martes, 25 de diciembre de 2018
lunes, 10 de diciembre de 2018
Racionalismo y fideísmo (y5)
Como
cierre de esta pequeña serie de entradas sobre las relaciones entre la fe y la
razón queremos insistir en una cuestión que tiene proyecciones sobre el modo de
actuar en la sociedad de hoy.
El
punto de partida es el capítulo 2 de la constitución Dei Filius del Vaticano I. Esta contiene cuatro párrafos: el
primero, define las posibilidades de la razón; el segundo, trata de la
necesidad de la revelación sobrenatural. Los dos siguientes, se refieren a las
fuentes de la revelación. Luego de definir que la razón natural puede conocer a
Dios con certeza, a través de las criaturas (lo cual implica reprobar el
agnosticismo, el fideísmo y «tradicionalismo absoluto») también se define el hecho de la revelación y su modo sobrenatural (contra el
racionalismo). Después el documento se ocupa de la necesidad de la revelación en los siguientes términos:
«Gracias a esta revelación divina, resulta posible a todos
los hombres conocer fácilmente, con firme certeza y sin mezcla de error, aun en
las condiciones actuales del género humano, todo aquello que en el campo de lo
divino no es de suyo inaccesible a la razón. Mas no por esto ha de considerarse
absolutamente necesaria la revelación. La necesidad absoluta de la revelación
proviene de que Dios en su infinita bondad ordenó al hombre a un fin
sobrenatural, es decir, a la participación en unos bienes divinos, que sobrepasan todo cuanto puede
alcanzar la inteligencia humana; puesto que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre pudo concebir lo
que Dios ha preparado parta los que le aman (1 Cor 2,9).»
Los teólogos explican que la revelación
es absolutamente necesaria en un
sentido, y moralmente necesaria en
otro. Es absolutamente necesaria para
conocer el orden sobrenatural, al que Dios se dignó elevarnos. Pero es moralmente necesaria para que las
verdades religiosas y morales de orden natural puedan ser conocidas por todos
con facilidad, firme certeza y sin mezcla de error alguno.
Sobre esta última necesidad hay
que precisar un poco más. En efecto, se debe rechazar la «tentación fideísta» sobre
verdades de orden natural:
«Todos conocen bien cuánto estima la Iglesia el valor de la
humana razón, cuyo oficio es demostrar con certeza la existencia de un solo
Dios personal, comprobar invenciblemente los fundamentos de la misma fe
cristiana por medio de sus notas divinas, establecer claramente la ley impresa
por el Creador en las almas de los hombres y, por fin, alcanzar algún
conocimiento, siquiera limitado, aunque muy fructuoso, de los misterios» (Pío
XII, aquí).
También es necesario tener
presente que, en las actuales condiciones del género humano, con su naturaleza
herida -no destruida- por el pecado original, la revelación viene a remediar
una necesidad moral.
«Pero, diremos, la razón no podría conocer a Dios tan perfectamente,
si no hubiera sido iluminada por la revelación. No disentimos. Y la
constitución Dei Filius nos lo
declarará pronto; pero esta necesidad de la revelación no valora una impotencia
física de la razón, únicamente valora una impotencia moral…» (Vacant, aquí)
En este sentido, hay que decir que
la revelación tiene gran utilidad para conocer perfectamente verdades religiosas
y morales de orden natural, que no son -de suyo- inaccesibles a la razón. Así
lo explicaba Vacant en su estudio sobre la
Dei Filius :
«Art. 65. — Utilidad
de la revelación para el conocimiento de las verdades de la religión natural.
331. El párrafo segundo del segundo capítulo trata acerca
de la necesidad de la revelación, dice Mons. Gasser, en el informe presentado
en nombre de la Deputación de la
Fe , sobre esta parte de la Constitución Dei Filius… He allí, pues, cuestión de la
necesidad de la revelación, y esto tiene dos puntos de vista: 1º respecto a
nuestro conocimiento natural de Dios, y 2 ° relativamente al orden
sobrenatural. Por lo que respecta a la necesidad de la revelación del orden
natural, el texto enseña que no es absolutamente necesaria […] sino […] una
necesidad que no viene del objeto, bien entendido que el objeto es aquello de
las cosas divinas que no es inaccesible a la razón humana; esta necesidad viene
del sujeto, es decir, del hombre en la presente condición del género humano. Se
trata, además, no de la potencia activa de conocer a Dios, sino del
conocimiento actual de Dios por nuestro entendimiento […].
En este pasaje se pueden distinguir las tres aserciones
siguientes:
332. Primera
aserción.- Los hombres que han recibido la revelación cristiana conocen todas, fácilmente, es decir sin demoras prolongadas y sin investigaciones
penosas, con firme certeza, sin mezcla de errores, las principales
verdades relativas a las cosas divinas, que no son inaccesibles a la razón.
Una enmienda quiso que se remarcara que estas verdades son
relativas a Dios y a la ley natural; pero el Concilio prefirió conservar la
fórmula más general que la
Deputación de la
Fe había adoptado en su proyecto […].
333. Segunda
aserción.- A esta revelación se debe atribuir que todos
los fieles puedan tener tal conocimiento, incluso en la presente condición del
género humano […].
334. Tercera
aserción.- Esta necesidad que tienen los hombres de la revelación no es
absolutamente necesaria; pero, dado que ella es indispensable para los hombres
en un cierto sentido, este es el de una necesidad
moral.» (Vacant, aquí
passim).
En las actuales circunstancias
históricas nos encontramos con el lamentable fenómeno de costumbres y leyes
inicuas que se oponen a la ley natural. Esta puede descubrirse racionalmente
sin que sea necesaria una revelación positiva de parte de Dios (contra el «fideísmo»).
Sin embargo, sus normas tienen diverso grado de evidencia objetiva y puede
haber ignorancia de algunos contenidos (ver aquí). Además,
es preciso recordar que muchos de nuestros contemporáneos no aceptan la
revelación cristiana. Razón por la cual su conocimiento de las exigencias de la
ley natural puede ser incompleto, dificultoso, incierto y mezclado con errores. Porque
están privados de verdades que iluminan la inteligencia y de gracias que
rectifican la voluntad (ver aquí). Estas limitaciones también son importantes para no explicar las exigencias de la ley natural de modo «racionalista».
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sábado, 10 de noviembre de 2018
Racionalismo y fideísmo (4)
- Tradicionalismo. Emparentado con el fideísmo, el tradicionalismo tuvo matices muy diversos; sus maestros poseyeron
una formación científica más completa y consiguieron elaborar un sistema más
acabado y coherente. Como en el fideísmo,
parte de la incapacidad de la razón para conocer con verdadera certeza las
realidades espirituales, sean de orden especulativo sean de orden moral. El
criticismo kantiano es aceptado como un postulado con respecto a la razón del
individuo, no en cuanto a la razón general o sentir común de los hombres que es
siempre criterio de certeza.
Muchos
seguidores del tradicionalismo se muestran
partidarios de las ideas innatas, unos clara y otros latentemente. El pecado
original con sus consecuencias y los pecados personales velan de continuo esas
ideas. La razón no es más que un instrumento que ayuda a despertarlas, pero,
como ocurre con la voluntad, está expuesta al oscurecimiento del individualismo
y subjetivismo. Sólo la razón general o sentir común del género humano puede
asegurarnos una norma objetiva.
El
tradicionalismo en sentido estricto
es la doctrina según la cual fue absolutamente necesaria al género humano una
revelación primitiva para adquirir el conocimiento no sólo de las verdades de
orden sobrenatural, sino también el de las verdades fundamentales de orden
natural de índole metafísica, moral y religiosa: la existencia de Dios,
espiritualidad e inmortalidad del alma y existencia de una ley moral natural.
Esta revelación nos llega por la tradición;
de ahí el nombre de tradicionalismo
dado a este sistema.
Para
el tradicionalismo existe una
revelación primitiva, que se va trasmitiendo de generación en generación con la
máxima fidelidad, quedando esta fidelidad garantizada por el sentir común de
los hombres. En definitiva el criterio último de certeza se encuentra en la
transmisión de la revelación primitiva o tradición; de ahí el nombre de tradicionalismo que recibe.
El
lenguaje, como medio de comunicación social y de llegar a percibir la razón
general humana, es reconocido por estos teólogos como de origen divino. De lo
contrario el hombre habría quedado sumido en una invencible tiniebla. Sólo el
contacto o intercambio de las razones singulares, mediante el lenguaje,
manifiesta cuál es la razón general, cuyo contenido no es otro que las verdades
reveladas en un principio y trasmitidas a través de los siglos: la tradición.
El sentido común o razón general es el intérprete infalible y la manifestación
irrevocable de la tradición y es, por lo mismo, en el orden práctico criterio
inconcuso de certeza.
Entre
las varias causas que pueden aducirse como introductoras de la nueva doctrina
están, por un lado, los sistemas teológicos (Jansenismo), que defienden la
corrupción radical de la naturaleza humana por el pecado, y las filosofías de
inspiración kantiana, anuladoras de la función metafísica de la razón
individual. Por otro lado -como causas negativas o de reacción-, el
racionalismo del Siglo de las Luces y el olvido de la Tradición cristiana
antigua y medieval, que hará surgir los diversos romanticismos.
La
explicación de su éxito es necesario buscarla, primero, en el fracaso de la Revolución Francesa
promovida por la diosa razón, y, en segundo lugar, en el triunfo del
romanticismo, del sentimiento, del retorno a lo medieval y legendario. La
difusión de El Genio del Cristianismo
de Chateaubriand, impreso en 1802, era el símbolo de los nuevos tiempos.
- Agustín Bonnetty (1798-1879), fundador
de la revista Annales de philosophie
chrétienne (1830), fue un seglar muy eficiente en la lucha contra el
racionalismo ambiente, y se preocupó, como Bautain, por el problema de las
relaciones entre la razón y la revelación. Bonnetty sostenía que la razón es
incapaz de proporcionar una «demostración de Dios y sus atributos, del hombre y
de su origen, de su fin y sus deberes, de las reglas de la sociedad doméstica y
civil». Todo lo que el hombre puede alcanzar de la verdad religiosa lo recibe
de los vestigios de la primitiva revelación filtrados en las tradiciones de la
humanidad (tradicionalismo). Bonnetty se inserta en una corriente apologética
de reacción, bastante extendida en el siglo XIX. Baste citar los nombres de
Bonald (1754-1840), Lamennais (1782-1854), De Maistre (1754-1821), Donoso
Cortés (1809-1853), Ventura Raulica (1792-1861), etc. Entre ellos era bastante
común la idea de que todo teólogo que no era tradicionalista, era un
racionalista, incluyendo entre estos últimos a los grandes escolásticos.
El
texto de las Tesis contra el
tradicionalismo de A. Bonnetty (Decr. de la Congregación del
Índice, 11 junio 1855) es el siguiente:
- «Aun cuando la fe está por encima de la razón, sin embargo, no puede darse jamás entre ellas ninguna disensión o conflicto real, puesto que ambas proceden de la misma y única fuente de verdad eterna e inmutable: Dios óptimo máximo. Más bien se prestan mutua ayuda» [cf. n.15, 62).
- «El razonamiento puede probar con certeza la existencia de Dios, la espiritualidad del alma y la libertad del hombre. La fe es posterior a la revelación; por consiguiente, no es correcto alegada como prueba de la existencia de Dios a un ateo, ni como prueba de la espiritualidad o libertad del alma racional a uno que no admite el orden sobrenatural, o a un fatalista» [cf. n.1, 4].
- «El uso de la razón precede a la fe y con ayuda de la revelación y de la gracia conduce hasta ella» [cf. n. 5].
domingo, 4 de noviembre de 2018
Racionalismo y fideísmo (3)
Si el racionalismo hacía de la razón única fuente del conocimiento humano, y el semirracionalismo exageraba sus capacidades naturales; en el lado opuesto, habría una reacción signada por la desconfianza en la razón humana: fideísmo y tradicionalismo*. No son dos sistemas completos, ni en filosofía ni en teología, desplegando casi toda su fuerza en el campo teológico sobre los problemas apologéticos.
- Fideísmo. La principal característica de
este movimiento fue una crítica cerrada contra la razón humana -convertida por
los racionalistas en el criterio único de verdad- en favor de una exaltación
exagerada de la fe, fundamento de sí misma y capaz de reconocer la verdad de la
revelación sin ninguna necesidad de signos exteriores o de motivos de
credibilidad. Las desviaciones del fideísmo
fueron condenadas varias veces por el Magisterio, sobre todo con Gregorio XVI,
Pío IX y finalmente por el Vaticano I, donde se reconoció expresamente la
posibilidad de conocer a Dios «con la luz natural de la razón humana».
- Luis Eugenio Bautain (1796-1867), médico, filósofo y
profesor en la Universidad
de Estrasburgo, es un representante cualificado del fideísmo en el siglo XIX.
Nacido en el seno de una familia profundamente cristiana, llegó a perder la fe,
influenciado por el agnosticismo kantiano. Con ayuda de la piedad y el saber de
Luisa Humann, recuperó su fe religiosa (1822), y reunió alrededor de si un grupo
de jóvenes, algunos de ellos judíos, que no tardaron en convertirse al
catolicismo (M. T. Ratisbonne, Goschler, Level, etc.). Ordenado sacerdote en
1828, muy pronto fue encargado de la dirección del Seminario
diocesano (1830) por el obispo de Estrasburgo. Pronto comenzaron los
conflictos. Su formación kantiana, la experiencia de su prop1a conversión y un
deseo de modernidad unido a su falta de formación teológica sistemática, le
hicieron buscar un acceso a la fe, compatible con su desconfianza en la razón.
En sus sermones en la catedral de Estrasburgo combatió la escolástica,
tildándola de racionalista; en sus enseñanzas sostenía la incapacidad de la
razón para demostrar los motivos de credibilidad. Tomando las ideas del
romanticismo católico de Baader y del tradicionalismo de Bonald, afirma que la
razón es como un sujeto pasivo en el cual se recibe el conocimiento cierto de
la verdad, lo mismo que la vida se recibe de un germen procedente de un sujeto
previo. Así, la fe (fideísmo), transmitida a por medio de hombres
extraordinarios (tradicionalismo) en la Iglesia y en la Palabra viva de la Sagrada Escritura ,
es la última garantía de las certezas metafísicas que constituyen los motivos
de credibilidad.
El
obispo intervino rápida y drásticamente: 1) escribió una instrucción pastoral
en la que denunció los errores de Bautain (15-IX-1834); 2) removió de la
dirección del seminario a Bautain con su grupo; 3) envió una relación de lo
hecho a Gregorio XVI, quien aprobó estas medidas por medio de un Breve
(20-XII-1834), y expresó su confianza en que Bautain se sometiera. En efecto,
el 18 de noviembre de 1835, Bautain firmó las seis proposiciones que le
presentó el obispo. Aunque emanadas de una autoridad local, estas proposiciones
tienen un valor universal, ya que fueron respaldadas por la Congregación del
Índice con ocasión de la causa de Bonnetty.
_______
* Cabe aclarar que en este contexto histórico tradicionalismo no designa al movimiento católico de resistencia a las novedades del Vaticano II.
sábado, 27 de octubre de 2018
Racionalismo y fideísmo (2)
El
semirracionalismo intentó cierta vía
media entre el naturalismo racionalista y las posiciones católicas. No negaba
la revelación divina, ni la existencia de verdades de fe, pero tendía hacerlas
entrar a la una y a las otras bajo el dominio de la razón humana. Los
semirracionalistas no negaban los misterios sobrenaturales pero pretendían
explicarlos plenamente con la luz exclusiva de la razón.
En
este contexto, el Concilio Vaticano I defendió la trascendencia de la fe
afirmando que la verdad de los dogmas, incluso en su formulación, está más allá
de las capacidades de comprensión puramente humanas.
El
magisterio pontificio anterior al Vaticano I condenó los errores más notables
de los tres representantes del semirracionalismo: Hermes, Günther y
Frohschammer.
- Jorge Hermes (1775-1831) fue, como tantos
otros, víctima del buen deseo de hacer a sus contemporáneos más comprensible la
fe. Sus lecturas de Kant y de Fichte lo sumergieron en una crisis religiosa
profunda; para salir de ella, sólo vislumbraba un camino: el de la duda
objetiva, como condición previa. Para salir de esta duda, exigía un análisis
científico capaz de postular un asentimiento necesario de la razón teorética, y
un consentimiento necesario de la razón práctica.
Este
método de acceso a la fe tropezaba con una seria dificultad: ¿cómo explicar la
libertad y la sobrenaturalidad de la fe? Hermes distinguía entre la fe de la
inteligencia y la fe del corazón, vivificada por las obras. Así, cuando se
trata de Dios y las cosas divinas, la fe de la inteligencia es igual que la
creencia en cualquier hecho histórico. La libertad y sobrenaturalidad serían,
según él, atributos de la fe del corazón, pero no de la primera. A su método
teológico añadiría una gran vivacidad y bastante menosprecio a la tradición.
Esta
tesis fue condenada por los pontífices Gregorio XVI y Pío IX. El Vaticano I reafirmó
en sus enseñanzas que la fe es razonable, pero no es el producto lógico y
necesario de la razón, sino que está motivada por la autoridad de Dios que
revela y requiere la acción de la gracia.
- Antón Günther (1783-1863) fue, juntamente con
Hermes, el principal representante del semirracionalismo alemán del siglo XIX.
Turbado en su fe por influencia de la filosofía kantiana y hegeliana, logró
superar la crisis con ayuda de S. Clemens Hofbauer (1751-1820). Imbuido en la
filosofía de Hegel, concibió un sistema teológico en el que los dogmas de la Iglesia quedaban plasmados
en esquemas hegelianos. El resultado es que sometía la fe a la razón
filosófica; privaba a los dogmas de su contenido tradicional y los relativizaba
según el patrón de un determinado sistema filosófico
Esta
subordinación de la fe a la razón, la consiguiente reducción de la teología a
filosofía y la relativización del dogma chocó con una fuerte oposición. Y
motivó la condena del güntherianismo por Pío IX y el Vaticano I. Günther aceptó
con ejemplar sumisión la decisión de Pío IX. Pero varios de sus discípulos
pasaron a formar parte del cisma de los viejo-católicos.
- Jakob Frohschammer (1821-1893) estudió teología sin
vocación. Ordenado sacerdote en 1847, enseñó en Munich como profesor privado
(1850); desde 1855 enseñó filosofía como profesor ordinario. Su racionalismo
recuerda al de Günther, pero sin la religiosa humildad de éste. Admite la Revelación y, por
tanto, distingue los dogmas cristianos de los resultados obtenidos
científicamente. Pero sostiene que, una vez conocida la revelación, pueden y
deben ser demostrados todos los misterios cristianos. Por consiguiente, no
puede haber misterios que no sean adecuadamente comprendidos después de
revelados. De este modo queda reducido el método teológico al método
filosófico, y la teología goza de la misma independencia que la de cualquier
otra ciencia.
Mantuvo
hasta su muerte una inflexible rebeldía frente a la autoridad eclesiástica. Pío
IX dirigió al arzobispo de Munich el breve Gravissimas
inter (1862), en el que se hace mención de la insubordinación de
Frohschammer y se juzgan tres de sus obras aparecidas hasta entonces como
discordantes con la doctrina católica. En 1863 fue suspendido por su obispo, y
su alejamiento de la Iglesia
fue cada vez mayor. Frohschammer fue uno de los que más violentamente combatió
el dogma de la infalibilidad del Romano Pontífice.
sábado, 20 de octubre de 2018
Racionalismo y fideísmo (1)
En esta entrada, y en las
siguientes, nos ocuparemos de explicar algunos errores condenados por el concilio
Vaticano I acerca de las relaciones entre la fe y la razón. No pocas veces encontramos
presentaciones incompletas de este concilio, en las que sólo se recuerda la
condena del racionalismo o naturalismo. Lo cual es verdadero, pero incompleto.
Las tres tendencias dominantes que
acosaban a la Iglesia
durante el siglo XIX fueron el racionalismo, el semirracionalismo y el
fideísmo. Y contra estas tuvo que reaccionar el concilio.
El Vaticano I expuso la doctrina de un modo positivo (capítulos); y condenó las doctrinas opuestas, con
fórmulas breves, claras y definitivas (cánones). La constitución dogmática Dei Filius (aquí) tiene importancia
decisiva en las relaciones entre la razón y la fe. Preparada
con gran conocimiento de causa por Franzelin, Schrader, Kleutgen, Dechamps, Pie
y Martin, supone un cuidadoso análisis de las posiciones modernas, descarta las
tres tendencias erróneas dominantes ya mencionadas y expone con claridad la
doctrina católica. La constitución se considera como la culminación de la
enseñanza de la Iglesia
a lo largo del siglo XIX. Consta de cuatro capítulos y sus cánones
correspondientes. Tras un primer capítulo en el que trata de Dios creador, los
tres capítulos restantes abordan: las fuentes del conocimiento religioso (c.2);
la fe (c.3); y las relaciones entre la fe y la razón (c.4). La mayor parte de los
errores que se condenan en los cánones ya estaban anteriormente reprobados en
documentos pontificios.
En
una primera aproximación, racionalismo
o naturalismo
«… en sentido estricto
es un sistema que afirma el dominio supremo y absoluto de la razón humana en
todos los campos, sometiendo a su control todo hecho y toda verdad, sin excluir
el mundo sobrenatural y la misma autoridad de Dios. Este sistema tiende a humanizar
lo divino, cuando no lo elimina, y a naturalizar lo sobrenatural, cuando
no lo niega» (Parente).
El
racionalismo exalta la razón hasta el punto de presentarla como única fuente
del conocimiento humano. Con esto se opone, por definición, a toda religión
revelada y sobrenatural. El racionalista no podrá concebir nunca la revelación
como una intervención divina, exterior al hombre. A lo sumo dirá que se trata
de una intuición humana, a la cual responde la fe, como actitud existencial de
la vida. Los dogmas de fe, por tanto, no podrían aceptarse como realidades
objetivas exteriores al sujeto, sino como expresiones poéticas de la realidad (Hegel)
o como sentimientos religiosos expresados en fórmulas (modernistas).
Con
el racionalismo se puede construir un cristianismo de «rostro humano» muy
atractivo. Propiamente hablando, no habría revelación: sólo existiría la razón;
no habría fe sobrenatural: sólo existiría la ciencia o el sentimiento
religioso.
Hoy
día puede notarse una cierta tendencia racionalista en la valoración que se
hace del elemento subjetivo de la fe y la reducción o la negación de los
contenidos intelectuales. La fe, se dice, no es una «información», sino una «postura
ante la vida», cuyo modelo original es Jesús de Nazaret.
jueves, 11 de octubre de 2018
Lo fantástico (y 2)
No es precisamente la fantasía lo
que rige como motor creativo el mundo del que estamos hablando. Obras como
Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carrol, o el último
éxito editorial en lengua española, El Señor de los anillos, de
Tolkien (8), no pertenecen al mundo de lo fantástico, sino al de
lo fantasioso o maravilloso. La creación y la lectura de
estas obras, no es algo que entre de lleno en la vacilación fantástica.
Pueden ponerse junto a las leyendas imaginativas del folklore popular, más
bien exigidas por una nostalgia de inocencia, que por una nostalgia de
Absoluto. Forman parte de la primera etapa de una vuelta sobre uno mismo,
cuando se trata de un lector adulto, que comprenda los horizontes de lo
que se quiere decir en ellos. Es, quizá, con expresión que da el título a
la obra de Fernando Savater, La infancia recuperada (9), como puede serlo la lectura
de Verne, de London, de Salgari, de Cooper, de May, en un regreso a la
adolescencia. Obra de fantasía es siempre obra de
nostalgia limitada; es decir, un regreso a lo posible, porque fue,
simplemente. Una cierta recuperación de sueños infantiles o adolescentes,
que pueden haber sido irrealizables -como cualquier ilusión juvenil de
adentrarse por las selvas o los mares del Sur...-, pero que no llevan el
sello de lo inverosímil o de lo inaudito. Con expresión de Henry James
diremos que lo fantástico, al contrario, es la primera vuelta de una tuerca sin
fin, cosa que no sucede en el que es fruto de la simple fantasía,
que deberíamos llamar, simplemente, «maravilloso». Y ahí estriba la gran
diferencia, básica en la distinción de ambos relatos u obras
en general. Porque, asumiendo la idea de Sartre, hemos de afirmar que
el relato maravilloso no plantea la realidad que representa, mientras que
lo «fantástico» sí lo plantea. Lo «maravilloso» puede sumergirse en mundos
de fantasía, que no exigen realización. Por ello, como veremos más abajo,
la «ciencia-ficción» tiene muchas veces más afinidad con lo «maravilloso»
que con lo «fantástico». En cambio, lo «fantástico», con todo lo que
comporta la dislocación, de exabrupto, de monstruosidad, está presentado
como realidad, no solamente posible, sino auténtica. Un relato de
Lovecraft es verídico, por inverosímil que parezca. Un film de Polanski,
«necesita» ser tenido como realidad. Cualquier figuración del Bosco,
intenta ser reflejo de una «situación real». La obra «fantástica» se
estructura mediante la combinación de artesanía literaria entre lo inverosímil
y lo real; una realidad que es, a la vez, en certero análisis de Bessiere,
empírico y meta-empírico. Hay, pues, una primera limitación en la idea que
asumimos de los campos de lo fantástico, que nos importa,
precisamente porque nos sitúa en el ámbito de lo que realmente lleva
impreso el sello de la vacilación, es decir, de ese complejo mundo
de atracción y repulsión, de temor y atractivo, que ha de
estar como en la base de lo fantástico, y que es lo que lo aproxima
a la relación con lo que transciende a la normal actitud humana y
natural. Tanto en literatura como en cine, o el arte en general roza todo
lo de este ámbito con lo extraño, aparentemente irrealizable,
inefable, pero sin embargo con un empeño grande en hacer constatar su
verosímil inverosimilitud. La gran lección de lo fantástico está en
la obra de Stanley Kubrick, 2001, una odisea del espacio. No se trata de pura
ciencia-ficción, que en realidad puede resulta de un simple montaje
imaginativo, en el que los actuantes o los autores no estén sometidos más que a
los imperativos de una imaginación trucada. Kubrick va mucho más allá, y
transporta, al ritmo del Así habló Zaratustra, de Strauss, a un
mundo en el que no solamente entra lo distinto o lo distorsionado. El
espectador se siente arrastrado hacia algo que ve como verdadero, pero que
le somete a la gran interrogación de su significado. La vacilación ante
las interpretaciones le produce un especial sobrecogimiento, y advierte
que hay áreas de un desconocido estremecimiento, que quisiera adivinar
cómo le lleva a la superación del Espacio y del Tiempo (recordemos las
escenas finales de la evolución e involución, del hombre/niño/viejo). Es
la aproximación a lo Absoluto. No se trata de un mundo de sueños, aunque
lo onírico esté siempre presente en cuanto a figuración, sino de la ambigüedad
insólita de que hablábamos más arriba. No es el simple fantástico
expresionista, que en el cine se sitúa hacia los años 20-30 y que se
da especialmente en Alemania, consistente en una distorsión de los
decorados. Ni siquiera de lo simplemente onírico o de las reacciones
psicoanalíticas. Por supuesto, no se quiere tener como a tal todo aquello
que se refiera, simplemente -no como elementos narrativos- al sadismo, la
crueldad, lo hipotético (como pudiera ser lo «utópico/
político»). Toda obra fantástica debe referirse a los siguientes
procedimientos: - Intrusión de un elemento extraordinario en el mundo
ordinario (que afecta a nuestra sociedad poblada de personajes
ordinarios); - Proyección de un elemento ordinario en un mundo extraordinario
(recordemos la serie de films que se inicia con El planeta de los
simios, de Franklin Schaffner); - Análisis de elementos
extraordinarios que evolucionan en un universo que es también
extraordinario: el llamado fantástico total 10. La
obra «fantástica». George Sand, citada por Belevan, afirmaba que El
mundo fantástico no está afuera o arriba, o abajo; está en el fondo de
nosotros, lo mueve todo, es el alma de toda realidad u. Nacido de la
inquietud, remedia la inquietud. Es la forma que toma el sentido de lo
sagrado en las épocas de escepticismo y de trastornos (12). Por ello,
en los tiempos de búsqueda y también en los de transformación, es una de las
manifestaciones culturales y cultuales que el hombre se apropia con mayor
violencia (13). Necesita la sustitución, y rinde culto a sus otros dioses, que no
podrá sino sacarlos del pozo de las propias experiencias religiosas.
Pensemos en un film como Rosemary's Baby con sus ritos, sus
evoluciones lingüísticas, su planteamiento de aproximación a otro sobrenatural,
pero con los mismos elementos de la religión de la que procede Polanski y
su entorno. En literatura, aun las narraciones de Poe, con el montaje de
aspectos diferentes de una misma obsesión, nos aproximamos a la verdad de
una inquietud irresuelta. El «suspense» a que somete el ritmo narrativo,
no es más que la curva de un alejamiento/aproximación que surge en época
de exigencias positivistas. Aun el exasperante Lovecrafft no es más que un
«Dies irae» disimulado, y mal imitado, a pesar de la acumulada admiración
de quienes quieren ver en él lo que no hay (14). No se trata, como
algunos han pretendido, de un proceso de desmitificación. El mundo del
MIEDO, como base de lo fantástico (15), no hace más que llevar de la mano
hacia una actitud de pseudo-adoración, de desmesurada reverencia. Las
leyes de Frankenstein, de Drácula, de la momia, del hombre-lobo, de los
monstruos, nos revelan el trasfondo de búsqueda y la necesidad de una
respuesta a nivel de espectador o de lector. Todo el peso de la narración
(sea escrita o sea fílmica) está llevado por la fuerza del «mito», que
conlleva una exigencia de sustitución, y al mismo tiempo postula una
actitud de aceptación y de incontestable respeto. ¿No es el temor,
temblor y sencillo corazón? Buscamos en lo «fantástico» no una
evasión, un pretexto o una cierta venganza, sino un secreto, que es a la
vez el secreto del hombre y del universo (16). Aun en la evolución de las
obras de ciencia-ficción, cuando se va de lo simplemente artificial y de
falso futurismo a una concepción claramente diversificada de la presencia
ignota de un Absoluto fantástico (opresor o benéfico), podemos advertir la
clara raíz de relación con una transcendente obsesión, que es
omnipresente en la historia del hombre. Así, en los films de Robert Wise,
o de Kurt Neumann, hasta los de W. C. Menzies, Fred S. Sears o Edward L.
Cahn o Don Siegel. Hay, ciertamente, en todo ello una manipulación
científica (o cientista) del hombre que se ve, de pronto, dominador del
espacio y del átomo. Sobre todo, cuando a través de ciertos films (y novelas)
que podemos llamar de la serie B, se obtienen resultados inesperados. El
hombre necesita una respuesta a su inquietud, y no se puede decir
solamente que se comercialice a partir de sus necesidades. Por un lado
serán los films de MONSTRUOS, que encierran en sí los elementos de la
ficción, del poder absoluto manifestado de una manera diferente y
arrolladora, produciendo la sensación de imposible, de horror, de
desolación, de un cierto ridículo escéptico. Por otro, los films que nos
presentan a personajes de otros planetas, en actitud generalmente
maléfica. El monstruo es reflejo de una omnipotencia distorsionada, de una
visión del más allá presente en la temporalidad, hecha rotunda negación de
humanidad. Es derivación de una concepción mítica arraigada en una
teogonía imaginativa, que exige desaparezcan todos los resabios de
hominización. No es «imagen y semejanza», sino «anti-imagen y
desemejanza». Por ello, estas apariciones de monstruos al estilo de los que
aparecen en los films de Inoshiro Honda o de Jun Fukunda, nos dan un
reflejo de las concepciones teogónicas de una religiosidad de fuerzas
elementales, donde no aparece rastro de óptica humanizante. Por su parte,
los films de «otros planetas», más cercanos a nuestra concepción del «más
allá», nos dan una revelación de seres que envidian, necesitan o exigen al
hombre. Desde Bruno Ve Sota hasta los últimos productos de Siegel o las
demás ensoñaciones -no insomnios- de otros autores. Es necesaria la entrada
del misterio, pero de modo que el espectador se sienta inmerso en el
contraste dinámico de fuerzas enfrentadas. Desde la calle oscura de
Lovecrafft o de sus «museos del horror», hasta la nitidez de los trajes de
«Star Trek». Rayos láser, puñales, monstruos, fuego, licántropos, no son
más que elementos de un Sinaí exigido con sus rayos y su lucha por la
supervivencia. Son la necesaria manifestación de lo «Otro» en un mundo de
anonimato y de profanidad. Querer negarlo es quizás enfrentarse con un
absurdo. El afirmarlo es aproximarse a la impotencia humana, con su
necesidad de encontrar un sustitutivo de lo sagrado. Fuerza,
potencia, exotismo, deformación, terror, lenguajes ignotos, no son más que
las diversas notas de un solo pentagrama: el de la incapacidad de negar,
con afirmaciones distorsionadas, lo que se le impone al hombre. El placer
del desplacer, el horror de la falsa tranquilidad, son manifestaciones
de un sentido de autoliquidación, de una culpabilidad frustrada y
frustrante, ante el hecho de un intento de superación de lo sagrado. Y la
forma expresiva de la creatividad está en lo fantástico, a través de lo
que Roland Barthes llama la descritura, como catalizador de la
dinámica comprehensiva de los más dispersos elementos de creación
cultural.
___________________
(8) Lewis Carrol: Alicia en el País de las Maravillas,
Afha, 197. J. R. R. Tolkien: El Señor de
los anillos (3 tomos), Minotauro, 1978, 79, 80.
(9) Fernando Savater: La infancia recuperada, Taurus, 1976.
(10) Rene Predal: Le cinémafantastique, Seghers, 1970.
Gerard Lenne: El cine «fantástico" y
sus mitologías, Anagrama, 1974. Edgar Morin: El Cine o el hombre imaginario, Seix Barral, 1972. Ilia Ehrenburg: Fábrica de sueños, Akal, 1972.
(11) Belevan, ob. cit., p. 69.
(12) Schneider, ob. cit., p. 21.
(13) Paul Goodman: Ensayos utópicos, Península, 1973.
(14) Lovecrafft: Horror en el Museo, Caralt, 1980. Ver
prólogo/introducción de Antonio Prometeo
Moya.
(15) Román Gubern-Joan Prat: Las raíces del Miedo. Antropología del cine
de terror, Cuadernos Ínfimos, Tusquets, 1979. Mario Carliski: Psicoanálisis, Teatro y Cine, Paidós,
1965. Ivan Butler: Horror
in the Cinema, Zemmer, Barnes, 1967.
(16)
Belevan, ob. cit., p. 71.
miércoles, 3 de octubre de 2018
Lo fantástico (1)
Por Cristóbal Sarrias.
Fue en el «campus» de la
Universidad de Columbia, en 1960. Hablaban los utópicos y los hombres de la contracultura.
Norman O. Brown fue explícito: «Sea como fuere, la cuestión es, antes
que nada, encontrar de nuevo los misterios. Con esto no quiero significar
simplemente el sentido de lo maravilloso, aquel sentido de lo maravilloso
que es la fuente auténtica de toda filosofía: lo que quiero significar por
misterio es secreto, oculto, sólo visible por los que tienen visión
espiritual» (1). Ante el
auditorio universitario, Brown enunciaba la gran nostalgia del misterio.
La que estaba en la entraña misma de la juventud convulsionada por el pensamiento
de Marcuse, de Goodman, de Fast o de Morin. Una juventud cansada de
enseñanzas librescas -que él mismo ataca en palabras que siguen en su
discurso-, que necesita reencontrar el sentido de lo oculto, de lo
distinto, de lo que, en realidad está detrás de cualquier aprehensión de
la realidad inmediata. Brown reconocía, en sus diagnósticos, el grado de
nostalgia que puede existir en cualquier manifestación social, cuando se
aproxima a la orilla de lo Imposible. La necesidad de reencontrar lo
oculto, lo mistérico, no podía ser exclusiva competencia de actividades
iniciáticas reservadas a unos pocos. En el «campus» de Columbia se
apretaban los hombres y mujeres de toda una generación, que además era
válida para un análisis de todo un estrato social a nivel de
amplio espectro. Quizá totalizante. Porque representaban una visión de
futuro que no podía desestimarse, ni era un simple conjunto de estudiantes
sin relevancia. Lo que en 1960 estaba ante Brown era, simplemente, nuestra
generación.
[I] Reemplazar la transcendencia
Los analistas de lo fantástico coinciden
en un punto concreto: detrás de cualquier manifestación cultural que pueda
englobarse bajo este epígrafe (y veremos la amplitud de su campo, junto
con lo restringido de su comprehensión) tiene un elemento común: lo
fantástico se caracteriza por una intrusión brutal del misterio en el
marco de la vida real (2). Es decir, la entrada en los entramados y
entresijos de lo cotidiano de todo el necesario mundo de relación con
la transcendencia. Se podrán llamar «sustitutivos» o «lecturas de
creencias ignoradas », pero lo cierto es que, sin tener que recurrir a
análisis excesivamente profundos, hay en la expresión cultural que se
adentra en lo fantástico, una necesaria actitud iniciática, que desciende
a los niveles más elementales (y profundos) de la reacción
religiosa. Y surge entonces lo que constituye el primer paso de la
reacción «fantástica »: la vacilación. En el simple hecho de la
recreación de un mundo «diferente», en el que se introducen elementos que
son deformaciones, abstracciones, distorsiones, exageraciones de la vida
real, se añade a lo que se ve, se oye, se siente, lo que se intuye, se
busca, se sospecha, se necesita. Es decir, el autor que ofrece su visión
fantástica, y el lector o contemplador (más que espectador, que
puede connotar pasividad) recurren a la dialéctica de lo imposible; a la
presentación y captación de lo impublicable o esotérico, en cuanto que es
algo que no está al alcance de la mano, ni de la vista, ni muchas veces de
la simple imaginación. Entonces lo «fantástico» se transforma en un
elemento válido para responder a la vacilación a que somete la credulidad
(no la «incredulidad») necesaria. Una lectura de Poe, una visión de
Goya o una contemplación de Lang -por no citar más que autores que llevan
la connotación del «miedo»- hacen presentir que «hay-más»
-pero-no-se-sabe-ni el «qué»-ni el «cómo»-ni el «cuando»-. Y esta actitud,
cercana a la «umheiliche» freudiana -que nosotros llamaríamos con Belevan,
«ambigüedad insólita» (3)-, es la que produce el desequilibrio
funcional de la relación con un «más allá» necesario. Es la
«vacilación» entre un más acá real, y un más allá imposible de
aprehender. Esta es la razón por la que Todorov dice que lo fantástico
es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes
naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural (4). Es cierto que puede
provocar una seria rebeldía interior, como anuncia Caillois, al decir que Todo
lo fantástico es una ruptura del orden reconocido, una irrupción de lo
inadmisible en el seno de la inalterable legalidad cotidiana. Precisamente
porque es una intromisión -en el sentido etimológico y primitivo de la
palabra- en una realidad que se ve limitada por sí misma, y desbordada por
la entrada de elementos que la transcienden. Y por ello, Schnieder dirá en
un texto aportado por el mismo Callois (5): Lo fantástico explora el
espacio de lo interior; tiene mucho que ver con la imaginación,
la angustia y la esperanza de salvación. Irene Bessiere, en su
obra Le récit fantastique (6),
precisa que lo fantástico no es sino uno de los caminos de la
imaginación, cuya fenomenología semántica surge a la vez de la mitografía,
de la religiosidad, de la psicología moral y patológica y que, por eso
mismo, no se distingue de aquellas manifestaciones aberrantes de lo
imaginario o de sus expresiones codificadas en la tradición popular. Es
decir, que ampliando el campo de reflexión sobre lo fantástico, nos introduce
de lleno en lo que la fuerza de creación mítica de los pueblos ha
ido añadiendo a sus tradiciones como eco de la entrada de una conexión con
lo sobrenatural, sea de la naturaleza que fuere. Lo que analiza con
profundidad Mircea Eliade en todos sus libros, y que nos hace comprender de
una manera muy concreta en determinadas alusiones a lo cósmico, o a las
manifestaciones básicas en la capacidad evolutiva del hombre (7).
_________________
(1) Brown, Cohn-Bendit. .. , etc.: Escritos
sobre el Apocalipsis, Kairos, 1973, p. 146.
(2) Harry Belevan: Teoría de lo fantástico, Anagrama,
1976, p. 43.
(3) Ibíd., p. 88.
(4) T. Todorov: Introducción a la literatura
fantástica, Ed. Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires, 1972, p. 34.
(5) M. Schneider: Déja la netge, Grasset,
1974, p. 12.
(6) Irene Bessiere: Le récit fantastique,
Larousse, 1974.
(7) Passim en las obras de M. E., pero
especialmente en: Herreros y alquimistas, Alianza, 1974. Imágenes y
símbolos, Taurus, 1974. Mito y realidad, E. Labor, 1978. Tratado
de historia de las religiones, 2 tomos, Cristiandad, 1974.
lunes, 24 de septiembre de 2018
La pesadilla de la educación
La pesadilla de la educación.
Por Carlos. D. Lasa.
Esta madrugada me desperté
sobresaltado. Traté de tranquilizarme para poder determinar qué me había
causado semejante estado de intranquilidad. Intenté, entonces, recordar mi
sueño.
Había soñado que los niños y
jóvenes de Argentina eran subidos, compulsivamente, a un gran colectivo cuya
única virtud era la de ensancharse para albergar a los que iba reclutando a lo
largo y ancho del país. Sobre uno de los costados del ómnibus estaba inscripta
esta palabra: INCLUSIÓN.
La inclusión, al modo de una
epidemia ya convertida en pandemia, afectaba a todos los tripulantes. Sus
cabezas no podían escapar a la lógica binaria: inclusión-exclusión. Recordé entonces el diálogo que tuviera con
una candidata a ocupar una Dirección de primaria. En su oportunidad le dije: “‒ ¿Qué
juicio le merece la ley de educación?” De inmediato me respondió: “‒ Me
parece inadecuada porque no incluye a los mapuches”. Y yo le pregunté: “‒ Pero
si la ley de educación se propusiese, por ejemplo, sacar idiotas en serie, ¿no
le parece que sería muy bueno para el pueblo mapuche no ser incluido dentro de
esa ley?” Desde su pobre lógica binaria sólo atinó a mirarme con una cara de
“Ud. no entiende nada”.
La aspirante a Directora de
primaria ni siquiera imaginaba que la omnipresencia de la sociología, tanto en
su cabeza como en la del ómnibus con que soñé, era una consecuencia de lo
afirmado por Marx en su tesis VI sobre Feuerbach cuando había reducido al
hombre a la dimensión socio-histórica. A partir de entonces, el ser del hombre
pasa a configurarse dentro de un mundo de relaciones socio-históricas y, en
consecuencia, no estar incluido en ellas equivale a no-ser.
Volviendo a mi sueño, me pregunté
qué era aquello que me había provocado tanto desasosiego. Y repasando cada
secuencia del mismo, tomé conciencia que era terrible advertir que ese vehículo
marchaba a la deriva. Recuerdo que algunas mentes más despiertas preguntaban al
chofer: “‒¿Para qué estamos marchando?” Y el chofer les respondía,
sin que se le moviera un músculo de la cara: “‒Para marchar”.
De inmediato se escuchó la voz de
una Experta en Educación que les dijo a estos preguntones: “‒
Interrogarse acerca de dónde venimos y hacia dónde vamos es algo superado,
chicos, algo filosófico”. Y prosiguió: “‒ Nosotros, desde que sabemos que
la única realidad es este grupo socio-histórico, y que esta última ‒la realidad‒ depende de
lo que nosotros queramos, pasamos nuestras vidas “construyendo” conocimientos y
re-significándolos para que el colectivo-educación
siga marchando. Nuestra práctica en el aula se sostiene a partir de un
pensamiento crítico”.
Pero uno de los preguntones no
pudo con su genio y le retrucó: “‒Pero dígame, ¿cómo será posible un
pensamiento crítico si ya nos han determinado qué preguntas podemos formular y
qué otras preguntas no? Ya me censuró Ud. cuando preguntamos por qué estaba
marchando el colectivo?, ¿ y no censuró Ud. misma, acaso, al filosofar como
algo superado?”. [Recuerdo que, hace un tiempo, le fue rechazado un plan de
investigación a una investigadora en educación porque ser “muy filosófico”].
Lo más grave de mi sueño es que
representaba una adecuación perfecta con la realidad. De allí que mi malestar
no sólo se fuera sino que se agudizara. Comencé a repasar en qué pasan sus
horas los Expertos en Educación: en fritar y refritar temas de corte puramente
sociológico. Bajo una apariencia de cambio, todo queda exactamente igual.
Cambian los paradigmas, es decir, lo que los miembros del colectivo van
construyendo a medida que el colectivo sigue avanzando pero, claro está, esos
paradigmas jamás pueden poner en cuestión al paradigma de los paradigmas: que la realidad y el hombre se reducen a
una construcción histórico-social que la escuela debe reproducir. A este
paradigma nadie lo discute; hay preguntas que están prohibidas. Hay que
proscribir a la filosofía del espacio educativo porque ella, como decía un
célebre general argentino, “aviva giles”.
Hace pocos días, una autoridad
educativa reflexionaba en estos términos acerca de la realización de un próximo
Congreso que reúne ‒nos dicen‒ a grandes expertos: “… la
denominación del Congreso se realizó en función del ‘nuevo paradigma’ de las
escuelas que ya no son seleccionadoras y clasificadoras, sino que pretenden ser
inclusivas y esto supone el conocimiento del otro”. Habría que preguntarle a
esta autoridad, ¿qué brinda y qué debiera ofrecer la escuela actual a los
jóvenes que pretende incluir? Esta cuestión, ¿estará alguna vez en la agenda de
las autoridades educativas y de los realizadores de los Congresos?
En determinado momento de mis
divagaciones no pude dejar de recordar aquellas sabias palabras de Mattéi
cuando se refería a la pedagogía procedimental. Refería Mattéi: “De este
postulado de equivalencia entre la educación y la vida, la vida y los procesos,
se deduce que la educación será concebida como un proceso vital indefinido de
procedimientos de enseñanza que no remiten más que a ellos mismos y no a una
fuente externa… En el caso de la institución escolar, se reemplaza la finalidad pedagógica, es decir, la
constitución del hombre en su humanidad, o, como decía Kant, en ‘su fin
último’, por la función de enseñanza.
A su vez, la función de enseñanza se reduce a los métodos didácticos que se ponen en práctica, que, para concluir, se
degenerarán en procedimientos
mecánicos…”[1].
Yo me pregunto, entonces: en el
mientras tanto, ¿qué sucede con los niños y jóvenes que van en el colectivo?
La respuesta no es demasiado
compleja si se tiene en cuenta que cada niño y cada joven son considerados sólo
como ciudadanos y no como personas. Su ser, reducido al contexto
socio-histórico, no puede aspirar a alcanzar la plenitud de lo humano, no puede
darse el lujo de pretender una educación de excelencia. Debe contentarse con
viajar en el colectivo sin saber hacia dónde va; renunciar al acto de pensar;
contentarse con adquirir un nivel mínimo de conocimientos que irá construyendo
mientras el colectivo siga marchando. Esos conocimientos mínimos deben hacer
posible que los tripulantes del colectivo adquieran un nivel óptimo de adaptación al ómnibus para que éste
continúe marchando. La misma autoridad educativa referida pontificaba que la
escuela trabaja “para que (se) alcance lo mínimo, básico e indispensable que
necesitamos de cada ciudadano en cuanto a sus conocimientos”.
Dentro de la terrible exaltación a
la que estaba sometido por mi pesadilla pude responder a aquel interrogante que
Schiller, en la carta VIII de su obra Cartas
sobre la educación estética del hombre, se había formulado: “¿De dónde
viene, entonces, que seamos aún bárbaros?”
Fuente:
sábado, 15 de septiembre de 2018
Algo más sobre el contraprotestantismo
Un lector de nuestra bitácora nos envía el siguiente texto de J. L. López
Aranguren (más información ver aquí). Autor cuya lectura no recomendamos. Pero que, en las líneas que siguen, acierta y ofrece complemento importante de los textos de Castellani y Bouyer que publicamos antes.
«…el ortodoxo, al
luchar contra la herejía, acepta su propio terreno. Mas, por otra parte, se ve
conducido, empujado a adoptar la posición contraria a la del hereje, a formular
la antítesis de la herejía, a hacer afirmaciones de puro carácter polémico.
La verdad deja de considerarse contemplativamente para ser estudiada defensiva,
apologéticamente (en el primario sentido de esta última palabra). El ortodoxo
se convierte de este modo en contra-reformador. Así, por ejemplo, la Iglesia postridentina
se ha visto forzada por la unilateralidad fideísta e interiorizante de la Reforma , a poner el
acento, como escribe von Balthasar, sobre las "obras" y la
"institución". Reaparece con ello otra vez, por lo menos en cierta
medida, la "teología del no" de que antes hablábamos, y se rompe el
perfecto equilibrio de la vida cristiana.
El resultado de este doble proceso […] es que aun salvándose, por supuesto, la ortodoxia,
porque las puertas del Infierno no pueden prevalecer contra la Iglesia , se estrechan las
perspectivas teológicas y se empobrece la verdad cristiana en cuanto
vivida. A causa de esta insoslayable vinculación de la ortodoxia
contra-reformadora a la herejía correspondiente, se produce durante épocas
enteras el oscurecimiento de verdades absolutas, el paso temporal a segundo
plano de jirones de realidad, el descuido de lo que queda entre las dos partes.
En el caso que a nosotros nos ocupa ahora, el de la Contrarreforma , los
ejemplos que podrían traerse son varios. El de la Biblia es quizá el más
visible. Por reacción contra el unilateral biblicismo de los protestantes, el
católico se ha visto privado en la práctica, hasta hace pocos años, de la
directa y frecuente lectura de la Palabra de Dios. Análogamente, por reacción
contra el principio protestante del sacerdocio general de los fieles, el laico
católico ha carecido, durante siglos, de la participación activa en el culto
divino y, en general, en los asuntos de la Iglesia , esa actuosa
participatio de que habla Pío XI. La debilitación de la idea del Corpus
Ecclesiae mysticum durante toda la época contra-reformadora del
catolicismo, es otra muestra de lo mismo. Debilitación solamente, no, claro es,
pérdida, pues que se trata de una realidad esencial al catolicismo.
[…] sería
imperdonable que fuésemos injustos con la Contrarreforma. Es verdad
que el contra-reformador, a causa de su misma actitud, está condenado a vivir
el cristianismo parcialmente. Pero esta limitación no es culpa suya, sino que
viene dada por la situación espiritual —defensa, controversia, lucha—, en que, sin quererlo, se ve forzado a vivir
religiosamente. ¿Remedio a su alcance? Únicamente humildad y paciencia.
Nada se puede hacer sino esperar que alguna vez se cierre el período; pero como
la historia no se acaba, entonces se abrirá otro nuevo. He aquí el misterio de
la historicidad de nuestra religión. No sólo el contra-reformador, todo cristiano está condenado a vivir su
religión de manera incompleta, y tiempo vendrá en que a nosotros, católicos de
hoy, se nos haga este mismo reproche. Pues el cristianismo es demasiado grande
para que pueda ser realizado en su plenitud por ninguna época, por ningún
hombre.»
miércoles, 5 de septiembre de 2018
La última tontería de Maradiaga
Hace unos días, el cardenal Oscar Rodríguez
Maradiaga declaraba en una entrevista lo siguiente: «Pedir la dimisión del Papa a mi juicio es un pecado contra el Espíritu
Santo, quien en definitiva es el guía de la Iglesia , como decimos en el Credo: "Señor y
dador de vida"» (aquí).
Los pecados contra el Espíritu Santo son aquellos que se cometen con
refinada malicia y desprecio formal de los dones sobrenaturales que nos
retraerían directamente del pecado (ver aquí,
n. 268 y ss.). Por lo cual hay que preguntarse sobre la naturaleza de la
renuncia del Papa a su ministerio para ver si la opinión de Maradiaga tiene algún
sustento doctrinal.
¿Qué es la renuncia
del Papa?
«La renuncia del Romano Pontífice, llamada también
abdicación o dimisión, consiste en el abandono voluntario del oficio primacial
por el Papa. Dado el carácter específico de la misión del Sucesor de Pedro, no
le son aplicables todas las causas jurídicas de la pérdida del oficio
eclesiástico (cf cc. 184-196)».
El Papa, ¿puede renunciar a su Oficio?
«El c. 332
§ 2 en primer lugar –haciéndose eco de la discusión medieval- indica claramente
que el Romano Pontífice puede dimitir. Del mismo modo que el Papa es elegido
por los cardenales y consiente libremente en esta elección, también puede
retirar su consentimiento sobre la permanencia en el oficio supremo».
¿Por qué motivos puede renunciar?
«la causa de la renuncia del Papa debe ser
proporcionada a la importancia del oficio, y por eso –en el caso del Obispo de Roma–
gravísima, aunque queda a la libre valoración y a la conciencia del Sumo
Pontífice. Para la validez de la dimisión no se requiere ninguna causa
concreta, pero en la doctrina se indican genéricamente: la necesidad o utilidad
de la Iglesia
universal y la salvación del alma del Papa mismo. En la historia se enumeraban
también algunas circunstancias concretas: irregularidad canónica, pública
conciencia de un delito cometido, el odium
plebis que no se podía corregir o tolerar, el deseo de evitar el escándalo,
la falta de discreción de juicio, enfermedad, vejez, inhabilidad para ejercer
su misión, deseo de llevar la vida religiosa o eremítica». (ver aquí).
Visto lo anterior, cabe concluir
que la afirmación de Maradiaga carece de fundamento doctrinal. No es más que
una expresión de «papolatría».
Quienes piden la renuncia de
Francisco, por circunstancias concretas de su pontificado que están previstas
por la doctrina tradicional no pueden ser acusados de pecar contra el Espíritu
Santo.
sábado, 1 de septiembre de 2018
La descomposición del contraprotestantismo
En una entrada ya publicada reproducimos un texto del P. Castellani en cual se dibujan los grandes trazos de un proceso histórico de
Hemos destacado ya
cómo la Reforma
del siglo XVI había suscitado en la Iglesia católica la reacción profundamente
insuficiente, no satisfactoria, de lo que se ha llamado la Contrarreforma. Esta,
en la medida en que merece su nombre, en vez de haber contribuido a
restaurar una catolicidad integral se ha limitado a hacer del catolicismo
un simple contraprotestantismo, al igual que la Reforma había degenerado
en Contraiglesia.
La misma reacción debió reproducirse en las masas
católicas y agravarse ahí una primera vez después de la Revolución francesa
y una segunda
después del movimiento modernista, a principios del siglo XX. En el primer
caso se tendrá como resultado lo que se ha denominado el tradicionalismo; en
el segundo caso, el integrismo. Pero así como el tradicionalismo de José
de Maistre y de Luis de
Bonald no representaba una recuperación de la verdadera y auténtica tradición católica,
tampoco el integrismo moderno es la restauración de su integridad. El
tradicionalismo, al oponer la tradición a la libertad y a la razón, ha hecho una rutina
mecánica y no inteligente
que se pasa de mano en mano simplemente sin tratar de asimilarla ni, con
mucha más razón, de comprenderla. El tradicionaliasmo, pues, se ha
revelado ya, a lo largo del siglo XIX, como el peor enemigo del verdadero
redescubrimiento de la tradición católica única digna de este nombre, tal
como Newman y Mohler trabajaron para restaurarla. El integrismo, a su vez,
tiene como perfecto el relleno entre rutina y tradición, rehusando admitir todo
desarrollo de ésta, confundido con una evolución simplemente destructora y
disgregadora. Con el mismo golpe endureció todavía la oposición entre la
autoridad y la libertad, queriendo elevar la autoridad por encima de la
tradición, como se había caído en la tentación anteriormente de elevar la
tradición por encima de la
Escritura para aplanar, si ello fuera posible, todo lo
que se temía que iba a salir de la una o de la otra. Pero el integrismo,
como el tradicionalismo antes que él, no es evidentemente viable.
El tradicionalismo del
siglo XIX provocó pues en su discípulo más grande, Lamennais, la reacción
de un futurismo demagógico exasperado: la sustitución sistemática de la vox populi,
vox Dei, por una concepción de oráculo de la autoridad patriarcal de
los pontífices y de los reyes. El integrismo, con el cual la ortodoxia,
oficial y popular a la vez, tendía en el catolicismo a confundirse, desde
el modernismo y su represión, desde el instante en que la autoridad
aflojara su presión, debía suscitar la reacción paralela, pero más brutal todavía,
del progresismo contemporáneo. A una tradición indebidamente congelada,
sostenida intangible por medio de una autoridad encogida sobre sí misma,
la primera relajación, que representaba el reinado de Juan XXIII y el
Concilio, haría suceder no la reviviscencia de la tradición auténtica, para
la cual no estaban preparados ni la masa ni la mayor parte de sus jefes, sino la disolución de
todo sentido tradicional. Una libertad que la autoridad se había cuidado
exclusivamente de reprimir para guardar la ocasión o la posibilidad de
proseguir su educación, dejada ahora a sí misma, no sabe sino fluctuar a
la deriva.
Aquí es donde las
inercias propiamente católicas -yo quiero decir del catolicismo moderno-
añaden su peso al vértigo dialéctico de las reacciones que acabamos de
analizar. Por haberse limitado a «conservar», a «proteger», a «defender»,
los órganos directores dentro del catolicismo moderno, no supieron guiar,
inspirar, suscitar el desarrollo viviente de la tradición católica en todo
el cuerpo de los fieles. Estos, pues, no escapan a una inmovilidad pasiva
sino para ceder sin resistencia a las presiones de fuera. En estas condiciones,
ellos no pueden atestiguar la vitalidad de un organismo que, sin embargo,
les pertenece todavía, pero del cual, en demasiado gran número y desde
hace ya mucho tiempo, no participan.
Es preciso llegar a una nueva toma de conciencia de esta vitalidad,
que es la de la tradición desembarazada de todas estas falsificaciones, si
se quiere salir de la crisis católica presente y ayudar así a protestantes
y anglicanos a
salir de la crisis de su propio ecumenismo para que volvamos a reunirnos
todos juntamente con los ortodoxos en la Una Sancta , de
la cual la cristiandad dividida y el mundo desgarrado tienen
más necesidad que nunca.
Fuente:
Bouyer, L. La Iglesia de Dios. Madrid, 1973, pp. 186 y ss.
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