de los fariseos, la religión de la humanidad. La traducción es de Fernando M. Cavaller y fue publicada en la revista Newmaniana.
Estas palabras ponen ante nosotros lo que puede llamarse la señal característica de la religión cristiana, en contraste con las distintas formas de culto y escuelas de creencia que en los primeros y últimos tiempos se han difundido por la Tierra. Son una confesión del pecado y una oración por la misericordia. No es que la noción de trasgresión y de perdón fuera introducida por el cristianismo y sea desconocida más allá de sus límites; por el contrario, se observa que es más o menos común a todas las creencias los símbolos de culpa y corrupción y los ritos de deprecación y expiación. Pero lo que es peculiar a nuestra fe divina, así como al judaísmo anterior a ella, es que la confesión del pecado forma parte de la idea acerca de la más alta santidad, y que sus fieles modelos y los verdaderos héroes de su historia son solamente redimidos, transgresores restaurados, y sólo pueden ser eso, y abrigan en sus corazones la memoria eterna de serlo, y llevan al cielo con ellos la confesión extática de serlo. Semejante confesión no es simplemente la congoja de los labios del neófito, o del caído, no es sólo el llanto de la tendencia común de los hombres que están combatiendo con el oleaje de tentaciones en el ancho mundo. Es el himno de los santos, es la oda triunfal resonando desde las arpas celestiales de los bienaventurados ante el Trono, que cantan a su Divino Redentor: “Tú fuiste degollado, y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación” (Ap 5,9)
Y lo que es para los santos en el cielo un tema de acción de gracias sin fin, es mientras están todavía en la tierra un asunto de perpetua humillación. Cualquiera sea su progreso en la vida espiritual, nunca dejan de estar arrodillados, nunca de golpear sus pechos, como si el pecado pudiese ser extraño a ellos mientras están la tierra. Incluso nuestro Señor mismo, el Hijo de Dios mismo en su humana naturaleza, e infinitamente separado del pecado, e incluso su Madre inmaculada, llena de su gracia desde el primer instante de su existencia, y sin parte alguna de la mancha original, aún ellos, como descendientes de Adán, fueron sometidos por lo menos a la muerte, el directo y enfático castigo por el pecado. Mucho más, hasta los más favorecidos de esa gloriosa compañía a quienes El ha lavado con su sangre, nunca olvidan lo que fueron por nacimiento, y confiesan todos y cada uno que son hijos de Adán y de la misma naturaleza que sus hermanos, llenos de debilidades mientras estuvieron en la Tierra, cualesquiera haya sido la gracia que recibieron y el progreso propio correspondiente. Otros pueden levantar los ojos hacia ellos, pero ellos los levantan hacia Dios, otros pueden hablar de sus méritos pero ellos sólo hablan de sus defectos. Jóvenes, viejos y maduros, el que menos pecó y el que más se arrepintió, la frente pura e inocente y la cabeza cana, todos se unen en esta única letanía: “Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador” (Lc 18,13). Así fue con San Luis Gonzaga, con San Ignacio, con Santa Rosa, la más joven de las santas, que en su niñez sometía su tierno cuerpo a las penitencias más asombrosas, así fue con San Felipe Neri, uno de los que más vivieron, que cuando alguien lo alababa gritaba “¡Fuera de aquí, yo soy un demonio, no un santo!”, y cuando iba a comulgar declaraba ante el Señor que él “no era bueno para nada, sino para hacer el mal”. Semejante autopostración, digo, es la verdadera divisa y señal de un servidor de Cristo, y esto está contenido en sus mismas palabras cuando dice: “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9,13), y está solemnemente reconocido e inculcado por Él en las palabras que siguen al texto que comentamos: “Porque el que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado” (Lc 18, 14).
Veis, hermanos, que esto es muy distinto de ese mero reconocimiento general de la culpa humana, y de la necesidad de expiación, contenidos en aquellas religiones antiguas y populares que han ocupado antes, o todavía ocupan, el mundo. En ellas la culpa es atribuida a individuos, a lugares particulares, a acciones particulares de las naciones, a cuerpos políticos, o sus gobernantes, para quienes, en consecuencia, es necesaria una purificación. O es la purificación del fiel, no tan personal como ritual, antes de que haga su ofrenda, como acto introductorio a su culto religioso. Todas estas prácticas son ciertamente residuos de la verdadera religión, señales y testigos de la misma, útiles tanto en sí mismas como en su significado, pero no se llegan a la explicitación y plenitud de la doctrina cristiana. “No hay ningún hombre justo”. “Todos han pecado y necesitan la gloria de Dios”. “No por sus obras de justicia que hemos hecho, sino de acuerdo a Su misericordia”.
Los discípulos de otros cultos y filosofías pensaron y piensan que la mayoría son ciertamente malos y buenos unos pocos. Cuando sus pensamientos pasaron de la multitud ignorante y errada a los especímenes selectos de la humanidad, dejaron atrás la noción de culpa y se imaginaron una idea de verdad y sabiduría, perfección, indefectibilidad y autosuficiencia. Era un suerte de virtud sin imperfección, que daba placer contemplarla, que no necesitaba nada, y que estaba segura de la recompensa por su propia excelencia interna. Sus descripciones e historias de hombres buenos y religiosos son a menudo bellas, y admiten una interpretación instructiva, pero en sí mismas tienen esta gran mancha: no hacen mención del pecado y hablan como si la vergüenza y la humillación no fuesen propiedades de los virtuosos.
Les voy a recordar, hermanos, una historia muy bella que habéis leído en un escritor de la antigüedad, y cuanto más bella es más apta es para mi actual propósito, porque su defecto aparecerá más intensamente por contraste, el defecto de enseñar en cierto sentido la piedad pero no la humildad. Cuando el salmista quiere describir al hombre feliz dice: “Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado: dicho el hombre a quien el Señor no le apunta el delito” (Sal 31,1) Tal es la bendición del Evangelio. ¿Pero cuál es la bendición de las religiones del mundo? Un célebre sabio griego visitó una vez a un próspero rey de Lidia, quien, después de mostrarle toda su grandeza y su gloria, le preguntó a quién consideraba haber recibido la herencia más feliz entre todos los hombres que había conocido. El filósofo, pasando por alto al mismo monarca, nombró a un compatriota suyo que realizaba la idea típica de perfección humana que él tenía. Dijo que el más bendito de los hombres era Tellus de Atenas, porque vivió en una ciudad floreciente, y fue próspero en sus hijos y en sus familias, y después, al final, cuando sobrevino la guerra con un país limítrofe, ocupó su lugar en la batalla, repelió al enemigo, y murió gloriosamente, siendo sepultado donde cayó a expensas del estado y recibiendo honores públicos. Cuando el rey le preguntó a Solón quién venía después según su juicio, el sabio siguió nombrando dos hermanos, campeones en los deportes, que, como los bueyes no aparecían, llevaron hasta el templo a su madre, que era sacerdotisa, ante la gran admiración de la multitud reunida, y ella, que pedía para ellos el mejor premio posible, después del sacrificio y el festín, se acostó en el templo y nunca más se levantó. Nadie puede negar la belleza de estas pinturas, y es por esa razón que las selecciono. Son pinturas de hombres que no se supone hayan tenido alguna gran cuenta que saldar con el cielo, que tuvieron deberes sencillos, como pensaban, y los cumplieron.
Quizás me preguntaréis si esta idea pagana de la religión no es realmente más elevada que la que he llamado preeminentemente cristiana, porque obedecer en simple tranquilidad y confianza despreocupada es, por cierto, el  estado más noble que se pueda concebir en la creatura y el culto más aceptable que ella pueda dar al Creador. Sin duda es el culto más noble y más aceptable, tal ha sido siempre el culto de los ángeles, tal es ahora el culto perfecto de los espíritus de los justos, tal será el culto de toda la compañía de los glorificados después de la resurrección general. Pero nos ocupamos en considerar el estado actual del hombre, tal como se encuentra en este mundo, y digo que, considerando lo que él es, cualquier nivel de obligación que no lo condene a múltiples pecados reales y a la incapacidad de agradar a Dios con su propia fuerza, es falso. Y cualquier regla de vida que lo lleve a estar satisfecho consigo mismos, sin temor, sin ansiedad, sin humillación, es engañosa, es el ciego guiando otro ciego. Pero tal es, de una forma u otra, la religión de la tierra entera, más allá de los límites de la Iglesia.
La conciencia natural del hombre, si está cultivada desde dentro, si está iluminada por aquellas ayudas externas que en diverso grado se le dan en cada lugar y tiempo, le enseñaría mucho de su deber con Dios y con el hombre, y le llevaría adelante, con la guía de la Providencia y de la gracia, hacia la plenitud del conocimiento religioso. Pero, hablando en general, él se contenta con que le diga muy poco, y no hace esfuerzos para obtener criterios más justos que los que tenía al principio acerca de sus relaciones con el mundo que le rodea y con su Creador. Por eso comprende parte, y sólo parte, de la ley moral, apenas tiene idea alguna de la santidad, y en lugar de referir las acciones a su origen, que es el motivo, y juzgarlas por eso, las mide en gran parte por sus efectos y su aspecto exterior. Tal es la forma de actuar de multitud de hombres en todas partes y en todo tiempo. No ven la imagen de Dios Todopoderoso ante ellos, y no se preguntan qué quiere Él, pero si lo hicieran alguna vez comenzarían a ver cuánto les pide y se acercarían a Él seriamente, tanto para ser perdonados por lo que hicieron mal como para poder obrar mejor. Y por la misma razón de que no le agradan triunfan en agradarse a sí  mismos. Pues ese grupo de deberes tan encogido y defectuoso, que no cumple la ley de Dios, es justamente lo que pueden realizar, o, mejor aún, lo que eligen y cumplen, porque pueden cumplirlo. Por eso, se hacen autosatisfechos y autosuficientes, y piensan que saben justo lo que deben hacer, y que eso es todo, y en consecuencia están muy contentos consigo mismos y valoran muy alto sus méritos, y no tienen ningún temor de un futuro escrutinio de su conducta que les pueda acontecer, pues su religión reside principalmente en ciertas observancias externas, y no muchas.
Así era con el fariseo en los tiempos del Evangelio. Se miraba a sí mismo con gran complacencia, por la misma razón de que era tan bajo el nivel, y tan angosto el campo que le asignaba a sus obligaciones hacia Dios y hacia los hombres. Usaba, o abusaba, de las tradiciones en las cuales había sido educado, con el propósito de persuadirse que la perfección reside meramente en responder a las demandas de la sociedad. Por cierto, afirmaba dar gracias a Dios, pero difícilmente comprendía la existencia de sus obligaciones directas para con su Creador. Pensaba que hacía todo lo que Dios pedía si satisfacía la opinión pública. Ser religioso, en el sentido farisaico, era estar en paz con los demás, compartir las cargas de los pobres, abstenerse de los grandes vicios, y dar buen ejemplo. Sus limosnas y ayunos no estaban hechos en penitencia sino porque el mundo lo solicitaba; la penitencia habría implicado la conciencia de pecado, con lo cual solamente los publicanos, y los que eran como ellos, tenían algo para ser perdonados. Estos eran los marginados de la sociedad y despreciados, pero no había nada contra hombres de mentalidad bien regulada como la del fariseo, hombres de buena conducta, decorosos, consecuentes y respetables. El agradecía a Dios ser fariseo y no un penitente.
Así eran los judíos en tiempos de nuestro Señor, y así eran y habían sido los paganos. No quiero afirmar que era común para los pobres paganos observar ni siquiera alguna regla religiosa, sino que estoy hablando de los pocos y de los de mejor suerte, y estos por los general se relacionaban con la religión como el fariseo, quizás más bella y poéticamente, pero no más profunda o verdaderamente que él. Los paganos no ayunaban ni hacían limosnas, ni cumplían los preceptos que ordenaba el judaísmo. Arrojaron un vestido filosófico sobre sus pobres observancias, y las embellecieron con los refinamientos de un intelecto cultivado. Aún así, su noción del deber moral y religioso era tan superficial como el de los fariseos, y, como en éstos, estaba ausente el sentido de pecado, el hábito de la negación de sí mismo, y el deseo de contrición. Idearon un código moral que podían obedecer sin problema, satisfechos del mismo y consigo mismos. Para Jenofonte, uno de los mejor fundados y más religiosos de sus escritores, que había visto muchísimo del mundo y tuvo la oportunidad de reunir los pensamientos más elevados de muchas escuelas y países, la virtud consiste principalmente en regir los apetitos y las pasiones, y en servir a otros para que ellos puedan servirnos a nosotros. Dice, en la bien conocida fábula llamada la elección de Hércules, que el vicio no disfruta realmente de aquellos placeres a los que apunta, que come antes de tener hambre, bebe antes de tener sed, y duerme antes de estar cansado. Nunca escucha, dice, la más dulces de las voces, su propio elogio. Nunca ve el más grande de los lujos, sus propios actos buenos. Debilita el cuerpo del joven y el intelecto del viejo. Por otro lado, la virtud recompensa a los jóvenes con la alabanza de sus mayores, y recompensa a los mayores con la reverencia de los jóvenes, y les otorga memorias agradables y paz actual, les asegura el favor del cielo, el amor de los amigos, la gratitud de la nación, y cuando llega la muerte un renombre eterno. En todas estas descripciones, la virtud es algo externo, no tiene que ver con motivos o intenciones, se ocupa de hechos que atañen a la sociedad y que obtienen la alabanza de los hombres, tiene poco que ver con la conciencia y el Señor de la conciencia, y no sabe nada acerca de la vergüenza, la humillación, y la penitencia. Es en sustancia la religión del fariseo, aunque sea más agraciada e interesante.