domingo, 18 de septiembre de 2011

Espiritualidad laical: belleza y secreta dulzura del deber de estado


Finaliza con esta entrega la serie prometida  de textos de Sertillanges. 

Acaba de venírseme a la memoria aquel trabajo de la India antigua realizado cantando, aquellos sobrenombres dados a un manto de gasa o a un tapiz después de haber dado fin a la alegre tarea; aquellos trabajos, en fin, que precedían a la confección de guirnaldas para adornar los cuernos de los bueyes. ¿Dónde está ahora este espíritu de inocencia, este noble juego que se nos revela en tan alto grado como de corazones sencillos y a propósito para aligerar el esfuerzo? Es verdad que cambian las costumbres y no podemos exigir que se engalanen las ruedas y se siembren los arroyuelos de pétalos de rosa; pero, ¿no se apreciará mejor la belleza del trabajo, sobre todo la del trabajo oculto, cuyo esplendor es del orden moral y su poesía tan esencialmente íntima, y que los ángeles deben contemplar porque se orienta como se debe orientar?
«Cuando se quiere hacer que los niños conciban cosas grandes —escribe Mme. Marie Fargues— es preciso comenzar siempre mostrándoles las pequeñas». ¿Y no sentirá la grandeza del deber ese niño que hay en cada hombre, si se le presenta encarnado en una obra insignificante pero aureolada con lo infinito, en una de tantas nonadas que pertenezcan no obstante al «trabajo de elección» que según el poeta «requiere mucho amor», si se quiere alcanzar la gloria del cielo espiritual?
¡Cuántas veces, en nuestros mejores momentos, pedimos grandes faenas! Y el cielo nos responde: engrandece la tuya. Tu honor, oh hombre, está en ti mismo; inclinándote a las cosas que se tienen por bajas puedes comunicar ese honor, no perderlo; si tu corona está bien asegurada en tu cabeza, no caerá.
El hombre cumplidor de su deber y que mantiene su puesto en el grado que sea puede mirar de frente a cualquiera con la misma libertad que la estrella más pequeña parpadea en la inmensidad de los cielos. Este hombre tiene derecho a la paz y la consigue, pues la paz es la recompensa del amor al deber que corre parejas con el amor al derecho ajeno, al orden y —si es preciso— al sacrificio.
Muchísima es la gente que se ve forzada a sufrir. Pero nadie está constreñido a tener paciencia. Ahora bien, solamente adquiere méritos el hombre cuando se somete libremente al sufrimiento practicando la paciencia; y siendo así que el deber de estado le invita muchas veces a este sometimiento puede estar seguro de encontrar en él nobleza y elevación. ¡Qué bella es la aceptación de este constreñimiento, la fe en lo inevitable que, por otra parte, nada puede imponernos si no es nuestra propia ley!
La fidelidad sujeta al corazón noble con más fuerza que las cadenas al preso; pero, ¡qué diferencia entre la sujeción de uno y otro! Al preso le rebaja cuanto se le arrebata; al corazón noble le engrandece cuanto se exige a si mismo en favor del ideal. Aunque aplastado en apariencia por el destino, su sujeción a él se convierte, al fin, en la más libre y rica armonía.
Se quiere definir la felicidad; pues bien, en un sentido no existe; claro está que me refiero a la de esta vida. Si hay de ella alguna aproximación, alguna forma velada que tan sólo pueden percibir las almas grandes, aparece indiscutiblemente en el deber de estado. No se exige el éxito; su lugar lo ocupa la certeza tranquilizadora de haber hecho, a pesar de todos los pesares, lo que se había de hacer. Es una felicidad de la conciencia, una felicidad auténtica, pura, que si bien es susceptible de ser poseída aquí por los malos, después de la prueba de esta vida volverá a su perfección primera para honra de Dios y satisfacción de la justicia.
Un Papa decía que canonizaría, sin más informaciones, al religioso que hubiera sido enteramente fiel a su regla, idéntica declaración merecería la regla austera del deber de estado en toda su integridad. Ninguna diferencia hay entre la Regla escogida por Dios y la que Dios impone por medio de su Providencia. La medida del mérito adquirido es el corazón, y en ello descubrimos —aunque imperfectos— idéntico motivo para alabar como para imitar.
En el Bhagavad Gita se lee esta sentencia puesta en los labios de Dios supremo: «El que cumpla su deber sin desfallecer y dirigiéndose hacia Mí, llegará por concesión mía a la morada eternamente inmutable». Nuestro Evangelio aprobaría esta anticipación de sus discursos. Solamente añadiría —y eso muy en conformidad con el noble pensamiento hindú— que esa morada de eterna inmutabilidad está abierta desde ahora para nosotros, que el reino de los cielos está dentro de nosotros y que ya podemos gozar esperando, como en su paz definitiva gozan ya los elegidos en el cielo. «Spe gaudentes» es la fórmula de San Pablo que en solo dos palabras expresa la profunda dulzura del deber.