viernes, 4 de abril de 2014

Igualdad y jerarquía de las vocaciones cristianas

Sacerdote recibe la bendición de Kiko.
Ha sido un acierto del Vaticano II recordar la vocación universal a la santidad y al apostolado de todos los bautizados. Decimos recordar porque no se trata de una novedad sino de la reafirmación de una verdad tradicional un tanto olvidada. Décadas antes del Vaticano II, el b. Newman destacó por su deseo de promover una sólida formación del laicado. Cabe suponer que si los laicos hubieran sido bien formados, antes del último Concilio, no habrían aceptado sin resistir la revolución eclesial impuesta por una obediencia convertida en única virtud teologal de hecho.
En nuestra bitácora hemos criticado varias veces al clericalismo. Sin embargo, sin reivindicar el viejo clericalismo, debemos reconocer  que luego del Vaticano II el movimientismo ha servido para difundir una forma de igualitarismo eclesial que es «niveladora» de todas las vocaciones, lo que también constituye un error. Ciertamente lo mejor para cada uno es acoger lo que Dios le da; no se dignifica a los laicos clericalizándolos, ni asimilándolos imprudentemente a los religiosos, ni fomentando nostalgias de una vida claustral a la que no han sido llamados; pero tampoco se promueve al laicado mediante la subversión doctrinal y eclesial implicada en la negación de la superioridad objetiva de algunas vocaciones particulares. 
Ofrecemos hoy a nuestros lectores unas reflexiones del teólogo Armando Bandera, OP, que esperamos contribuyan a una mejor comprensión de estos temas.
El Concilio Vaticano II, al hablar de la composición de la Iglesia, sienta como principio que el pueblo de Dios no sólo acoge a personas de las más diversas procedencias y cuyas situaciones de vida se diversifican al máximo, sino que, además, «en sí mismo está constituido por órdenes diversos» (LG 13c). La diversidad es intrínseca a la Iglesia. En cualquier tiempo, en cualquier país, raza o cultura, la Iglesia, para ser Iglesia, tiene que aparecer vocacionalmente diversificada. Por su propia naturaleza produce diversidades distintas de aquellas cuyo principio está en algún bien humano, porque proceden directamente de la voluntad de Jesucristo, el cual reparte sus dones con absoluta libertad.
El Vaticano II, en el pasaje citado, especifica que los «órdenes» o grupos de cristianos vocacionalmente diversificados son tres: el «orden» de los ministros jerárquicos que reciben la ordenación sacramental, o sea, los obispos, presbíteros y diáconos; el «orden» de los religiosos, y el «orden» de los laicos. Y todavía en el interior de estos dos últimos «órdenes », el de los religiosos y el de los laicos, se dan multitud de diversificaciones, como aparece con toda evidencia en la vida ordinaria de la Iglesia.
Este dato elemental basta para comprender que las relaciones entre las diversas vocaciones han de ser necesariamente complejas y tan variadas como el fundamento que se tome para establecerlas. Sin embargo, en medio de la complejidad y diversidad, sobresale la unidad. Todas las vocaciones existen y son vividas en el interior de la Iglesia una; más aún: son parte constitutiva de esa unidad, cuyo fundamento está en la unidad de Cristo mismo y en la unidad de la salvación que él realizó. Pero se trata de unidad no monolítica o uniforme, sino diversificada o plural, con un pluralismo no meramente funcional u operativo, sino también ontológico. En efecto, los cristianos, además de realizar actividades diversas, son diversos unos de otros. La vocación divina, que produce las diversidades, penetra hasta el ser mismo de las personas, produciendo en ellas la entidad diversificante, de la cual dimanan todas las diversidades en el campo de la acción y del trabajo apostólico. Por eso precisamente no todos los cristianos pueden hacer las mismas cosas. Coordinando unidad y diversidad, creo que las relaciones entre las vocaciones cristianas pueden ser encuadradas en dos grandes categorías. Estas vocaciones son, por una parte, complementarias y, por otra, desiguales. No se puede realzar la complementariedad hasta el extremo de negar o simplemente silenciar la desigualdad ni, a la inversa, exagerar tanto la desigualdad que se llegue a la ruptura de los vínculos que unen entre sí a todas las vocaciones dentro de la Iglesia.
l. Complementariedad de las vocaciones cristianas.
El concepto de complementariedad me parece el primero y el más profundo para expresar las relaciones existentes entre unas vocaciones y otras. Los documentos relativos a la vida religiosa -lo mismo se podría decir de los relativos a cualquier otra- lo ponen de relieve con marcado interés... En efecto, la Iglesia, de que cada vocación forma parte, es un único cuerpo, cuyos miembros están todos inmersos en una misma comunión para realizar conjuntamente una misma misión, que consiste en prolongar y hacer efectiva la que Cristo cumplió durante su vida terrena.
El contenido de la comunión eclesial es tan amplio que, para dar idea de él, sería necesario recorrer el entero cuerpo del magisterio… Cualquiera que sea la vocación de cada uno, todos vivimos por las mismas virtudes y nos alimentamos de unos mismos sacramentos, que nos insertan en Cristo como miembros llamados a crecer incesantemente hasta la plenitud de la santidad… la comunión que vincula a todos en el ser cristiano tiene su manifestación dinámica en destinar a todos a una misma misión, la cual consiste en edificar el cuerpo de Cristo, tanto en su vida interna como en su proyección apostólica y misional, hacia todos los hombres. 
De aquí se sigue una consecuencia práctica bien importante. Si todas las vocaciones contribuyen a la constitución de la Iglesia y al desarrollo de su misión, la promoción de las vocaciones debe hacerse conjuntamente, es decir, mediante una pastoral de conjunto que descubra y presente con objetividad las riquezas santificantes y apostólicas de cada vocación peculiar, para que quienes aún no han hecho su opción vocacional puedan realizarla con pleno conocimiento de causa, en la convicción de que, cualquiera que sea el camino escogido, éste implica siempre un serio compromiso de fidelidad a Cristo y de servicio a la Iglesia entera, con vistas a que todos los hombres participen de la salvación.
Ahora bien: si todas las vocaciones imponen un exigente compromiso para con la Iglesia, es obvio que la Iglesia ha de tener un compromiso análogo para con todas y cada una de las vocaciones, en orden a darlas a conocer, promoverlas y cuidarlas… Dentro del amplísimo campo de las vocaciones laicales, la situación actual requiere una peculiar solicitud por la vocación al matrimonio y la familia. Y esto por dos razones. Primera, porque si en la familia no se vive una sólida vida cristiana, la germinación, crecimiento y perseverancia de las vocaciones sacerdotales y religiosas es tan difícil que casi se la podría considerar prácticamente imposible... 
La complementariedad y promoción conjunta de las vocaciones sólo puede tener sentido dentro del máximo respeto a la identidad de cada una, reconociendo prácticamente la finalidad específica para la cual Dios las concede. Para el desarrollo armónico del pueblo de Dios y para su crecimiento en la santidad se requiere que el laico sea y actúe como laico, el sacerdote como sacerdote y el religioso como religioso. Cualquier confusión es desintegradora
2. Desigualdad de las vocaciones cristianas.
Las vocaciones cristianas no sólo son múltiples y diversas, sino también desiguales; entre ellas existe jerarquía, en virtud de la cual una es preferible a otra y tiene principalidad respecto de otra, objetivamente hablando. Para orientar el razonamiento sobre este punto, ciertamente complejo, puede ser provechoso dirigir una mirada al Concilio Vaticano II. El Concilio enseña que, en el interior de las verdades de la fe, «existe un orden o jerarquía», la cual proviene de que el nexo de cada una con «el fundamento de la fe cristiana» es diverso. Unas verdades están más cercanas a ese fundamento y, por tanto, tienen primacía respecto de las que se hallan más distantes, las cuales, en consecuencia, son subordinadas, dependientes, menos principales, o como se quiera decir. El contenido de las verdades de fe es siempre de fe; pero su riqueza objetiva es desigual.
En el campo de las vocaciones ocurre algo semejante. Todas son eclesiales, constitutivas del misterio de la Iglesia. Pero no lo son por igual. Hay entre ellas un orden de principalidad y de subordinación. En el caso de la fe la jerarquía se realiza solamente en el orden objetivo: dentro del objeto de la fe hay unas verdades primarias y otras derivadas 0 inferiores. En cambio, tratándose de las vocaciones, el criterio de principalidad no puede ser puramente objetivo. La .vocación es siempre de una persona y para una persona concreta, que tiene sus cualidades personales, sus propensiones, sus preferencias; sus peligros también. La vocación divina asume todo este substrato humano para hacerlo servir al logro del fin intentado por Dios, es decir, a la santificación y salvación. Ahora bien: es un hecho comprobado que el substrato humano condiciona la vivencia de la vocación divina, por no decir que Dios deposita en cada persona un determinado substrato con vistas a coronarlo con una determinada vocación, la más idónea para conseguir que aquel substrato se expansione connaturalmente y haga fructificar la plenitud de sus posibilidades, de modo que la persona llegue, sin ninguna violencia o presión interior, a la perfecta madurez humana y cristiana. Este elemento subjetivo de la vocación es de gran importancia. No todos los dones divinos se acomodan por igual a todas las psicologías humanas. Es posible, más aún, hay que aceptar como dato incontrovertible, que determinadas psicologías se desarrollan mejor y rinden más no sólo para el mundo, sino también para la Iglesia, cuando quedan encuadradas en una vocación objetivamente inferior, por ser ésta su mejor «tierra de cultivo». Ocurre algo parecido a lo que se observa en las plantas: cada una requiere su propio «humus». Lo cual implica que para un buen cultivo vocacional hay que conjugar adecuadamente el elemento objetivo o el «humus» y el subjetivo o la calidad de la «planta». Según esto, la desigualdad de las vocaciones o la mayor perfección de unas y otras puede ser considerada desde un punto de vista subjetivo, es decir, desde las mayores facilidades que una determinada persona encuentra para santificarse habida cuenta de sus propensiones, o desde un punto de vista objetivo, o sea, desde la jerarquía o puesto que el don otorgado por Dios tiene en la constitución de la Iglesia.
3. Superioridad subjetiva de la vocación.
La vida cristiana, desde sus orígenes y en todas sus expresiones, es puro don de Dios. El hombre no tiene la iniciativa. Lo que le compete y se le pide es responder al don recibido… Cuanto el cristiano se afiance más en esta actitud de amar a Dios como Padre, cuanto deje a Dios más libertad para derramar sobre él su amor, tanto la vivencia de la vocación cristiana será más perfecta, cualquiera que sea el concreto género de vida en que uno se encuentre… la postura de «dejarse amar» (…) no tiene nada que ver con el quietismo histórico; expresa la postura inicialmente pasiva en que se refleja la gratuidad de la gracia. Pero se trata de una pasividad en la que, paradójicamente para nosotros, se realiza una forma perfectísima de actividad: acoger el don de Dios con el corazón ensanchado.
Resumir «toda la actitud cristiana» en dejarse amar por Dios como Padre no conduce a un cristianismo evasivo, porque Dios Y el prójimo están indisolublemente unidos… No puede haber apertura y respuesta a Dios sin apertura y respuesta a los hermanos… La respuesta al hermano, aunque segunda en jerarquía, es respuesta verdadera, más aún, necesaria, cristianamente hablando. El don que Dios comunica por la vocación y al que es necesario responder en el amor, no se ordena al solo bien personal de quien lo recibe, sino también a la edificación del entero cuerpo de Cristo constituido por miembros diversificados, que no pueden ejercer todos la misma función (cfr. 1 Cor 12, 12-13). Ahora bien: la vocación y las consiguientes funciones las distribuye Dios libérrimamente, según su propio designio o plan salvífico y no según criterios o gustos de los hombres. Lo mejor para cada uno es acoger lo que se le da
La superioridad subjetiva de la vocación dista mucho de ser una idea nueva. Está ya claramente expresada en la Sagrada Escritura. Hablando en términos concretos, para la Iglesia es necesario que unos cristianos se casen y que otros renuncien al matrimonio con el fin de consagrarse más libremente a la contemplación de los misterios divinos. La humanidad -dice Santo Tomás- «no poseería un estado perfecto si en ella no hubiese quienes practican los actos destinados a la generación y quienes se abstienen de ellos dedicándose a la contemplación». Santo Tomás enseña claramente que de suyo la virginidad es mejor pero ello -aclara inmediatamente- no excluye que para «alguno en concreto sea mejor el hacer vida de matrimonio»…
El tema del aspecto subjetivo de la vocación debe ser ampliado, tomando también en cuenta el ministerio… una vocación tan excelsa como la sacerdotal puede ser vivida a nivel muy bajo. Es posible, y en muchos casos se da, un verdadero desajuste entre las exigencias objetivas de la vocación y el modo como un determinado cristiano responde a ellas.
4. La superioridad objetiva de algunas vocaciones a la luz de la cristología.
Si toda vocación se define ante todo como seguimiento de Cristo, es evidente que la cristología ha de tener repercusiones importantes en el modo de entender y de establecer las relaciones entre las diversas vocaciones, porque no todas se encaminan a Cristo por la misma senda ni participan de esos atributos en igual medida. Es un hecho notorio que la Iglesia siente hoy una preocupación especialísima por las vocaciones sacerdotales y religiosas… Estas vocaciones constituyen el «problema fundamental» no por motivos de sola «coyuntura» o a causa del fuerte descenso que han sufrido durante los últimos años, sino por lo que ellas son en sí mismas y por la función que les compete permanentemente en la Iglesia… Las vocaciones sacerdotales y religiosas constituyen «el problema fundamental de la Iglesia» por dos razones objetivas y permanentes. Son comprobación de la vitalidad espiritual de la Iglesia y, a la vez, condición de esa misma vitalidad… Esta convergencia en el modo de apreciar la importancia de las vocaciones sacerdotales y religiosas para la vida de la Iglesia obliga a reflexionar sobre su fundamento. Y aquí es donde entra en juego la cristología. El presupuesto básico es que, cuanto una vocación se acerque más a Cristo, tanto ha de ser más perfecta, objetivamente hablando.
La Sagrada Escritura dice que Cristo «se hizo uno de tantos» (Flp 2,7), que «hubo de asemejarse en todo a sus hermanos» (Heb 2,17), que puede compadecerse de nuestras flaquezas, porque él las experimentó, «habiendo sido probado en todo a semejanza nuestra, fuera del pecado»(Heb 4,5). Estas expresiones bíblicas y otras análogas no siempre son entendidas correctamente, porque a veces son usadas aislándolas de otras que les sirven de complemento y de las cuales se prescinde. Cuando la Sagrada Escritura habla de Cristo asemejado en todo a los hombres, se refiere a su realidad ontológica, si se puede usar esta expresión. En efecto, Cristo es tan verdadera y propiamente hombre como cualquiera de nosotros.
Pero este hombre que, en cuanto tal, es idéntico a todos los demás, vino al mundo con una misión absolutamente única, que le compete a él solo, e inició un género de vida desprendido de las realidades terrenas, para ocuparse permanentemente y sin estorbos «en las cosas de su Padre » (Le 2,49). Cuando Jesús asume para sí esta dedicación, se distancia manifiestamente de las comunes tareas de los hombres y proclama, ya desde el comienzo de su existencia terrena, lo que dirá expresamente más tarde, o sea, que él no es de este mundo.
Y porque Jesús había de ocuparse en las cosas de su Padre de una manera absolutamente única, posee también atributos excepcionales, que con toda propiedad y en plenitud le competen a él solo, de manera que, si algún otro hombre los posee, es siempre en dependencia de él, por participación y gracia de él. Aquí entran todos los atributos mesiánicos de Jesús que conocemos por la Sagrada Escritura. Sólo Jesús es el Mesías, y nadie puede salvarse, si no es por la virtud de su nombre (cfr. Hch 4,12). Los atributos mesiánicos señalan una neta diferencia entre Jesús y todos los demás hombres; diferencia no de aislamiento, sino de «jerarquía », porque sólo él es «el Señor y Maestro» (Jn 13,13), mientras que todos los demás «somos siervos inútiles» (Lc 17 ,10)…
La Sagrada Escritura no establece de manera explícita una jerarquía entre los atributos mesiánicos de Jesús. Pero es evidente que, si bien él los ejercita todos en la obra de salvación, no todos son igualmente importantes ni configuran por igual el misterio salvífica. En diversas épocas de la historia, y de modo especial durante los últimos años, el pensamiento teológico y pastoral ha estado dominado por una manifiesta predilección hacia el atributo de profeta. Las cristologías que hoy gozan del «favor popular» ven en Jesús sobre todo al profeta, venido al mundo para proclamar a los hombres un mensaje, la buena noticia… Creo que cuando se trata de señalar el atributo que configura la obra salvífica realizada por la Palabra o Verbo eterno de Dios, hay que dar la primacía al sacerdocio de este Verbo encarnado. La carta a los Hebreos -que es la reflexión más profunda de todo el Nuevo Testamento sobre la redención- define claramente la mediación de Jesús en términos sacerdotales…
La demostración científica de estas ideas exigiría un espacio que aquí no se le puede conceder. Por eso me limitaré a unas reflexiones elementales, que tienen como punto de partida una enseñanza muy reiterada por el Concilio Vaticano II. Dice el Concilio que «el sacrificio de la eucaristía es la fuente y cima de toda la vida cristiana». Ahora bien: si para la vida cristiana, tomada en su totalidad, el principio y la cumbre está en el sacrificio eucarístico, ello presupone que en la obra de redención lo supremo es el sacrificio pascual, o sea, aquella obra en cuya realización Cristo ejerce de modo supremo su atributo de sacerdote. No habría ninguna base para centrar la vida cristiana en el sacrificio de la eucaristía, como hace el Concilio Vaticano II, si lo supremo en la obra de Cristo fuese el anuncio hablado del evangelio o la predicación en que Jesús ejerce su atributo de profeta…
Con esto existe ya base para sacar una primera conclusión. En efecto, si Cristo es mediador sobre todo en cuanto sacerdote y si todos sus atributos mesiánicos están «coronados» por el sacerdocio, una vocación cristiana será tanto más perfecta, objetivamente hablando, cuanto más se acerque al sacerdocio de Cristo y cuanto confiera una mayor participación en él. Es decir, entre todas las vocaciones cristianas, la cristología obliga a dar la principalidad objetiva al sacerdocio, sobre todo en su «grado» episcopal. Para confirmar esta conclusión se podrían citar muchos pasajes del Concilio Vaticano II en que se dice que los ministros de la Iglesia representan a Cristo cabeza, obran en su nombre, etc. lo cual supone una evidente superioridad… todos los cristianos nos unificamos o somos iguales y aquello en que los ministros sobresalen. Ambas realidades, la que iguala a todos y la que da preeminencia a algunos, proceden de Cristo y deben ser acogidas íntegramente, para que la Iglesia se manifieste tal como él la instituyó… la representación que los ministros tienen de Cristo cabeza es un dato que trasciende la cristología misma y reviste índole netamente teologal, es decir, se conecta con la voluntad del Padre… Los ministros dan «consistencia social» a la superioridad de Cristo respecto de la Iglesia, pero, a la vez, son «plena y dolorosamente conscientes de cuan imperfectamente consiguen representarla». Los dones de Cristo rebasan sin medida las posibilidades humanas: Cuanto más excelentes son tanto hacen experimentar más al vivo la propia indignidad, la cual atestigua, por contraste, el poder infinito de Cristo que los otorga…
La cristología tiene que ver no sólo con el sacerdocio, sino también con la vida religiosa. El Concilio Vaticano II enseña reiteradamente que la práctica de los consejos evangélicos tiene su fundamento en las palabras y en los ejemplos de Cristo (cfr. LG 43a; PC la), es decir, en el comportamiento que observó durante su vida terrena, y al que debemos prestar atención, porque de otro modo su misterio quedaría irremediablemente mutilado.
La existencia de vida religiosa en la Iglesia está exigida y predeterminada por el comportamiento o vida terrena de Cristo mismo. Ahora bien: me parece cosa evidente e incuestionable que la vida de Cristo no sólo fue diferente de la común entre la inmensa mayoría de los hombres, sino también mejor. El, precisamente por ser maestro y modelo de toda perfección, debía darnos ejemplo de lo mejor. Cuando se dice que Cristo llevó una vida como la de todos los hombres, se enuncia una verdad a medias, la cual, como suele ocurrir en casos análogos, sirve de vehículo a un gran error, porque nos impide ver la atmósfera original nueva no de este mundo, en que la salvación del mundo «nació» y se desarrolló hasta que llegó el momento de la consumación definitiva en el misterio pascual. El género de vida de Cristo está al servicio de una idea clave acerca de la redención, o sea, que ésta no brota del interior de estructuras y ambientes «mundanos», sino que tiene su origen -y, por tanto, también su consumación- en algo, en un modo de vivir, que se sitúa más allá y por encima de lo que es común entre los hombres y que, en consecuencia, representa un bien a la vez diferente y mejor.
Esto implica por fuerza que quienes a través de los tiempos asumen el género de vida de Cristo mediante los consejos evangélicos, siguen un camino que se asemeja más al suyo y que, por lo mismo, es mejor, objetivamente hablando. Carece de sentido proclamar que Cristo es el modelo supremo de perfección y luego negar a su comportamiento concreto e histórico el valor de principio jerarquizante de la eficacia que, en orden a conseguir la perfección, tienen los diversos caminos de seguimiento abiertos a sus discípulos. El hecho de que Cristo escogió para sí un determinado camino da a éste una indiscutible prioridad, cuya hipotética negación no podría menos de mutilar el misterio de Cristo mismo.
La vida religiosa es sencillamente la acogida de esa prioridad… Y creo que con esto llegamos a tocar el fondo de un grave problema actual. Es un hecho que las vocaciones religiosas han decrecido en proporciones desoladoras, por no decir catastróficas. Pero esto, con ser muy malo, no es lo peor Lo más preocupante es que la fe en Cristo ha sufrido un eclipse y que su obra de salvación ha sido muy desfigurada. Desde perspectivas diversas, con «hermenéuticas» y con «análisis críticos» de signo vario, se ha intentado reiteradamente presentar una redención secularizada muy de este mundo. En semejantes cristologías se pierde completamente de vista el valor redentivo de aquel peculiar género de vida que Cristo escogió para sí. Y con esto se elimina radicalmente el fundamento mismo de la vida religiosa, la cual no puede menos de sufrir el colapso del que todos somos testigos. Sin una fe vigorosa en el misterio, de la redención, con todos los contenidos concretos e históricos que Cristo le imprimió, el resurgimiento de la vida religiosa será imposible. Yo confío que el vigor de la fe renacerá y que la vida religiosa conocerá un nuevo esplendor.
El fundamento de la superioridad del sacerdocio y de la vida religiosa es diverso y, por tanto, estas mismas vocaciones son desiguales entre sí. La superioridad del sacerdocio se funda en el poder ministerial que concede para actualizar el misterio de la redención por la palabra y los sacramentos, sobre todo mediante el sacrificio eucarístico, que, haciendo a Cristo real y sustancialmente presente, renueva la totalidad de la obra salvífica: cosa que no se puede obtener por ningún otro medio. La vocación sacerdotal, en su línea, no sólo es superior, sino también insuperable, porque es imposible que cristiano alguno llegue a más que a renovar el misterio de la redención del mundo.
En cambio, la superioridad de la vida religiosa se funda en que reasume, para perpetuarlo, aquel concreto modo de vida que Cristo escogió para sí. El comportamiento de Jesús expresa no sólo lo mejor, sino también lo óptimo, y parte de ese comportamiento es el cuadro humano en que sé desarrolló su existencia terrena, es decir, el cuadro de los consejos evangélicos, que él inició en plenitud y que transmitió a la Iglesia como un «don divino» que ésta, «con su gracia, conserva siempre» (LG 43a). Si ahora comparamos el máximo ministerial con este otro máximo fundado en el género de vida es preciso atribuir la principalidad al primero. Lo absolutamente máximo en la vida cristiana es renovar el misterio de Cristo mismo, haciéndolo a él presente, lo cual se consigue por la celebración eucarística. Una mirada a la cristología resulta esclarecedora también en este punto.
Esta mayor perfección objetiva de una vocación no consiste en que quien la recibe «tenga derecho» o esté destinado a una santidad más alta. Todos los cristianos están llamados a la santidad suma, a aquella de la que es modelo supremo el Padre celestial (cfr. Mt 4,44-48). Pero la superioridad objetiva de la vocación compromete al cristiano de una manera más estricta o por un título especial a buscar la santidad que es propuesta a todos y exigida a todos en virtud de la común inserción en Cristo por el bautismo.
Para concluir este punto de la superioridad objetiva, una última aclaración. Si me he detenido en el tema, no ha sido para «cantar las glorias» de una vocación determinada ni, mucho menos, para exaltar a unos cristianos sobre otros, presentando a unos como los «mejores» y a otros como los «peores». Lo dicho en el apartado precedente sobre superiordad subjetiva de la vocación tiene una importancia decisiva, que en ningún caso puede ser infravalorada. El amor compendia y supera todas las vocaciones, cada una de las cuales se reduce a expresar algo de su inagotable riqueza. Si alguien viese en su vocación un motivo de engreimiento, adulteraría de modo insufrible el don de Dios y él mismo se haría despreciable… Los dones de Dios cuanto más excelentes, mayor humildad y espíritu de servicio exigen (cfr. Mc 10,43-45). Es la gran lección que brilla en Jesús, el Siervo de Yahvé, y en María, la esclava del Señor.
Las posturas «niveladoras» de todas las vocaciones se ven en la obligada y fatal necesidad de pasar por alto o dejar en la sombra, cuando no de negar, aspectos y valores centrales del misterio de Cristo. Pero esto es precisamente lo que no puede ser aceptado en modo alguno. Aun a costa de incurrir en el peligro de desagradar a los hombres, usando un lenguaje «inactual», es necesario por encima de todo servir a Cristo (cfr. Gál 1,10), fuera de cuya luz y seguimiento la teología no tiene nada que hacer; más aún: se degrada hasta el nivel de cualquier vulgar ideología.
Tomado y adaptado de:
Bandera, A. Teología de la vida religiosa. Ed. Sociedad de educación Atenas, Madrid, 1984, pp. 191-212, passim.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Lo mismo aquí:

http://infocatolica.com/blog/cura.php/1404040521-conserve-cada-cual-su-puesto#more23473