viernes, 5 de agosto de 2011

Espiritualidad laical: el deber de estado



Continuamos con la publicación de los textos de Sertillanges.
uisiera ser poeta para cantar, como conviene, al deber de estado. Si el trabajo es la vida cuya grandeza él determina mediante el lazo de unión que establece entre nosotros y las formas eternas, esa variedad de trabajos de que está constituido el deber de estado, viene a enaltecer todavía la dignidad de su especie, por el hecho de ser un trabajo proporcionado al hombre lo más exactamente posible, no sólo en la cantidad con una simple participación en el esfuerzo común, ni tampoco por una aportación determinada a las tareas humanas bajo el nombre de profesión, sino gracias a una perfecta coincidencia entre la actividad de una persona y el papel que le corresponde en las intenciones de la Providencia.
Podríamos decir que el deber de estado es una sublimación de la persona misma, y que su aceptación ejemplar es un acto tan sencillo y tan normal, y al mismo tiempo tan grande, como el de la existencia de un ser moral.
No hay motivo para considerar la humanidad como una pintura gris donde resalten algunos puntos brillantes: los grandes seres. Puede vérsela desde este punto de vista; pero mucho más verdadero y profundo es verla como una agrupación de coincidencia donde cada una encuentra su significación, su responsabilidad, su originalidad y su importancia. Es falso que la humanidad viva a costa de unos pocos, según pretende el proverbio latino; esto no es más que una apariencia; la humanidad vive por todos, y cada uno puede enorgullecerse de ser en ella un elemento precioso.
El genio viene en segunda línea; las grandes figuras no son más que servidores. Por muy decisivas que aparezcan —y en cierto modo lo sean— estas cualidades extraordinarias de la existencia sólo alcanzan valor gracias al apoyo que les prestan las clases humildes y a la fuente de renovación que las mismas les preparan. Visto así, estas excepciones aparecen también susceptibles de una explicación mucho más elevada si se las considera desde el punto de vista de la existencia común.
En la duración, las tareas excepcionales representan el momento de la elección: el deber colectivo representa al tiempo, siendo el tiempo precisamente la condición de la vida común. Los escasos momentos «inolvidables» se olvidan pronto; el tiempo es una majestad permanente y armoniosa.
De aquí resulta que, desde el punto de vista de nuestras ambiciones legítimas, llegar a ser «alguien» no es lo esencial, sino llegar a ser «uno mismo», llenar su destino, conservar su puesto, ir siempre a lo mejor, desempeñar una función elevada en el escalafón, procurarse un elemento excelente de armonía y progreso, un depósito —por pequeño que sea— que desborde fidelidad y alegría.
El deber de estado no es otra cosa; es el «yo» fiel a sí mismo, y engarzado libremente en un orden superior. Libremente penetra todo el ser y —navegante de este océano— tiene pleno derecho a respirar sus aromas. No se enorgullece por ello; en cambio, recibe un estímulo. Para todos es pesada la vida, y a veces con una pesadez confusa que no da siquiera la sensación de tal pesadez, que niega este testimonio al que la lleva, y que parece menospreciar su valentía. «Sólo dos o tres veces en la vida se tiene ocasión de ser valientes —escribe René Bazin— pero en cambio casi todos los días la de ser cobardes»; ocasión ésta nada gloriosa y que nada aprovecha. La recompensa se obtiene remontándose al origen primero de los deberes, grandes y pequeños, magníficos e insignificantes, y también al origen de la repartición de las tareas entre los cooperadores. Ahí está el bien que pertenece a todos y que todos —gracias a la fraternidad— pueden gustar en sí mismos o en otros.
¿Qué importa, hermano mío, lo que tú y yo hacemos? Hacemos la misma y única cosa, porque en Dios y en su verdad el destino es uno. El soberano ingeniero ha instalado el telar; tú trazas los dibujos; otros retuercen los hilos; yo empujo la lanzadera: la obra que sale es propia de todos y cada uno de nosotros. Para salir bien con orgullo y recibir cada uno la parte que del producto le corresponda, la habilidad y el talento son menos importantes de lo que se cree. Ciertamente intervienen, no hay que negarlo; pero lo que más parte tiene es la fidelidad, la afición a lo que se hace, y una voluntad firme de hacerlo prosperar. Por este medio se puede superar a la vez, en la totalidad de una vida, la propia inferioridad y la suerte.
Había deseado hacer poesía, ¿se nos permitirá al menos, soñar para la humanidad en un porvenir que estas consideraciones nos hacen ver como posible? De hecho el trabajo parece dividir a los hombres debido a un difícil reparto de tareas y a una repartición litigiosa de los productos. ¿No podría también unirlos mediante las ideas que realiza y los sentimientos que suscita? La técnica se generaliza cada vez más; a despecho de los retrógrados autárquicos se va organizando la división internacional del trabajo; y sería normal que, propagándose también el sentido humano del trabajo, se transformase la humanidad poco a poco en un campo laboral, con su unidad y sus funciones, viniendo luego el alma correspondiente a dicho cuerpo, con lo que se daría el último toque a la unidad humana.
Nuestra alma individual empieza a ser después de su cuerpo y en su cuerpo; lo mismo podría esperarse del alma de la humanidad que todavía se encuentra en el limbo. Dicha alma sería —como la otra— una floración, una fuerza de «hominización» y en lugar de la antigua anarquía, después de la prolongada dispersión de las conciencias en una materia humana inorgánica, veríamos nacer una humanidad auténtica, que sería, sin duda alguna, la de los designios divinos y que debe aparecer, en consecuencia, si el hombre no está enteramente corrompido.
Pero sea lo que fuere, el deber de estado tiende siempre a unir e igualar en seguida las condiciones humanas, en el hecho y en el viento de ocupar cada uno el lugar debido, de hacer aquello a que está obligado, y concurrir así —casi por igual— a la tarea común. Si se piensa que las tareas por sí mismas, se relacionan solamente con el tiempo, y que el deber tiene algo eterno, ¿no vendría a ser esta casi igualdad que me refiero una mera igualdad? Sin duda, no ser que se invierta el orden colocando en más alto grado a aquel que realiza con el corazón más elevado, la tarea más ínfima.